Hace ya más de cincuenta años, Peter Drucker nos llamó a todos a perseguir objetivos, y no parecía haber una fórmula más adecuada de conseguir resultados en la empresa. Cada organización venía aplicando el sistema con diferente grado de efectividad y acierto, pero su doctrina venía pareciéndonos vigente en la nueva economía, y adecuada, por lo tanto, al desempeño profesional de directivos y trabajadores del conocimiento. Sin embargo y al parecer, hoy se está cuestionando en España esta doctrina, la DpO, a favor de otras como la dirección por valores (DpV) o las más recientes dirección por misiones (DpM) y dirección por hábitos (DpH).
Hace poco asistí (18 de octubre de 2006) en Madrid a unas brillantes conferencias en el marco del Manager Business Forum, y, a la vez que me recomendaban otros muchos, me regalaron el libro “Dirección por Hábitos, un modelo de transformación”, escrito por dos consultoras (Sandra Díaz y Marián García) de la empresa Élogos, y que aparece también con el sello de la prestigiosa factoría Mind Value. Lo celebré, porque, aunque me invitaron a una presentación del mismo libro en abril pasado, finalmente no había suficiente aforo y tuve que esperar otra oportunidad.
El texto parece descalificar a la DpO, para presentar a la DpV como un avance notable, y a la DpH como un sistema prácticamente ideal; concretamente, dicen las autoras, ya en la página 20 y adhiriéndose a palabras recogidas por otro autor (Miguel Ángel Alcalá): “La dirección por objetivos reduce al obrero a una herramienta viviente, con esquemas de bonos diferenciales para inducirle a emplear hasta la última gota de energía”.
A esto añaden inmediatamente las autoras de este libro: “No podemos sino rechazar una forma de gobierno que no ve al ser humano como integral”. Esto es lo primero que se dice de la DpO en el libro, y me resultó tan llamativo que me dispuse a buscar información al respecto.
En primera lectura, me pareció que se presentaba a la DpO como un sistema de trabajo a destajo o por incentivos, pensado para trabajadores manuales de tiempos pasados, y no era ésa la imagen que yo tenía; de modo que me propuse descubrir en qué contexto se habían pronunciado esas palabras para describir a la DpO. Hallé que esa frase —pero sin la mención a la dirección por objetivos— fue textualmente escrita en inglés (…the reduction of the workman to a living tool, with differential bonus schemes to induce him to expend his last ounce of energy…) por Edward Cadbury, al parecer en 1914, es decir, unos 40 años antes de que se hablara de dirección por objetivos.
Pienso que Cadbury se refería al management científico de Taylor y no a la profesionalización del management, a que contribuyó Drucker mucho tiempo después.
Mal comienzo, pensé entonces, para argumentar la superación de la DpO por la denominada dirección por hábitos (y ello sin cuestionar la necesidad de que revisemos nuestros hábitos de conducta en las empresas). Creo que en modo alguno debemos confundir la DpO con el taylorismo, ni los tiempos en que cada doctrina aparece. A partir de mis propias ideas y experiencias de la DpO, yo rechazaría el declarado rechazo de las autoras a su esencia, aunque sí temo que al aplicar este sistema, se haya adulterado en alguna medida y en quizá no pocos casos. En definitiva, despliego aquí un breve alegato a favor de los postulados de Peter Drucker, por si el lector se sintiera interesado.
Experiencias de la DpO
Aunque, años atrás, ya había yo publicado en la revista Capital Humano el texto Cincuenta años de DpO, quise volver sobre la DpO tras el fallecimiento de Peter Drucker, y sigo todavía hoy creyendo que, a pesar de la dificultad de formular los objetivos, son éstos los que deben orientar nuestra actuación.
Si no pudiéramos o quisiéramos concretar más, al menos tendríamos que desplegar las actuaciones que, como medios, nos condujeran al fin de satisfacer profesionalmente las necesidades y expectativas legítimas de nuestros clientes, externos e internos; creo, sí, que un propósito debe guiar nuestras tareas, y que, en la medida en que podamos concretar y especificar, será más sencillo nutrir y conocer nuestra efectividad profesional.
