Puede que no sepamos muy bien a qué denominamos habilidades directivas; tal vez, atendiendo a la evolución de esta etiqueta, ya no sea todo habilidades, ni se limite todo a directivos. Por otra parte, llevamos mucho tiempo orquestando acciones formativas en esta área, y sigue espero ―lo dicen reconocidos expertos― faltando calidad directiva. A veces y por ejemplo, hablamos también de liderazgo, talento, compromiso e incluso innovación, y tampoco tenemos en la cabeza los mismos significados… En suma, parece oportuno desplegar y provocar reflexiones.
Hace tiempo que, como consultor y debido a cierta insatisfacción por los resultados generales de la formación, me pregunto qué hemos de entender por “habilidades directivas”, y por qué solemos separar este buzzword de ese otro, aún más sonoro, del “liderazgo”, e incluso de otro más: el casi atronador “talento”. Confieso que siempre, antes y después de Ulrich, he pensado que por talento debía entender una destreza innata para hacer algo especialmente bien, tanto en el campo de la gestión (talento directivo) como en los campos técnicos del conocimiento (talento técnico).
Me hago igualmente preguntas sobre otros asuntos diversos, y espero que el lector me acompañe en el cultivo del pensamiento reflexivo-crítico de que ya hablara Dewey; pero, ¿resultaría de verdad oportuno y rentable, poner más orden en lo relacionado con las denominadas “habilidades directivas”? Yo creo que sí, y no me paro a pensar si me corresponde a mí sugerirlo, o debía corresponder a los expertos oficiales del management.
He detectado, en torno a este tema de las habilidades para la dirección, algunas ideas que, aunque formuladas por el establishment nacional del management, me parecen cuestionables; pero evitaré extenderme en identificar, como posibles errores y delirios, lo que se nos muestra como aciertos y abstracciones. Como pensador crítico ―y bueno parece recordar lo recogido en las listas que siguen―, les someteré a consideración algunas reflexiones; me mueve el deseo de provocar las suyas ―las de los lectores interesados―, para que, si posible fuera, los esfuerzos de desarrollo profesional acaben resultando más fructíferos y alentadores.
El individuo crítico (como estereotipo):
- Busca defectos, fallos.
- Presenta actitud negativa.
- Cree poseer buen juicio.
- Se precipita en las inferencias.
- Genera desconfianza e inseguridad.
- A menudo tiene reproches.
- Ve, sobre todo, lo malo.
- Identifica fracasos y culpables.
- Denota insatisfacción.
- Admite todo lo que avala sus juicios.
- Se basa en sus modelos mentales.
- Se muestra terco e inflexible.
El pensador crítico:
- Busca verdades.
- Presenta actitud exploratoria.
- Quiere poseer buen juicio.
- Lentifica sus inferencias.
- Genera confianza y seguridad.
- A menudo tiene dudas.
- Acaba viendo lo oculto.
- Identifica causas y consecuencias.
- Denota curiosidad.
- Contrasta toda la información.
- Es consciente de sus prejuicios.
- Es flexible, razonable e íntegro.
Tras esta precisión sobre el pensamiento crítico, tengo que decir que ya escribí y publiqué en Internet (con seudónimo, para reservarme un análisis posterior más elaborado) algunas improvisadas reflexiones al respecto durante mis vacaciones del pasado verano, en entorno relajado y con mi gata cerca demandándome su ración de stroking. Miles de visitas a la página (aun firmando yo con un nombre absolutamente desconocido) me hicieron pensar pronto que quizá el tema podía interesar, y me propuse en efecto abordarlo ya más formalmente, tras incubar más elaborados mensajes. Han pasado varios meses, y ataco de nuevo, si el lector me permite la expresión.
Qué solemos entender por habilidades directivas
No me satisface cuando, en ocasiones y por ejemplo, fundimos o confundimos la idea de “capital humano” con la de “recursos humanos”, y tampoco resultaría muy satisfactorio quedarnos en identificar aquí las habilidades directivas con las denominadas soft skills, porque, a la falta de precisión, añadiríamos un exceso de simplificación. Quizá, en la práctica, convengamos en el siguiente y amplio despliegue transversal para las “habilidades directivas”:
- Conocimientos hard de la organización, el mercado, la competencia, la economía, la globalización, etc.
