Se dice que estamos rodeados de información y que, empero, nos falta conocimiento; tal vez sea así porque no nos acercamos lo suficiente a la información disponible, o porque, cuando lo hacemos, no penetramos del todo en los significados. Asimismo sucede que la calidad de la información resulta desigual, y corremos riesgo de llegar a falsos aprehendizajes. El hecho es que, para incrementar el saber, puede que falte voluntad y también quizá la habilidad informacional que nos conduzca al conocimiento valioso y aplicable.
Déjenme decirles para empezar que, aficionado a escribir, he visto cómo en algunas ocasiones los editores, en su deseo de mejorar las cosas, introducían cambios en mis textos; cambios de algunas palabras, que no siempre me parecían acertados. Tal es el caso del adjetivo “informacional”, en un libro sobre la actividad empresarial que me publicó una potente editorial española y en que, para mi sorpresa, aparecía sustituido por “informativo”. No oculto que me sentí algo incomodado por el hecho de que no me consultaran.
Aunque también me cambiaron “organizacional” por “organizativo”, me llamó, sí, especialmente la atención que me sustituyeran “informacionales” por “informativas”, al hablar de habilidades profesionales necesarias en la Sociedad de la Información. No sé si el corrector distinguiría, por poner un ejemplo, entre “alimenticio” y “alimentario”, pero creo que, por habilidades informativas, debemos entender las del informador, especialmente las del informador profesional. Al escribir yo “habilidades informacionales”, deseaba enfocar las habilidades del individuo que ha de manejarse con gran cantidad de información en su trabajo; que utiliza ésta como herramienta, y aun como materia prima.
Es verdad que a veces no cabe demandar tanto la habilidad del usuario que maneja información, como el esmero y la empatía de quienes la generan para ser utilizada por otras personas. Al respecto podemos recordar los manuales de instrucciones de algunos electrodomésticos, pero también ciertos sistemas informáticos para, por ejemplo, planificación de recursos o gestión de clientes, con los que resultaba difícil entenderse años atrás; en esto puede que las cosas hayan mejorado algo. Pero, incluso con lenguaje riguroso e información de calidad, siempre resulta precisa la habilidad informacional.
De modo que debo insistir en hablar de “habilidades informacionales”, en los medios del planeta que me lo permitan, y aclarando que por habilidades habríamos de entender aquí un despliegue de facultades, fortalezas, destrezas, actitudes y hábitos. Se trata de una nueva (relativamente) habilidad muy precisa en la economía del conocimiento, considerando que muchos trabajadores expertos dedican gran cantidad de horas a la semana a la búsqueda y el análisis de información, para luego reelaborarla a determinado fin, o traducirla a conocimiento aplicable. Estos trabajadores han de evaluar la información (técnica, funcional, logística…) a que acceden y extraerle su más completo y sólido significado; a veces, confuso o engañoso el mensaje, han de intuir o desvelar las realidades escondidas.
Observe a su alrededor: ¿se ve rodeado de papeles? ¿Accede regularmente a bases de datos y archivos electrónicos propios, o de su organización? ¿Es practicante del denominado aprendizaje permanente? Cuando busca información, ¿consulta datos concretos, o va tras todo lo que haya sobre un determinado asunto? ¿Lee libros o revistas sobre temas de su trabajo? ¿Busca habitualmente información en Internet? ¿Se detiene usted ante informaciones interesantes, aunque resulten ajenas a su búsqueda? ¿Encuentra siempre lo que busca, y lo interpreta con facilidad? ¿Considera fiable y suficiente la información que encuentra? ¿Penetra en los significantes para extraer todo su significado? ¿Genera usted información para otras personas? Son preguntas para sintonizarnos en la reflexión, pero recordemos que también hemos de interpretar con cuidado la información oral (en la oficina, en cursos y conferencias…) que recibimos.
