De cambios culturales en las empresas empezamos a hablar con más intensidad en nuestro país, en los años 80 y 90; cambios que, como dijo algún experto, tenían su origen en las creencias recogidas por la conocida teoría “Y” (que acaba ahora de cumplir 50 años) de Douglas McGregor, la de los trabajadores responsables y comprometidos, protagonistas de su trabajo. En realidad, apenas se mencionaron entonces en las empresas las teorías “X” e “Y”; no, no parecía enfocarse tanto el perfil de los trabajadores como el de los directivos, a quienes quería verse, en aquellos años 90 y aún hoy, como líderes de sus subordinados.
Hay que decir que seguramente todos podemos ser más efectivos y sentirnos más satisfechos en el trabajo, y que en buena medida ello depende también de las relaciones jerárquicas, como de los hábitos, normas, creencias y valores vigentes en las empresas, es decir, de lo que llamamos cultura funcional u organizacional; pero los cambios culturales desplegados en los últimos 15 ó 20 años no han sido siempre efectivos (quizá ni siquiera auténticos). Suponiendo que en verdad se pretendiera, los modelos mentales de las personas no se modifican con facilidad, y de casi nada servía colgar pósteres por los pasillos para recordar los valores corporativos proclamados, o el estilo de dirección declarado, si no se hacía algo más que sí resultara efectivo.
Pero, ¿a qué ton, o son, vengo, si el lector asiente o consiente, a recordarle aquellos procesos corporativos de supuesto cambio cultural? Se lo propongo a ustedes porque, si había una reforma laboral pendiente en nuestro país (mejor o peor resuelta por el ejecutivo actual), tal vez una reforma cultural más acreditada, más enfocada, podría contribuir en mayor medida a las cotas deseadas de productividad y competitividad en las empresas; una reforma cultural que viera al trabajador experto, al que aprende continuamente, como un profesional portador de capital humano, y no tanto como un recurso, un seguidor, un empleado, un subordinado, un colaborador o un coachee; una reforma cultual más acorde con la economía del saber, que no repitiera los errores cometidos ni introdujera nuevos.
Podrá leerse con escepticismo o indiferencia, pero tal vez habríamos de revisar, sí, las creencias y los valores vigentes en las empresas, para contribuir a desatorar, desbloquear, desatascar la productividad, lo que parece constituir objetivo cardinal. Cada organización es única y todo es más complejo, pero quizá, allá donde no se haya dado ya de modo decidido, habría que dar, sí, un salto cuántico, rompedor, en las creencias y valores vigentes, es decir, en lo más profundo e intangible de las culturas organizacionales.
Lo sabemos bien: si, instalados en las arraigadas creencias de la teoría X —la de trabajadores tendentes a eludir el trabajo y necesitados de continuo control—, reducimos al trabajador cualificado, al aprendedor permanente, a la mera obediencia al jefe (o seguimiento al líder), y, en vez de pedirle resultados y protagonismo, le obligamos a preparar respuestas y explicaciones para cuando sea preguntado, podemos estar desaprovechando gran parte del potencial disponible.
Sí, el trabajador del saber, visto como mero recurso humano o como seguidor de su jefe-líder, puede limitarse a seguir instrucciones y sólo eso, inhibiendo quizá buena parte de su potencial. Lo sabemos, sí, pero a menudo se sigue valorando —valores no proclamados, pero vigentes— la obediencia por encima de la inteligencia, la complicidad por encima de la profesionalidad, la apariencia por encima de la experiencia. En la economía del conocimiento, y tal como proponen las empresas más inteligentes e innovadoras, la obediencia no debería suponer renuncia a la inteligencia y la creatividad, como tampoco el compromiso debería identificarse con la complicidad, cuando ésta suponga deslealtad a la profesión ejercida, dejación de escrúpulos, o renuncia a principios éticos universales.