- Conocimientos soft, relacionados con temas de actualidad y de interés, tales como la responsabilidad social, la conciliación, la igualdad, el mobbing, etc.
- Destrezas soft & hard de gestión, coordinación, supervisión, organización, planificación, catálisis de cambios, liderazgo, etc.
- Facultades cognitivas, tales como el pensamiento sistémico, conceptual, conectivo, analítico, sintético, analógico, etc.
- Fortalezas intrapersonales, tales como la flexibilidad, el autoconocimiento, el afán de logro, el aprendizaje permanente, etc.
- Habilidades sociales, tales como la empatía, el respeto a los demás, la comunicación oral y escrita, hablar en público, etc.
- Actitudes, valores, modelos mentales, sentimientos y todo lo más íntimamente “endógeno” del individuo, susceptible de ser modulado.
- Hábitos de conducta que reflejen el estilo corporativo correspondiente y contribuyan a la imagen deseada para la compañía.
¿Cómo lo perciben? ¿Pensamos, como me ha parecido percibir a mí, en este tipo de cosas cuando hablamos de “habilidades directivas”? Yo les someto a consideración este despliegue, para subrayar la idea de que tal vez no todo son habilidades, ni todo exclusivo para directivos. De hecho, cada vez va resultando más entorpecedor (pueden disentir: anímense) dividir el mundo laboral en directivos y trabajadores, o en líderes y seguidores. Pero además, ¿consiste la dirección en obtener resultados a través de otras personas, o consiste, quizá más de acuerdo con la economía del siglo XXI, en facilitar que otras personas obtengan resultados? ¿Qué visión o modelo mental resultaría más útil en la economía del conocimiento y la innovación? Abierto queda, aunque ya perciban ustedes mi modesto alistamiento.
He visto cómo se distingue a menudo, en la literatura del management y en los catálogos de formación continua, entre “habilidades directivas” y “liderazgo”; como si el liderazgo fuera algo más, o se dirigiera a destinatarios elitizados; como si, con el término liderazgo, se deseara adular a los elegidos, o a los alumnos de los másteres, o a los portadores de talento directivo. Tal vez lo del liderazgo sea para los más directivos, y lo de habilidades directivas para los menos directivos… Desde luego, son dos buzzwords distintos: del liderazgo se habla mucho, e incluso se dicen a veces cosas tal vez cuestionables, y de las “habilidades directivas” se habla incluso en el Boletín Oficial del Estado.
Perfiles profesionales en el siglo XXI
Sugeriría que todos los profesionales de la economía del saber y el innovar (caracterizados por cierta deseable dosis de autogestión) deberíamos cultivar en nuestro perfil una parte técnica y una parte de gestión, aunque en unos impere lo primero, y en otros, lo segundo: ¿qué les parece? En cuanto al liderazgo, y en beneficio de la efectividad de Covey, del dominio personal de Fritz o Senge, de la inteligencia intrapersonal de Gardner o Goleman, y del SuperLeadership de Manz y Sims, quizá todos deberíamos autoliderarnos tras metas compartidas y asumidas. Siendo la meta atractiva, no haría falta abusar del buzzword; a mí me parece que una buena meta ya genera un campo magnético, y no hacen falta tantos líderes.
Si me permiten la contundencia, no me andaría por las ramas ni marearía la perdiz: creo en efecto que, en vez de insistir en nuevos y frecuentes modelos de liderazgo (que más parecen, a veces, de seguidismo), habríamos de dibujar nuevos perfiles de directivos y trabajadores, más acordes con la economía de nuestros días. Si trazamos estos perfiles con intención de facilitar el desarrollo profesional correspondiente, entonces hay que definirlos bien. Luego y sin duda, las organizaciones son soberanas para trabajar con sus propios perfiles, aproximados o no a las teorías, pero, ¿les apetece acompañarme en la reflexión?.
Seguramente y aparte de las especificidades de cada organización —es una consideración en la que quizá deberíamos detenernos—, hay diferentes tipos de directivos (técnicos, funcionales, gestores de empleados por instrucciones, gestores de profesionales por resultados, gestores de proyectos, mezcla de todo…) y diferentes tipos de trabajadores (del conocimiento, del pensamiento, de tareas estructuradas, de servicios, mezcla de todo…), y las necesidades no son iguales: ¿nos detenemos suficientemente en estas consideraciones? Dicho lo anterior, podríamos enfocar, por ejemplo, la figura de un directivo técnico que se rodeara de trabajadores del conocimiento (tal como a éstos dibujara Peter Drucker), y que les demandara más inteligencia que obediencia. Esto sería ir empezando a concretar.