De la calidad de la información
Necesario es asegurarse, sí, de la calidad de la información porque no toda es fiable, incluso aunque descartemos intereses espurios en su formulación, que también puede haberlos. Ya he puesto este ejemplo otras veces, pero asistí a un Manager Business Forum en Madrid hace años, y me regalaron un libro sobre liderazgo y hábitos en el desempeño profesional. La autora era una consultora destacada del grupo autodenominado “Top Ten” de prestigiosos expertos en gestión empresarial, algunos de los cuales parecían apadrinar el libro; de modo que me animé a leerlo con atención poco después.
Enseguida y para mi sorpresa, se denostaba la Dirección por Objetivos (DpO), sistema de trabajo en que, como se sabe, en vez de limitarse a seguir instrucciones del jefe, se persiguen objetivos o resultados bien definidos; se denostaba, sí, en defensa de nuevos y curiosos postulados —sin duda cardinales—, tales como la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Pero el rechazo a la DpO se apoyaba básicamente en una cita que, sin embargo, me pareció ajena a la esencia de este sistema de trabajo que propugnara Peter Drucker en 1954, tras su paso por General Motors y General Electric.
Incrédulo yo, acabé averiguando que la frase supuestamente condenatoria de la DpO (escrita hace casi cien años por Edward Cadbury, de la famosa y ya casi bicentenaria firma de chocolates), se refería al taylorismo y no a la muy posterior Dirección por Objetivos. La prestigiosa autora del libro se limitaba a reproducir una frase tomada al parecer de otro libro, y a rechazar de modo inmediato y contundente, sin más argumentos ni comprobaciones, la propuesta de Drucker. Acertado o no, pensé que quizá la autora, que proporcionaba información equivocada al lector, manejaba con cierto descuido la información que consultaba, o que la interpretaba como mejor convenía a sus intenciones: su “habilidad informacional” parecía mejorable.
No, no se puede creer todo lo que se lee, por muy avalado que el mensaje se nos presente (cuestione el lector también estos párrafos míos), o muchos datos que se aporten. Así las cosas, uno suele consultar varios autores sobre el mismo tema, antes de elaborar síntesis y para evitar falsos aprendizajes. No descarto que finalmente pueda ser la intuición, en ocasiones, la que nos haga decantar por una u otra información disponible, como también puede ser la intuición la que nos haga sospechar del rigor de un texto; aunque siempre queda, no obstante, espacio para que la razón sancione.
El lector tendrá sus experiencias, pero me ha ocurrido asimismo, aunque pocas veces, que he topado con traducciones de textos que, a mi juicio, modificaban o desvirtuaban el significado original (sí, como pasa en no pocos manuales de los electrodomésticos). Aunque todos podamos equivocarnos, creo que un traductor debe dominar tanto los idiomas como, en medida suficiente, el tema abordado, además de exhibir una dosis de empatía con el lector: hay muchos traductores, la mayoría, que sí presentan estas cualidades. Al respecto, di con un curso por ordenador que ofrecía una empresa de formación on line como producto estrella de reciente creación; en él y entre otros ejemplos que podría traerles, se hablaba de “factores del suceso crítico” sin que se entendiera el mensaje: acabé deduciendo que se había traducido mal del inglés la expresión “critical success factors” (factores críticos de éxito).
De la habilidad informacional
En definitiva, si, por ejemplo, usted ha de documentarse sobre las propiedades del silicio negro, ha de hacerlo bien, incluyendo lo positivo y lo negativo, contrastando la información; si ha de solucionar un complejo problema de un cliente, ha de estudiar la información en profundidad y amplitud, acudiendo a las mejores fuentes posibles; si desea llegar a nuevos clientes, ha de conocer sus necesidades y expectativas, quizá mediante información de primera mano; si desea mantenerse actualizado en su campo técnico, debe acudir periódicamente a las vías de información más idóneas y tal vez alistarse en alguna red social de profesionales.
La información (oral, escrita en soporte impreso o electrónico, audiovisual…), si buena, es un tesoro; si deficiente, es un peligro: puede llevarnos al desastre. Pero incluso aunque toda la información fuera clara, objetiva, completa y rigurosa, todavía precisaríamos buena dosis de habilidad informacional, para asegurar su idónea traducción a conocimiento aplicable; para asegurar que extraemos el significado profundo y completo, y no sólo el superficial.