¿Qué decir del liderazgo, el gran buzzword de los últimos años? Que quizá lo más efectivo no consista en “seguir” a los supuestos líderes, sino, en lo posible, en “perseguir” y “conseguir” metas profesionalmente atractivas, y a las que llegaríamos más por puro magnetismo que por mero seguidismo. No se trataría tanto de alinear el esfuerzo con la voluntad del jefe-líder, como de hacerlo para alcanzar objetivos bien definidos y compartidos. Sin definir las metas no cabe hablar de liderazgo, porque nadie debe conducir sin saber adónde va, o sin decírselo a quienes han de contribuir a llegar. De modo que tal vez no se trataba tanto de orquestar miríadas de seminarios de liderazgo para directivos, como de compartir metas reales, empresarial y profesionalmente atractivas, y preparar a los trabajadores para alcanzarlas.
Temo que, como decía Peter Drucker, los trabajadores del saber no se sienten seguidores de sus jefes, sino profesionales en sus áreas técnicas; que, si alguien intenta manipularles, lo detectan y toman distancia; que hay también muchos directivos que, aunque asistan a seminarios de liderazgo, saben bien que la condición de líder la dan los seguidores y que no hay seminario del que salgan nimbados.
Podemos ver al directivo como conseguidor de resultados colectivos, o como facilitador de que los colectivos consigan sus resultados; pero lo segundo parece encajar mejor en la economía del conocimiento. He escuchado (y leído) a prestigiosos expertos decir que “el jefe-líder es aquel que consigue que sus colaboradores deseen hacer lo que han de hacer” (lo que me recuerda la teoría X, que supone que los trabajadores no quieren), pero, tal vez y más bien, habría de decirse que “el jefe-líder es aquel que propone metas atractivas y retadoras a los profesionales de su área de influencia, y les facilita su consecución” (lo que me parece más próximo a la teoría Y).
Cada organización es ciertamente única, el lector tendrá su propia opinión, y McGregor se hallaba, como se sabe, formulando una tercera teoría, más realista entonces al parecer, cuando lamentablemente falleció. Así es; pero en ocasiones bloqueamos capacidades de un trabajador, cuando le limitamos a seguir a un jefe en vez de pedirle que active su potencial para generar un resultado. La economía del conocimiento parece demandar trabajadores expertos, que superen a los directivos en conocimientos técnicos y desplieguen todo su capital humano al servicio de resultados profesionales y empresariales. Si no tuviéramos trabajadores así (que sí los tenemos), habría que cultivar seguramente este perfil y no el de seguidor.
Aquellos cambios culturales
Al final del siglo XX eran ya, sí, muchas las grandes empresas que habían desplegado programas específicos de cambio cultural, a menudo en paralelo con la implantación del trabajo por objetivos que propugnara Peter Drucker (y que cumplirá pronto los 60 años, manteniendo, creo yo, su vigencia pese a frecuentes desaciertos en la adaptación y aplicación). En realidad, esta movida cultural finisecular se acompañaba también a veces de sensibles reducciones de plantilla, de modo que podíamos percibir severas reestructuraciones —por mor de la postulada reingeniería de Hammer y de los avances técnicos— concurrentes con el supuesto cambio cultural.
Pude vivir de cerca el caso de una gran empresa, en que se redujo aproximadamente la plantilla a la décima parte en los últimos tres lustros del siglo XX, mientras se transitaba de una tecnología a otra, y el sector se abría a nuevos agentes. En lo cultural, primero (últimos años 80) se introdujo formalmente (tal vez más en las formas que en los fondos) la Dirección por Objetivos (DpO), y luego se orquestó un programa de cambio inspirado en el modelo de excelencia de la European Foundation for Quality Management.
Traigo este recuerdo para añadir que, entre los valores corporativos proclamados, figuraron en un cierto momento el compromiso y el orgullo de pertenencia; sin embargo, poco tiempo después, el ejecutivo encargado del programa de cambio cultural, para sorpresa de todos, dejó de pertenecer a la organización para dirigir una empresa competidora. Luego se sustituyó el “orgullo” por el de “espíritu” de pertenencia.