Y también podríamos enfocar, paralelamente, la figura de los trabajadores expertos, aprendedores permanentes, leales a su profesión, a la que quizá han llegado por su talento (técnico) y su vocación, y a los que demandamos resultados: ¿no necesitarían también buena parte de las habilidades que hemos apellidado “directivas”? ¿Por qué insisto en ello? Porque puede que —puede que sí, puede que no— estemos dejando fuera de las iniciativas de desarrollo profesional a los new knowledge workers, también thinking workers, también innovation (or creative) workers, también learning workers. Como si el único talento que importara fuera el directivo; como si el conocimiento residiera sólo en los gestores; como si la innovación se fraguara sólo en los mandos.
¿No les parece que, abolida la Teoría X de McGregor, ya en los albores del siglo XXI, en el neosecular escenario de una economía del conocimiento y la innovación, los directivos habrían ser más ministros de Exteriores, y menos ministros del Interior? Sí, depende, depende… Por cierto y en grandes organizaciones, ¿a quiénes denominamos directivos? ¿A aquellos que tienen un despacho, asumen el código de indumentaria, cultivan su ego, saturan su agenda de reuniones, despliegan gestos de poder por doquier, y se consideran líderes, y además coaches, y asimismo brillantes y talentosos, porque así se lo dijeron en su escuela de negocios, donde pagaron y siguieron un máster, e hicieron mucho aprendizaje experiencial, y así igualmente se lo dijeron en su empresa, donde unas veces atribuyen potencial a los clónicos del primer ejecutivo, y otras a los más petulantes?
¿Siguen ahí? Espero que hayan desestimado esta visión caricaturizada, porque del peligro que correríamos ya nos habló Malcolm Gladwell en aquello del mito del talento, mucho antes de hablarnos, también brillantemente, de la inteligencia intuitiva. Recuerden: no pretendo llevar razón, sino desplegar formulaciones de choque y hacerles reflexionar. Maldíganme si quieren, pero este propósito me da a mí más libertades, y a ustedes, más sorpresas.
En pro —y en pos— de la productividad, yo les propondría cultivar la profesionalidad de todos, directivos y trabajadores, respetando éstos a aquéllos, pero también aquéllos a éstos. Mala cosa —creo—, si siguiéramos viendo a los profesionales expertos como meros recursos, colaboradores, subordinados, empleados, seguidores o coachees, y aseguráramos su sumisión mediante doctrinas y liturgias particulares, que atribuyeran a los primeros ejecutivos la condición de sumos pontífices, y a los directivos la de oficiantes (espero que esto ya no se haga, pero temo que se hacía). Mala cosa, porque estaríamos defendiendo el statu quo, pero tal vez no impulsaríamos el aprovechamiento del capital humano tras la efectividad colectiva.
Ni la inteligencia emocional, ni la cognitiva, ni el compromiso, ni la profesionalidad, ni la integridad, ni la intuición, ni la responsabilidad, son patrimonio de los directivos-líderes: lo son de los seres humanos, y por ello también de los trabajadores. Especialmente si, superada aquella primera teoría de McGregor, hablamos más de la segunda, y específicamente de trabajadores expertos, responsables, aprendedores permanentes, comprometidos con resultados, amantes de las cosas bien hechas, dispuestos a innovar… Quizá deberíamos impulsar más este perfil que el de meros “seguidores”.
El despliegue de las “habilidades directivas”
Temo que encontremos, en las ofertas formativas y por ejemplo, cursos sobre celebración de reuniones en que se siga hablando de la convocatoria, de la agenda, de la puntualidad, de la participación de todos, de las conclusiones y planes de acción, de la toma de decisiones by consensus o by consent…, pero que en absoluto se aborden las competencias conversacionales… ¿Qué sabemos de las competencias conversacionales; o de las informacionales; o de las precisas para el inexcusable impulso de la innovación bien entendida, más allá de la mera renovación tecnológica y de la mejora continua?