Cabe preguntarse si es posible y sencillo desarrollar la habilidad informacional, y siempre podemos en verdad mejorar al respecto; pero el primer paso sería convenir a quién se considera un individuo informacionalmente hábil en el contexto profesional. Según mi síntesis tras la propia experiencia y las consultas a diferentes universidades y otros organismos, podríamos convenir en que esta persona:
- Es consciente de lo que sabe y de lo que no sabe.
- Identifica los órganos de autoridad y la estructura de su campo del saber.
- Conoce las fuentes oficiales y oficiosas de consulta correspondientes.
- Sigue una estrategia determinada en sus búsquedas e indagaciones.
- Maneja debidamente diferentes herramientas de acceso a información.
- No se da fácilmente por satisfecho en sus búsquedas o indagaciones.
- Cuestiona y sanciona el rigor y valor de cada información obtenida.
- Muestra afán de aprender, sed de saber, y hace preguntas idóneas.
- Presenta sensible capacidad de comprensión, análisis y síntesis.
- Maneja los conceptos con rigor y conoce la importancia de hacerlo así.
- Posee buen pensamiento exploratorio, conectivo, inferencial y abstractivo.
- Incorpora su aprendizaje al acervo colectivo de su organización.
- Muestra flexibilidad para desaprender lo que ya no resulta vigente.
- Hace un uso legítimo y ético de la información.
No debe ser casualidad que aparezca casi siempre en primer lugar la conciencia de la necesidad de informarse. Efectivamente, existe el riesgo de creer que ya lo sabemos todo, o lo suficiente, sobre un determinado tema o asunto, y luego, por cierto, solemos digerir muy mal el descubrimiento de que estábamos equivocados. Podría decirse que nunca lo sabemos todo, pero es que además nuestras actuaciones derivan tanto de lo que hemos aprendido como, en mayor medida, de las suposiciones o inferencias que desplegamos sobre lo que sabemos. Las inferencias (deducciones, inducciones, hipótesis, abstracciones…) pueden resultar acertadas, pero también pueden verse interferidas o desvirtuadas por nuestras creencias más arraigadas, por inquietudes, por intereses, o por la conocida tendencia del cerebro a cubrir los vacíos con supuestos plausibles.
La primera cualidad del individuo informacionalmente diestro es, pues, la firme conciencia de lo que sabe y de lo que no, incluida la conciencia de su subjetividad. Ha de cuestionar la información que recibe, como también debe cuestionarse a sí mismo en la interpretación, tras la mayor dosis de objetividad. Recordemos que nuestros modelos mentales, entre otros factores presentes, suelen alterar las realidades sin que seamos siempre conscientes de ello. Aunque suene a digresión, en el mundo empresarial hay, por cierto y típicamente, un modelo mental de directivo y un modelo mental de trabajador, y así, el intercambio vertical de información puede verse afectado; de hecho, la comunicación jerárquica o corporativa resulta a menudo deficiente.
Pero prestemos atención a toda la lista de rasgos del informacionalmente hábil: un individuo que persigue la información y penetra en ella, y que hace un uso adecuado de la misma, sin ocultar las fuentes cuando procede citarlas. Sin duda, se ha de condenar la actuación de quienes se apropian documentos, reflexiones o ideas ajenas, como la de quienes citan las fuentes pero manipulan los mensajes. Al postular la habilidad informacional, no se podía olvidar esta consideración.
Un poco de historia
Desde hace quizá unos 20 años, las universidades hablan de “alfabetización informacional” (“information literacy”); aunque quizá, en el mundo empresarial, resulte más apropiado hablar de competencia, destreza, e incluso excelencia informacional. El movimiento de la destreza informacional se ha intensificado, sí, en los últimos 20 años, en sintonía con el del aprendizaje permanente a que nos vemos obligados, y con el acceso, cada día más habitual, a las reservas corporativas de información y a Internet (en cierto modo, podría decirse que los trabajadores de la economía del conocimiento han de pasar, en Internet, de la navegación a la indagación).