Sin desestimar la adhesión emocional de los individuos a sus organizaciones, tal vez, al enfocar lo que se ha de valorar en las personas, habríamos de señalar con más frecuencia el aprendizaje permanente, la creatividad, la profesionalidad, la responsabilidad, la diligencia, la proactividad, la integridad… Bien entendidos, es decir, orientados a los mejores resultados empresariales, en cifras económicas y en satisfacción de todos, estos rasgos de las personas, entre otros, resultan inexcusables en la economía del conocimiento y la innovación; pero quizá hoy, como en el pasado, puede que muchos directivos sigan valorando, sobre todo, la obediencia de sus subordinados por encima de su inteligencia.
Sí, en la última década del siglo XX se vivieron grandes cambios, técnicos y no técnicos, en las empresas de cierto tamaño, para preparar el cambio de siglo y de milenio; era el declive de la era industrial y la emergencia de la era del conocimiento y la innovación. En lo técnico, y concretamente en lo referido a las ubicuas tecnologías de la información y la comunicación, creo que los avances, sin duda bienvenidos, han venido empero imponiéndose con cierta arrogancia en ocasiones, de modo que se ha venido dando más importancia a la tecnología que a la información que soportaba; pero enfoquemos lo cultural: unos cambios típicamente relacionados con nuevos postulados de la dirección de personas.
En diferentes ámbitos, empezaron a sonar con fuerza sólidos postulados en los años 90, tales como la gestión por competencias, la gestión del conocimiento, el empowerment, la creatividad, la psicología positiva, la inteligencia emocional, el pensamiento sistémico, la destreza informacional, el pensamiento crítico, el aprendizaje permanente, el dominio personal o el trabajo en equipo; en definitiva, había que empezar a valorar y nutrir el “capital humano”, un concepto que todavía hay quien se empeña en hacer sinónimo del de “recursos humanos” y que mejor cabe relacionar con los “recursos de los seres humanos” (conocimientos, sentimientos, voluntades, inteligencia, creatividad…).
Postulados como éstos apuntaban a la excelencia de las empresas; pero temo que en alguna medida se adulteraron en la práctica, como ocurrió con la DpO. El trabajo en equipo consistía básicamente en reunirse más, especialmente para la mejora continua, y quizá debía haberse puesto mayor énfasis en compartir metas y favorecer sinergias. Se quiso, por otra parte, asociar la inteligencia emocional con el liderazgo de los directivos, tal vez para dar contenido y significado al segundo; pero los seminarios de liderazgo no parecían elevar la inteligencia emocional de los asistentes. De la destreza informacional se hablaba en las universidades pero no en las empresas, donde sólo se hablaba de la destreza informática. Del pensamiento crítico, fundamental para el aprendizaje, para la mejora continua y para la innovación, tampoco se hablaba mucho, quizá porque sonaba a criticidad…
Muchas empresas incorporaron la gestión por competencias, es decir, incorporaron herramientas de gestión por competencias; pero la identificación de competencias de los puestos no resultó siempre acertada. También se incorporaron herramientas de gestión del conocimiento; pero el conocimiento no fluía como debía. El empowerment era predicado por los expertos en inteligencia organizacional y asociado a la excelencia empresarial, pero apenas hubo tal: los directivos seguían reservándose la toma de decisiones, y a veces la actividad se bloqueaba en la espera correspondiente. Debía pensarse que los subordinados se equivocarían al decidir: una creencia a revisar.
Las creencias habrían de revisarse, sí. Si entramos en el terreno de la ética, parece creerse en más de una empresa que vale todo lo que, con un poco de fortuna, pueda quedar impune. La corrupción está más generalizada de lo que habitualmente pensamos, y se diría que hay dos tipos de dirección empresarial: la que conserva escrúpulos y la que los ha abandonado para sobrevivir. Tendríamos de dejar de pensar que vale casi todo, aunque los empresarios son ciertamente soberanos en su alineamiento moral; lo que sucede es que la profesionalidad está ligada a la integridad, y suele haber una sensible erosión emocional en las personas honradas que trabajan en empresas corruptas.