Observen ustedes qué hay en los catálogos de las consultoras y escuelas de negocios, detrás de la etiqueta de “habilidades directivas”. ¿Encuentran algún modo de mejorar en el cultivo del pensamiento conceptual, analítico, lógico, sistémico, sintético, conectivo, inferencial, divergente, crítico, exploratorio, reflexivo, lateral, abstractivo…? ¿Queremos realmente abrir paso a la intuición genuina, o esperar todavía, como hicimos con la inteligencia emocional, a la que finalmente asociamos al concepto de liderazgo, tal vez necesitado éste de contenido? ¿Encuentran las claves para traducir debidamente la información que manejamos a conocimiento aplicable, y a decisiones acertadas? ¿Queremos realmente liberar el sentido común y la inteligencia, o sólo aplicar la norma, seguir el procedimiento, y tener así respuestas para cuando nos pregunten?
Temo que sigamos encontrando cursos de liderazgo ―sucesivos modelos van apareciendo continuamente, como si los anteriores resultaran insatisfactorios―, algo alejados de las realidades de la economía del conocimiento y la innovación, y más bien orientados a la adulación o elitización de los directivos. No deseo descartar con esto que haya asimismo buenos programas formativos en el mercado sobre cómo dirigir profesionales expertos en el siglo XXI (cómo dirigirles para que se autogestionen tras metas convenidas); pero sí: la perdiz del liderazgo, más que mareada, parece hallarse en coma profundo, irreversible. Dejen que les traiga a consideración algunas cosas que he leído de nuestros expertos del management (los llamados top ten):
- “El líder ha de conseguir que las personas deseen hacer lo que tienen que hacer; no que un empleado lo obedezca por temor o por recompensa, sino motivado por el valor real de la acción”.
- “Un buen líder es aquel que sabe obtener lo mejor de sus colaboradores y así, liderazgo y coaching, resultan prácticamente sinónimos”.
- “El verdadero líder conquista la voluntad y las emociones de los colaboradores, no las manipula. Entiende sus deseos y sus decisiones. Trabaja la inteligencia, la voluntad y las emociones”.
- “El líder ha de lograr que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”.
- “Los hábitos fundamentales con que el líder ha de servir de ejemplo a sus personas son la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, la paciencia, la alegría, el buen gusto, la audacia, la puntualidad…”.
Desde luego, Peter Drucker nos insistiría en que el liderazgo no es tanto cosa de habilidades como de metas, y si una meta me atrae no necesito líder que me lidere; pero, ¿es éste el modelo mental de relaciones jerárquicas por el que se desea apostar, en esta emergente economía del conocimiento y la innovación? Si es así, adelante; pero a mí me parece que las formulaciones anteriores suponen una distancia conceptual excesiva entre los profesionales de la gestión y los profesionales técnicos (quizá también talentosos éstos, caramba, en sus campos). De acuerdo: todo es más complejo… Volvamos a las “habilidades”.
¿Hay realmente algunas facultades, fortalezas, habilidades, actitudes, sentimientos, valores, etc., que valga la pena desarrollar o cultivar, en beneficio de la efectividad y la satisfacción profesional? Pues claro que sí: vayamos a las facultades cognitivas, al uso del pensamiento (que viene a ser “el conocimiento en acción”). Enfoquemos el pensamiento conceptual, analítico, lógico, sistémico, sintético, conectivo, deductivo, inductivo, abductivo, divergente, crítico, exploratorio, reflexivo, lateral, abstractivo… Claro que se puede mejorar en todo esto, y que hacerlo resulta diferenciador. Éstas son, también y por cierto, las auténticas herramientas (learning tools) endógenas necesarias para el inexcusable aprendizaje permanente…, aparte de la celebrada herramienta Google (es que oí decir a un ponente, en unas jornadas de IIR sobre e-learning, que algunos usuarios apuntaban al popular buscador, como principal herramienta de aprendizaje on line). Algo debe estar pasando en el sector del e-learning, pero ésa es una cuestión para otro día: sigamos.