Recuerdo haber participado, como consultor, en el despliegue de un programa de desarrollo de jóvenes directivos en Alcatel España a principios de los años 90, y que había cuatro áreas principales de actuación: liderazgo, profesionalidad, internacionalidad y polivalencia. Dentro del área de profesionalidad, y bajo la etiqueta de Sistema de Gestión Profesional (SGP), se había incluido la dirección por objetivos, que ya estaba funcionando en la Organización. La primera dificultad que me pareció percibir, en los años 80, era ciertamente la formulación de objetivos, y aquello me recordaba lo difícil que también había sido para mí la formulación de objetivos de aprendizaje, cuando empecé mi trayectoria docente en los años 70.
Muchas grandes y medianas empresas incorporaron la dirección por objetivos en los años 90 (si no lo habían hecho antes) y, quizá con algunas modificaciones o simplificaciones fruto de cada experiencia, todavía consideran hoy vigente el sistema. La expansión del empowerment y el aprendizaje permanente, la necesidad de contar con la creatividad de todos en beneficio de la inexcusable innovación, y en general los cambios que trae la era del conocimiento, parecen beneficiarse del espíritu auténtico de la DpO y de la profesionalidad que conlleva. Pienso que la doctrina de la DpO, por referirme sólo y brevemente a lo que puede suponer para el desarrollo de la persona, contribuye a la asunción de responsabilidad y al sentimiento de significancia y autoestima; que hace sentirse al individuo parte integrante de la organización y percibir que ésta lo necesita.
Surgieron ciertamente dificultades y, a fuerza de poner parches para sortearlas, quizá estábamos, ya en el escenario finisecular, adulterando en alguna medida el espíritu de la DpO. Pudo entonces resultar oportuna la predicación de la DpV (recordemos aquel libro de Blanchard, O´Connor y Ballard) y, más recientemente, de la DpH; pero este articulista cree, y postula aquí, que la persecución de objetivos en la empresa resulta difícil de cuestionar.
El lector debe tener su propia opinión o punto de vista, pero yo diría que la DpO es un concepto capaz de sostener, de proporcionar base, a todo un sistema profesional de dirigir personas (que siempre debe adaptarse a las realidades circundantes); en cambio, la DpV o la DpH, aunque suponen mensajes valiosos y oportunos, se muestran quizá vulnerables cuando pretenden aparecer como sistemas traídos para superar a la DpO.
Sin duda hemos de cultivar determinados valores y practicar saludables hábitos, pero no deberían predicarse éstos —valores o hábitos— a costa de descalificar la dirección por objetivos, porque hemos de continuar persiguiendo logros, resultados, metas, en las empresas.
Comentando los mensajes del libro
Todavía adhiriéndose a un texto de Alcalá, las autoras nos recuerdan los efectos y errores más frecuentes en los que se cae, al poner en práctica la DpO: “formulación de objetivos sobre los que no se puede influir; ausencia de planes de acción; pretender demasiado, y saber que se cumplirá la mitad; implementación sin formación de base; consecución, cueste lo que cueste; exceso de burocracia…”. A mi modo de ver, éstos no serían tanto errores de la DpO como de su aplicación concreta en cada organización. El mismo Peter Drucker señalaba la formulación de objetivos como elemento clave, entre otros, de la efectividad del sistema: sin duda deberíamos aprender a formular mejor los objetivos, asegurando que los objetivos individuales condujeran a logros colectivos.
Puede que, ciertamente, haya habido un exceso de burocracia y liturgia en torno a la DpO, que los objetivos hayan resultado imprecisos o conflictivos en algún caso, y que, en ocasiones, la consecución de sus objetivos por algunos individuos supusiera el fracaso de otros; puede que, en suma, haya faltado acierto en el despliegue de objetivos y que haya sobrado individualismo, subordinación a la colectividad; pero creo que hay que atribuir estos y otros defectos, en su caso, a la orquestación particular en cada organización, a pesar de que haya dificultades comunes y frecuentes.