Hay que recordar que las empresas más socialmente responsables, no son las que más hablan de responsabilidad social corporativa; que las empresas que más hablan de ética no son las de más íntegra conducta; que los directivos que más declaran la importancia de las personas, no son los que más creen en ello.
Asimismo, desearía traer el tema de la evaluación anual de los trabajadores. Supe que algunos eran evaluados más por su supuesto acatamiento de la religión o doctrina empresarial (básicamente, seguir al ejecutivo líder como si fuera una especie de sumo pontífice) que por sus resultados profesionales, y aquí hay gran riesgo de no menos grande desorden. Temo, con perspectiva histórica, que la conducta de algunos Papas ha resultado más reprobable que la de algunos supuestos herejes, quemados en la hoguera; pero, sin analogías, hay que decir, por ejemplo, que el compromiso puede interpretarse de muy diferentes formas, si no se especifica con qué nos hemos de comprometer.
Reflexiones
Con la ventaja que proporciona el paso del tiempo, quizá quepan reflexiones para extraer alguna conclusión reveladora. Diría que la orquestación formal del trabajo por objetivos, cuando se hizo, no redujo empero sensiblemente el seguimiento de instrucciones, frecuentes y aun cotidianas, del jefe; había que atender estas tareas y recados, tanto porque alguien tenía que hacerlo, como para asegurar la mejor evaluación anual posible (cardinal instrumento de poder del jefe).
Por otra parte, la formulación de objetivos resultó deficiente a menudo, tal vez porque no siempre resulta sencillo el despliegue vertical, por no hablar asimismo de objetivos contrapuestos o contradictorios entre los departamentos (en el despliegue horizontal), como de una frecuente falta de precisión, y también de falta de visión holística y sistémica. Todavía hoy hay que explicar que el objetivo es una especie de foto fija, de resultado alcanzado, y no una tarea a realizar: el objetivo no es recorrer el camino, sino llegar a la meta en las condiciones establecidas. Habría que recuperar la esencia (profesionalidad, básicamente) de la herramienta que propuso Peter Drucker.
En cuando a creencias y valores, tal vez habría que empezar identificando mejor las características de la economía del saber y el innovar, incluyendo la importancia del capital humano. Si no se cree en el capital humano, no hay nada que hacer. Aún recuerdo a Tom Peters en Madrid, años atrás, diciendo que los directivos hablaban de la importancia de las personas, pero, con pocas excepciones, mentían al hacerlo: no creían realmente lo que decían. Temo que la situación no haya cambiado mucho. A partir de lo anterior, cabe pensar que se proclaman valores en las personas, pero en la práctica se valoran otros, y el “exceso” de conocimiento e inteligencia puede resultar un obstáculo para un trabajador. Creamos en el capital humano y catalicemos su expresión.
Warren Bennis decía no conocer ningún alto directivo que, en el fondo de su corazón, no estuviera convencido de que su propia cabeza era mejor que todas las demás juntas. Esto, obviamente, constituye un obstáculo para la productividad de los trabajadores del conocimiento. Si se han de imponer los conocimientos y las ideas del jefe, quizá técnicamente no tan experto (en un tiempo en que los campos del saben se expanden continuamente), de poco sirve el tan postulado lifelong & lifewide learning.
En definitiva y para terminar, hemos de aprovechar mejor el capital humano en las empresas, y eso parece exigir un cambio en la mentalidad en quienes las dirigen. En la era del saber y el innovar, y si se apuesta por la profesionalidad, se precisa toda la inteligencia y la creatividad de los trabajadores expertos, como saben y demuestran las empresas excelentes. Resulta ciertamente difícil modificar nuestros modelos mentales tan arraigados; pero el esfuerzo merece la pena en beneficio de la productividad y de la satisfacción profesional de todos. Gracias al lector por su atención: recuerde que la visión que formulo sólo pretende alentar el debate.