Vayamos a las fortalezas personales. ¿Qué hacemos por desarrollar el autoconocimiento? ¿Qué, por una más objetiva y completa percepción de realidades? ¿Qué, por la integridad? ¿Constituye la integridad un valor, o un inconveniente? ¿Conocemos la lista de Seligman? ¿Relacionamos nuestras fortalezas personales con las exigencias del puesto que ocupamos? ¿Resistimos bien el estrés, o sucumbimos a él y además no nos damos cuenta? ¿Somos capaces de pedir disculpas, llegado el caso? ¿Somos en suficiente medida conscientes de que existen diferentes modelos mentales, y de que las cosas no son siempre como nos parece a nosotros? ¿Gobernamos nuestra atención y nuestro tiempo? ¿Hemos oído hablar de mindfulness, o vivimos a cierta distancia de nosotros mismos?
Enfoquemos un poco mejor las relaciones interpersonales. ¿Nos respetamos? ¿Cómo andamos, sí, de empatía, en cada una de sus muy diversas expresiones? ¿Nos ponemos en la piel de los demás? ¿Sabemos qué significa comunicarse? ¿Aplicamos el principio ganar-ganar? Como directivos, o como tutores de becarios o júniores, ¿utilizamos nuestra cota de poder con profesionalidad y mesura, o abusamos, aprovechando la extendida impunidad? Como profesionales de a pie, ¿empatizamos con los jefes en su difícil tarea, antes de condenarlos y maldecirlos?
Enfoquemos asimismo los valores. Temo que en esto de los valores hay también alguna confusión. ¿Se trata de aquello por lo que nos valoran los clientes, o se trata de aquello que la empresa, de acuerdo con sus intereses, valora en sus personas? Lo digo porque oí a uno de nuestros expertos oficiales señalar la alegría como valor capital, y me quedé pensando si (descartados el cinismo y la estulticia en aquel prestigioso miembro del top ten) uno debía mostrarse siempre alegre, aunque fuera víctima de agravios comparativos, o le pagaran muy poco y le hicieran trabajar mucho, o simplemente le hubiera tocado en el reparto un jefe neurótico, hostigador, maquiavélico, corrupto, autoritario, paranoide o militante en la mediocridad, o quizá unos colaboradores insufribles, o unos clientes arrogantes, de esos que piensan que los proveedores son seres inferiores…, salvo error o comisión.
Sospecho, por otra parte, que todavía puede haber algún lugar en que se postulen valores como la proactividad y la audacia, pero que, en la práctica, cunda más la sumisión al jefe. Sí, porque… unas veces debemos ser prudentes, y otras, audaces; unas veces debemos hablar, y hablar bien, y otras, callar; unas veces debemos ser optimistas y entusiastas, y otras, realistas y quizá pesimistas; unas, subordinados y sumisos, y otras, proactivos y autónomos… Ya se encargará el jefe, en la evaluación periódica, de decirnos que no hemos acertado en el cuándo cada cosa. Temo sí, que en vez de evaluar profesionalmente los resultados, se haya optado (espero que ya no se haga), en algún caso de gran empresa, por evaluar el fiel seguimiento de curiosas doctrinas y liturgias; evaluaciones de las que a menudo se sale (o salía) como pecadores, infieles, herejes…
Ya sé que me disperso, pero es que todo esto da para hablar mucho… Suponga que usted necesita mejorar su creatividad, iniciativa, comunicación, asertividad, empatía, perspectiva sistémica, intuición y percepción de realidades, y asimismo su (ahora los masculinos) optimismo, autocontrol, pensamiento conceptual, analítico, sintético, conectivo, inferencial, abstractivo, exploratorio, crítico… ¿Podemos mejorar en todas estas soft skills, mediante un curso presencial, de formación on line, o blended? Pues sí, hasta cierto punto; lo complicado es encontrar algunos de estos programas, guías o learning aids en el mercado, desde la expectativa de máxima efectividad, con el mínimo esfuerzo y ruido. Hay modelos de competencias, pero, ¿están actualizados y adaptados a las realidades cambiantes en el siglo XXI? Lo digo porque si no lo estuvieran, no servirían.