Creo recordar que la Universidad de Otago (Nueva Zelanda) fue una de las pioneras en el information literacy movement, aunque pronto se sumaron casi todas en todos los continentes, y también en España: los alumnos habrían de seguir aprendiendo durante su trayectoria profesional y debían aprender a aprender. Es verdad que, ya en la trayectoria profesional, las empresas orquestan programas formativos, subvencionados o no; pero sin duda se ha de contar también con la propia iniciativa autodidacta del individuo, como asimismo con el denominado aprendizaje informal.
“En el panorama del aprendizaje permanente —proclamaba la Universidad de Otago—, alfabetización informacional es la habilidad para localizar, evaluar y utilizar eficazmente la información. En última instancia, las personas informacionalmente alfabetizadas son aquellas que han aprendido a aprender, porque saben cómo se organiza el conocimiento, cómo encontrar la informacíón y cómo usarla para que otros puedan aprender de ellas. Son personas preparadas para el aprendizaje permanente, porque siempre pueden encontrar la información que necesitan”.
En las empresas y en la década de los años 90, se hablaba de aprendizaje permanente y aun de gestión del conocimiento, pero no se hablaba de la destreza informacional sino de la destreza informática. De modo que, pensando en las habilidades de los trabajadores expertos, los adjetivos que deseaba encarar no eran sólo “informativas” e “informacionales”, sino también “informáticas”. No, no nos vendrán mal, desde luego, las habilidades informativas si hemos de generar, en nuestro trabajo, información para jefes, subordinados, colegas, proveedores, clientes o medios de comunicación; de hecho se orquestan cursos, más o menos efectivos, de comunicación oral y escrita.
Enfoquemos sin embargo ahora la destreza informática y la informacional, para distinguirlas mejor. Por supuesto que debemos manejarnos bien con la tecnología informática y aprovechar sus incuestionables ventajas; por supuesto que la alfabetización informática (o alfabetización digital) resultaba y resulta prioritaria. Pero manejémonos igualmente mejor con la propia información a que accedemos, en soporte electrónico, en soporte impreso, o en vivo; sepamos buscar, sepamos interpretar y evaluar, sepamos sintetizar e integrar los nuevos conocimientos en nuestro acervo, y sepamos aplicarlos debidamente y ponerlos a disposición de los demás.
De una misma información, cada individuo puede extraer diferentes significados, inferencias diversas y conclusiones distintas; así las cosas, la Sociedad de la Información podría acabar siendo una especie de Sociedad de la Confusión, si no contáramos con la perspicacia y destreza precisas, en un mundo de información muy abundante, aunque de calidad diversa y a veces adulterada por los intereses de quien la genera; en definitiva, si no contáramos con la “habilidad informacional” de que hablamos.
Recuerdo que fue en 2004 cuando tuve ocasión de hablar por primera vez en público, durante cuatro horas, sobre las habilidades informacionales; lo hice ante unas 40 personas, en el parque tecnológico de Zamudio (Vizcaya), mientras colaboraba con una empresa consultora vasca. Luego he seguido estudiando y reflexionando sobre el tema, aunque no he detectado todo el interés que esperaba en las empresas. ¿Somos realmente conscientes de la necesidad de manejarnos bien con la gran cantidad de información circundante?, ¿encontramos lo que buscamos?, ¿nos paramos a pensar?, ¿hacemos una idónea traducción de la información a conocimiento aplicable?
Las habilidades informacionales conectan con el aprendizaje permanente, con la gestión del conocimiento, con el pensamiento crítico y con la inteligencia colectiva, y nos guardan tanto de nuestras propias subjetividades como de posibles manipulaciones, errores, omisiones y engaños, a nuestro alrededor. No podemos creernos, no, todo lo que leemos o escuchamos, especialmente si lo que siguen son decisiones o actuaciones de cierta trascendencia en nuestro desempeño profesional.
En los años 90 se pasó del concepto de “gestión de la información” al de “gestión del conocimiento” y quizá, entre otras razones vinculadas con el creciente valor del conocimiento, se hizo porque con frecuencia los sistemas informáticos (en general poco amistosos para los usuarios) estaban proporcionando informes de dudosa consistencia, de cuestionable rigor. El lenguaje de los técnicos diseñadores no coincidía siempre con el de los usuarios, y había, así lo creo, cierta molesta incomunicación en torno a las emergentes TIC (tecnologías de la información y la comunicación).