El libro de Díaz y García (consultoras de Élogos) nos presenta en efecto a la DpO como superada por la DpV: “La DpV se muestra como la oportunidad de otorgar un sentido al esfuerzo, generar un bienestar ético y emocional que construya una empresa sana y perdurable. Éste es el punto medular de la DpV y donde supera a la DpO”. Y también nos presenta el libro a la DpH como una superación de la DpV: “La DpH —según palabras que se atribuyen al profesor Fernández Aguado, creador del modelo— recoge los aspectos más relevantes de la DpV, pero con incrementada profundidad antropológica, y abre perspectivas novedosas tanto desde el punto de vista teórico, como desde el de la aplicación de medidas prácticas que permitan el desarrollo de las personas”.
Lo cierto, en opinión de este articulista, hoy objetor, es que la DpO tiene su propio espacio, como lo hay para cultivar valores, y para conducirse solidaria y éticamente, con efectividad.
La DpO no cierra el paso a otros postulados, ni reclama para sí todo el espacio doctrinal de la empresa; ha dejado lugar, sin conflicto y por ejemplo, al sistema de gestión por competencias (GpC) que impulsara McClelland, y que llegó a España en los 90 sin perjuicio, y en claro beneficio, de la necesaria consecución de resultados.
El competency movement nos abrió, por cierto, los ojos sobre las habilidades, fortalezas, actitudes, valores y hábitos que contribuían a nuestra efectividad o alto rendimiento. Veo la DpO y la GpC como sistemas complementarios.
De modo que, si aceptamos las tesis del libro, la DpO se vería hoy ampliamente superada por la Dirección por Hábitos, de la que podemos leer, en reproducidas palabras de Miguel Ángel Alcalá: “Los retos de la DpH son dos: definir cuáles son los hábitos que convienen a las personas, y mostrar los senderos para lograrlos.
En sentido estricto, el trabajo consiste en que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la realidad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”.
He comprobado si lo he transcrito bien, y así aparece dicho, en efecto, en la página 139 del libro editado por Élogos; pero yo no sé interpretar aquí otra cosa que la práctica de la integridad: quizá el lector sepa extraer más mensajes.
Al identificar algunos hábitos principales, el libro apunta a la perspectiva, la equidad, la fortaleza, el equilibrio, la alegría, el buen gusto, la responsabilidad, la generosidad, la paciencia, la audacia, el buen humor, la sencillez, el saber estar, la gratitud… Estas cosas podrían verse como hábitos, y también como fortalezas personales y como valores, y sin duda son atributos a cultivar. Lo que aquí intento sugerir es que este cultivo no habría de llevarnos a preterir la persecución de objetivos empresariales. Tanto directivos como trabajadores del conocimiento hemos de hacer un inteligente reparto de la atención entre los fines perseguidos y los medios utilizados para alcanzarlos.
En nuestra toma de decisiones y nuestro desempeño, trabajadores y directivos hemos de tener presentes los valores proclamados, y conducirnos con virtudes o hábitos especialmente convenientes; pero todo ello persiguiendo metas profesionales, alcanzando objetivos ya determinados y asumidos.
Como trabajador, uno puede pensar que está simplemente cumplimentando papeles, o resolviendo averías, o vendiendo productos o servicios, o colocando ladrillos, o cocinando alimentos, o diseñando sistemas; y puede también pensar, sobre todo, que está ganando dinero para mantener a su familia, o adquirir una vivienda; pero puede igualmente sentirse contribuyente significativo a proyectos que generan bienestar social, sentirse parte necesaria de una empresa socialmente efectiva y responsable. Esto último es tal vez más enriquecedor, estimulante y gratificante.
Por supuesto que debemos ser alegres, prudentes, puntuales, equitativos, diligentes, creativos, responsables…; por supuesto que debemos relacionar lo que hacemos con los objetivos globales de la organización y la contribución de la empresa al bienestar social; por supuesto que no vale todo para conseguir los objetivos, que los medios utilizados han de estar en sintonía con los valores corporativos y los hábitos más convenientes, y que hemos de encontrar razón y fundamento a nuestra actividad. Pero es que el “cómo” o el “para qué” (respuestas que el libro sitúa en la DpH y la DpV) no tienen sentido sin el “qué”, y la DpO viene a definir el “qué” en términos cuantitativos y cualitativos: a eso se refiere, al qué conseguir. Si también se refiriera al cómo o al para qué, tendría que llamarse de otro modo: quizá “dirección por objetivos, planes de actuación y razones correspondientes” (DpOPARC).