El desarrollo de estas “habilidades”
Deberíamos conocernos a nosotros mismos, desde la múltiple óptica de la personalidad, los conocimientos, el competency movement, las exigencias de la economía emergente… Sí, además de peregrinar a Delfos en la distancia y el tiempo, todos los profesionales deberíamos adherirnos a la corriente de las competencias, y tendríamos asimismo que estar atentos a las realidades emergentes en la economía. Esto significa, entre otras muchas cosas, que todos deberíamos tener muy claro en qué consiste la productividad, el capital humano, la serendipidad, el empowerment, el autoconocimiento, la templanza, el estrés, el pensamiento crítico, la calidad de vida en el trabajo, la psicología positiva, la globalización, el pensamiento sistémico, la profesionalidad, la integridad, la empatía, los modelos mentales, la intuición, la organización inteligente, la estrategia, la creatividad… y aun el peripato.
Todo ello con la intención de protagonizar nuestro trabajo, entregando inteligencia y no sólo obediencia; si sólo se nos pidiera obediencia, no podríamos ser productivos: ¿para qué aprender, si luego nuestros conocimientos fueran a ser parcialmente preteridos? Un buen curso (incluso digital, on line u off line) puede ayudarnos a interpretar debidamente todos estos conceptos que, sobre “habilidades directivas”, les mencionaba. También puede ayudarnos un buen curso a identificar las ventajas que determinadas competencias nos reportan en nuestro desempeño específico, y los inconvenientes que su carencia acarrea: toda una sensibilización inexcusable.
Pero, además de sensibilizarnos, un curso (ya sea presencial, e-learning, blended…) puede ayudarnos en la autoevaluación, sin excluir que paralelamente consigamos feedback de buena fuente. ¿Cuáles son los requerimientos competenciales de nuestro trabajo? ¿En qué medida los cubrimos o satisfacemos? ¿Qué nos falta, o sobra, en nuestro perfil? ¿Qué aprendizaje resulta más prioritario? No desconfíen del aprendizaje electrónico (e-learning) en general, sino, en su caso, sólo de los cursos o lecturas que, con razón o intuición genuina, le inspiren desconfianza. Todos deberíamos ser lifelong & lifewide e-learners, aunque sólo fuera como usuarios de Google.
Querría defender no obstante el e-learning orquestado, ya sea dentro o fuera de plataformas, como complemento valioso a otras posibilidades o canales; pero sobre todo si nos genera un aprendizaje (conocimientos y habilidades) “más rápido”, “más efectivo” y “más grato”. El año pasado estuve en una jornada en la Casa de América (Madrid), donde Francesc Trías (D´Aleph) desplegó muy oportuna y rigurosamente nueve “claves de la eficacia del e-learning”, nueve “indicadores de calidad” de la teleformación con ayuda de las TIC: la comunicación-difusión del curso, la organización y control del proceso, el entorno catalizador, la implicación del mando, el seguimiento tutelar… El noveno era la calidad de los recursos didácticos, aunque convinimos en que era el más importante.
En realidad y como aprendedor (que por permanente aprendedor, lifelong & lifewide learner, me tengo, aunque también diseño cursos), este articulista sólo necesita buena información a la que tener acceso; no necesito gran cosa de lo demás. Si tengo una información idónea en fondo y forma, no necesito grandes contribuciones exógenas. Recuerdo que, décadas atrás, yo interpretaba los cursos como una necesidad de las áreas de formación (no mía), para reportar luego muchas horas de formación orquestadas; pero ahora yo no mido el aprendizaje por horas, sino por capital humano incorporado, y con este modelo mental protagonizo mi actuación al respecto.
Al hilo de lo anterior, yo tengo a veces dudas de si las plataformas del e-learning están al servicio del usuario, o al de los departamentos de formación; personalmente, si no dispongo de un buen curso, prefiero salir a pasear por Internet, con la ayuda del buscador, y desde luego me molesta que (en la plataforma) me vigilen mientras aprendo, y midan mi tiempo dedicado. Recuerdo haber hecho serendipitosos descubrimientos al navegar por la Red, lo que, sin embargo, rara vez me ocurre al asistir a una conferencia o acceder a un curso empaquetado.
Participando hace un año en una mesa redonda, dentro de unas jornadas sobre e-learning, y para estupor del moderador —que defendía la necesidad de las plataformas—, dije textualmente que odiaba que me vigilaran mientras aprendía: no sé si me invitarán a más… Yo, ácrata tardío, apuesto convencido por el aprendizaje informal y el autodidactismo, sin descartar empero el e-learning (platafórmico o extraplatafórmico) cuando resulte ventajoso.