Con espíritu práctico, evitaré dispersarme para aludir a la semiótica o la semántica, e insistiré en que hemos de querer y saber buscar información (como decíamos, técnica, funcional, logística, etc.), evaluarla, interpretarla, incorporarla y aplicarla. Si yo les pidiera que, tomando como fuente Internet y durante una hora, buscaran la mayor cantidad de información sobre, por ejemplo, la vida de Madame Modjeska, la gran actriz polaca del siglo XIX, sospecho que cada uno de ustedes llegaría a resultados diferentes. O sobre el singular pensador Genrich Altshuller. O sobre una de las pioneras de la cosmética moderna, Helena Rubinstein. O sobre el movimiento del pensamiento crítico (critical thinking movement), por cierto, una dimensión fundamental en el despliegue de la habilidad informacional.
A veces pienso que el pensamiento crítico suscita reservas y prevenciones, y por ello no se desea penetrar en el mundo de las fortalezas y habilidades informacionales; pero distingamos bien al pensador crítico del crítico “compulsivo”, ya que aquél no busca lo equivocado, sino lo oculto; no identifica fracasos y culpables, sino causas y consecuencias; no denota insatisfacción, sino curiosidad; no pretende generar problemas, sino soluciones; no cree tener buen juicio, sino que desea tenerlo… Sin pensamiento crítico en la humanidad, seguiríamos, por ejemplo, abonados al geocentrismo. El pensador riguroso es ya, en alguna medida, pensador crítico; pero sí, en efecto puede que haya todavía muchas empresas en que no se pague al trabajador por pensar…
Lo hace en un contexto más general, pero dice José Antonio Marina que la búsqueda es perspicacia y tenacidad, y me parece oportuna la cita; en verdad, además del conocimiento de las fuentes y de la experiencia técnica necesaria, la búsqueda de información demanda algunos rasgos personales que, como la perspicacia y la tenacidad, no todos poseemos en mismo grado. No debemos darnos por satisfechos de modo prematuro: puede quedar algo más por encontrar, que consolide o cuestione lo anteriormente encontrado.
Por otra parte, en la fase de búsqueda podemos topar con información interesante y valiosa, aunque no responda a los patrones fijados; podríamos hablar de descubrimientos casuales o serendipitosos, que no debemos dejar escapar. Ante un mismo reto de búsqueda, unos individuos apenas encuentran algo de dudoso valor, y otros logran su propósito inicial con plenitud, y hacen, de paso y sin esfuerzo adicional, algunos hallazgos de utilidad posterior.
Pero la tarea no termina —en realidad, diríase que comienza— al encontrar suficiente información que responda a nuestros patrones de búsqueda: hemos de asegurar su rigor y solidez —aquí la necesidad del pensamiento crítico—, antes de sintetizarla y convertirla en conocimiento. Habrá quizá empresarios y directivos que perciban como riesgo, e incluso como amenaza, la persecución por sus subordinados, con espíritu crítico, de verdades sólidas que aseguren la efectividad de su trabajo; directivos que valoren más la mera obediencia que la plena inteligencia. Pero otros muchos apuestan por el valor del conocimiento en la actividad empresarial, y cuentan con que sus subordinados, informacionalmente diestros, piensen; que lo hagan con profundidad y acierto, y que contribuyan a la mejora continua y la innovación.
El capital humano se ve fortalecido por el pensamiento crítico y el resto de habilidades y fortalezas informacionales (perspicacia, intuición, sagacidad, perseverancia, integridad, pensamiento conceptual, analítico, sintético, conectivo, inferencial, abstractivo…); pero hay ciertamente empresas que no parecen advertir diferencia conceptual entre “capital humano” y “recursos humanos”. Frente a ellas, las organizaciones más inteligentes e innovadoras catalizan la expresión del potencial de sus personas, lo vayan o no proclamando.