El lector debe tener su propia opinión pero yo he querido ofrecerle mi alegación favorable sobre la vigencia de la DpO, en su esencia y en sus límites: no podemos atribuir a la DpO lo mejor o lo peor de los objetivos que cada organización formula, ni la carga burocrática que despliega, ni la posible arbitrariedad de las evaluaciones anuales, quizá planteadas con exceso de liturgia.
Conclusión
El despliegue del sistema de dirección por objetivos ha de ser obviamente consciente de las realidades de cada momento y cada organización, y es verdad que la emergente economía del conocimiento y la innovación, con los nuevos perfiles de directivos y trabajadores, ha de constituir una referencia inexcusable; pero no dejemos de perseguir objetivos y de llenar de propósito nuestra vida personal y profesional. Esto llena nuestra existencia de significado y sentido, y nos mueve a protagonizarla: lo contrario sería dejarnos llevar. Hemos, desde luego, de vivir el aquí y ahora, de concentrarnos en los medios, en la tarea cotidiana, de distribuir convenientemente nuestra atención entre los objetivos a alcanzar y la actuación correspondiente; ha de ser así, entre otras cosas, para dejar espacio al disfrute autotélico, es decir, a la satisfacción profesional tanto por el logro como por la propia realización cotidiana.
Tuve oportunidad de conversar brevemente con las autoras, y me pareció que, en realidad, no dudan de la vigencia de la DpO, que tan desdibujada resulta en el libro; pero el hecho es que Élogos nos propone un modelo de liderazgo basado en la dirección por hábitos, es decir, en el cultivo de hábitos seleccionados. Ya supimos de este producto de Élogos, que José Ignacio Díez, socio director, calificaba de producto-estrella.
En mi opinión, la DpO, tal como Drucker la formuló, no pretendía ser un pensamiento único, neutralizador de todos los demás, sino pasar de la realización de tareas a la consecución de resultados; tiene su espacio y su margen de mejora continua en la fase de aplicación, pero su esencia me parecía incuestionable hasta que la he visto cuestionada en este libro.
Yo propongo al lector lo que, en verdad, no necesita que nadie le proponga: que observe las nuevas realidades circundantes en relación con la economía del conocimiento y la innovación, y que apueste por el más idóneo modelo de relaciones directivos-trabajadores. Puede que este modelo más idóneo en su organización sea alguno de los muchos que parecen encajar en la tan postulada relación líderes-seguidores, o que lo sea el modelo jefe-subordinado, o que lo sea el de directivo-colaborador, o que lo sea el de profesional de la gestión- profesional de la actividad, o que lo sea cualquier otro; pero la profesionalidad es una exigencia para todos, como lo es el protagonismo sobre nuestra actuación. Se diría que parece imponerse el autoliderazgo de todos nosotros tras metas colectivas compartidas, alcanzando cada uno sus objetivos individuales y sin perjuicio del trabajo en equipo y el espíritu de comunidad. En cuanto a conductas, yo no descartaría que la conducta de un trabajador resultara ejemplar, sin que lo fuera necesariamente la de su jefe.
Tras la consecución de logros individuales, podemos hablar del autoliderazgo de Manz y Sims, o del dominio personal de Senge, o de la efectividad de Covey, o de la inteligencia intrapersonal de Gardner y Goleman, o de todo ello y más, pero los nuevos directivos y trabajadores del conocimiento han de protagonizar su actuación profesional, y creo que la formulación de objetivos resulta catalizadora.
Pero en mi último párrafo deseo insistir —en favor del libro— en la importancia de cultivar valores e incorporar buenos hábitos; simplemente reacciono en este artículo a lo que me pareció una innecesaria descalificación de la DpO, que se inicia con argumentos que consideré fruto de un error nada despreciable. Los expertos pueden pensar en una idónea adaptación de la DpO a las realidades de la emergente economía, aunque quizá habrán de comenzar haciendo un nuevo reparto de papeles entre directivos y trabajadores; este consultor, articulista y observador, se limita a desplegar su punto de vista y agradecer al lector que haya llegado hasta aquí.