Bueno, quizá tampoco la formación presencial resulte suficientemente efectiva siempre, y me vale el ejemplo que escuché en la Casa de América, sobre el caso de un curso de gestión del tiempo. Pues claro que los asistentes pueden decir al final de un curso que les ha gustado mucho, sin que ello tenga que ver con la aplicación de lo supuestamente aprendido (de hecho, yo diría que lo que debemos gestionar mejor es la atención, y no tanto el tiempo). Esto pasa con los cursos y con las conferencias: encuentro conferenciantes que me transmiten enseñanzas valiosas y aplicables, y también otros —en realidad, oradores— que me hacen pasar un buen rato, sin transmitirme sensibles enseñanzas. Recuerden que la agencia Thinking Heads describe su negocio como “entretenimiento oral de públicos selectos”.
En todo caso, yo suelo referirme a lo que denomino “aprendizaje total”; ahora sólo les comento que, así como en lo que se refiere al conocimiento hemos de aprender tanto lo que ya saben otros como lo que todavía no sabe nadie, en lo que se refiere a habilidades, no nos limitemos a los diccionarios o directorios de competencias: no aceptemos límites, ni aceptemos doctrinas alienantes que nos generen atontamiento. Si nos vemos obligados a disimular, hagámoslo, pero mantengamos nuestra dignidad de seres humanos inteligentes. Naturalmente, es falso aquello de que la gente es tonta; pero algunos ejecutivos y directivos muy “sabios” no lo saben.
Mensajes finales
De todo esto se puede hablar mucho más y muchísimo mejor: se lo dejo a ustedes, si lo consideran de interés. Por mi parte, creo que todos podemos ser más efectivos y felices en el trabajo…, si nos lo proponemos seriamente; aunque no descarto que la mala calidad de vida en algunas áreas de algunas empresas sea deliberada… Tampoco descarto que la defensa del statu quo siga imperando sobre otras consideraciones, como imperó la cosmovisión geocéntrica hasta que, tras una lucha de 20 siglos, la inteligencia superó a la manipulación (provocador esto, ¿verdad?). Recuerden que ya Aristarco de Samos (quizá incluso alguien antes) propuso el modelo heliocéntrico, y que todavía Kepler se anduvo con cuidados, y Galileo pagó por su osada falta de prudencia.
Seamos desde luego prudentes siempre, y por lo tanto también al interpretar aquello que se nos propone de “conquistar la verdad de nosotros mismos en nuestras acciones, y, paralelamente, el bien pleno para nosotros mismos, con nuestra conducta, o sea, vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre nuestro propio ser”. A mí me gustan las abstracciones ―y aplaudo por ejemplo las de Genrich Altshuller, décadas atrás, en torno a las soluciones innovadoras―, pero intento asegurarme de que no se están formulando posibles delirios, por muy buena intención con que supuestamente se formulen.
En cuanto a la formación, yo desde luego apostaría por una formación continua orientada al cultivo del capital humano, en un marco de profesionalidad que catalizara el deseado “compromiso”: sí, otro buzzword. Pero de todos los buzzwords, el que más me gusta es precisamente el de la “innovación”; una innovación que iría más allá de la mera renovación tecnológica, de la incorporación de best practices y de la inexcusable mejora; una innovación en procesos, productos, servicios y más cosas (vean la lista de Kotelnikov), por la que parecen apostar muchas voces del siglo XXI. Lo digo porque también la innovación tiene mucho que ver con las denominadas “habilidades directivas”, que, como he defendido, corresponderían, tal vez y en buena medida, a todos los profesionales de la economía del conocimiento y la innovación.
Pero, antes de terminar, querría insistir ―ya lo saben ustedes― en que no se acaba todo al poseer los conocimientos, facultades, habilidades, voluntades, valores, etc., sino que hemos de resolver bien el hiato de que nos habla José Antonio Marina en La inteligencia fracasada. Yo destacaría, para asegurar nuestros resultados, la necesidad de reducir o eliminar el culto al ego, la presunción de infalibilidad, la codicia, la complacencia, el aferramiento a errores, el narcisismo, la desconexión de las realidades… Temo haber abusado de su atención, pero les agradezco que hayan llegado hasta aquí.