Del desarrollo de la habilidad informacional
Para desarrollar la habilidad informacional en las empresas de la economía del conocimiento y la innovación, y con ello la inteligencia colectiva, la productividad y la competitividad de la organización, se ha de comenzar valorando el conocimiento y la creatividad que portan y aportan las personas. “Si se valora mi sumisión más que mi conocimiento, si se confunde el compromiso con la complicidad, ¿por qué voy a esforzarme en aprender y formular iniciativas innovadoras?”.
Allá donde sea preciso y sin descartar acciones formativas específicas, se ha de renovar la cultura empresarial de modo que las personas no tengan dudas sobre la inteligencia y el conocimiento que se les demanda. Sépase bien que donde lo que se premia es la obediencia o sumisión, los trabajadores harán lo que se les diga y quizá sólo eso; inhibirán, por tanto, gran parte de su capital humano.
No cabe plantearse el desarrollo de la habilidad informacional allá donde no se valore el capital humano; como tampoco cabe plantearse el mejor aprovechamiento del capital humano, sin acordarse de la habilidad informacional y del consiguiente aprendizaje permanente. De modo que todas estas reflexiones se dirigen a las empresas inteligentes e innovadoras, las que cuentan con el capital humano y catalizan su expresión, para que no olviden la importancia de traducir debidamente la muchísima información existente a conocimiento valioso y aplicable.
Ha de valorarse —premiarse— el conocimiento y su aplicación en las empresas, para impulsar en el individuo la sed de saber, y no tanto la sed de poder. A partir de ahí, se activan las fortalezas precisas en quienes las poseen, y se activan igualmente facultades valiosas. Fijémonos, por ejemplo, en el pensamiento conectivo. Si, en su manejo de información, uno encuentra soluciones ingeniosas a complejos problemas, quizá pueda traducir la solución para aplicarla a problemas de su entorno. En algún momento, el arquitecto Michael Pearce toparía con el sistema de termorregulación de las termitas, se detendría en oportunas reflexiones, y ello le permitiría más tarde aplicarlo en el Eastgate Centre, de Harare (Zimbabue).
En la economía del saber y el innovar, hemos de cultivar, sí, el pensamiento conectivo; pero asimismo con rigor el pensamiento inferencial, incluidas las hipótesis. Kepler llegó, por hipótesis comprobada, a la elipse como solución a la órbita de Marte, a partir de las medidas heredadas de su maestro Brahe; y luego por inducción, extendió la solución al resto de planetas. Como ejemplo de abstracción, se me ocurre ahora la teoría TRIZ, de solución creativa de problemas, de Genrich Altshuller; pero sobre todo me acuerdo de la escalera de inferencias de Argyris, para recordar, con el lector, la importancia de no llegar a conclusiones desbocadas.
El lector interesado e informacionalmente hábil encontrará, si lo desea o necesita, sobrada información en Internet sobre TRIZ, o sobre la escalera de Argyris, o sobre temas más próximos a su ejercicio profesional; pero sigamos reflexionando sobre el despliegue, para su desarrollo pleno, de la habilidad informacional. Hacíamos referencia a la flexibilidad para desaprender, y es verdad que hemos de estar abiertos a nuevas tecnologías, nuevas ideas, nuevos métodos, nuevas situaciones. Muchas empresas, a lo sumo, parecen dotarse de organizaciones flexibles, pero la flexibilidad a que nos referimos posee mayor alcance.
Sobre el debate correspondiente
En realidad, apenas he discutido este tema con colegas; pero cuando he hablado con empresarios y directivos, me ha parecido que algunos preferían controlar la información que llegaba a sus trabajadores. No digo que sea una postura general, pero sí podría existir una cierta prevención sobre el conocimiento atesorado por los subordinados, o sobre su facultad de pensar y evaluar. También puede que mis interlocutores tuvieran un tipo de información (funcional, técnica, comercial, etc.) en la cabeza, y yo otro.
Mi argumentación al respecto solía ser la misma: quien lo desee aprenderá de un modo u otro, pero, si la empresa impulsa o cataliza el aprendizaje más valioso, el trabajador se sentirá en mayor medida movido a poner su conocimiento al servicio de la organización. Esto parecía prevenir aún más a los empresarios que, por razones varias, valoraban la subordinación muy por encima del conocimiento; otros, fuera cual fuere su escala de valores, guardaban silencio. No me sentía yo autorizado a continuar el debate más allá de aclarar lo que defendía —que se valorara más la inteligencia, el conocimiento y la creatividad de los trabajadores expertos (o sea, el capital humano)—, pero hubiera aludido con gusto a las características de la economía del saber y el innovar.
Asimismo, me ha parecido que se observa con prevención el pensamiento crítico de los subordinados, por mucho que este consultor intente distinguir entre esta modalidad del pensar y la criticidad de los tenidos por críticos. Sin embargo, el denominado pensamiento crítico —el que nos lleva a asegurar la solidez de cada conocimiento antes de incorporarlo, el que nos lleva a cuestionarnos las cosas— constituye, además, vía natural para la mejora continua y la innovación.
Otra alegación con que me he encontrado es la de que “la organización ya cuenta con el saber necesario, y no hace falta saber más sino hacer más”. No tuve ocasión de replicar entonces, pero creo que cada día se precisa más conocimiento para tomar decisiones acertadas, y para ser más productivos y competitivos. No podemos excedernos en el tiempo de aprendizaje a costa del ejercicio profesional, pero sí que habríamos de saber todo lo necesario y no menos, y siempre más que los competidores. Se viene admitiendo que las empresas adolecen todavía de falta de información del mundo exterior.
Recuerdo que, quizá no muy claro yo en mis alegaciones, me pidieron una vez un sinónimo para habilidad informacional, otra etiqueta posible. Yo respondí que, tal vez, “pensamiento penetrante en torno a la información”, o quizá “avidez y perspicacia en torno a la información”; y entonces me preguntaron si eso se podía enseñar en un curso. Dije que, más que un curso para el desarrollo de la facultad de pensar —que quizá también—, cabía orquestar una cultura empresarial ad hoc y los medios precisos para acceder a la información necesaria.
Tengo, sí, cierta conciencia de fracaso en la defensa de la habilidad informacional como capítulo importante en nuestro abanico de habilidades precisas; pero creo que el aprendizaje permanente resulta inexcusable, y que cada día apunta más al autodidactismo y la informalidad. Obviamente, se han de orquestar cursos para necesidades formativas comunes, pero uno tiene necesidades particulares y quizá ocasionales. De repente, puede que tengamos que documentarnos, sí, sobre el silicio negro, sin que se nos vuelva a plantear la necesidad en el futuro.
Mensajes finales
Creo, sí, que me he extendido demasiado, y es momento de pedir disculpas y terminar. Quería distinguir claramente entre quienes aprovechan la información que les rodea y quienes, por falta de voluntad o habilidad, la desaprovechan. En la economía del conocimiento y la innovación, las cotas deseadas de productividad y competitividad pasan por el aprovechamiento del saber disponible, ya sea para aplicarlo en nuestras empresas o para construir nuevo saber sobre el ya existente.
Demos todo el significado a la etiqueta “Sociedad de la Información”. Recuerdo que asistí a un simposio sobre el tema en Madrid, en el escenario finisecular, y que allí se dijo que pasábamos de la “sociedad de consumo” a la “sociedad de consumo de información”. Lo cierto es que debemos consumir con cautela, porque no hay controles de calidad que aseguren la claridad, el rigor y la objetividad de toda la información a que accedemos, y tampoco podemos fiarnos siempre de sellos o avales.
Y demos asimismo su significado a la etiqueta “Economía del Conocimiento”, aquella en que resulta precisamente capital el capital humano. Si décadas atrás, en plena era industrial, hablábamos de materias primas como el hierro, el cobre o la madera, hoy hemos de decir que un chip (presente en muchos productos) esta hecho de conocimiento, más que de silicio; son muchos lo productos que calificamos de inteligentes, porque incorporan sensible dosis de conocimiento. No obstante, recuerdo que una vez me preguntó un directivo qué entendía yo por economía del conocimiento, y le respondí, sobre la marcha, que era aquella en que el subordinado tenía que saber más que el jefe (temo que no le gustó). Bien, descansen que ya se acabó. Gracias por su atención.