Los altibajos que afectan el clima y la productividad en muchas organizaciones de nuestros días no parecen ser producto de la casualidad. Es posible advertir un hilo que conduce hasta sus orígenes y se vuelve más y más evidente a medida que exploramos las diferentes realidades que integran ese fenómeno socioeconómico tan particular, donde se amalgaman las personas con los factores materiales de producción —y no siempre de modo exitoso.
Ha transcurrido la totalidad del siglo XX sin que se haya logrado la aspiración de Ludwig von Bertalanffy, expuesta con vehemencia dentro de los objetivos de su Teoría General de Sistemas: la integración de todas las ciencias en una perspectiva interdisciplinaria, holística, que allane los caminos hacia un conocimiento más pleno y profundo del mundo que nos rodea y de nosotros mismos como parte de él. Se percibía, ya en la primera mitad de ese siglo, la enorme ineficiencia que esconde la búsqueda independiente de respuestas en múltiples áreas del saber, cuando muchas de ellas podrían consolidarse en una perspectiva común, omniabarcativa.
El desafío va más allá del mero compartir, por cierto. Se trata de cultivar el conocimiento desde sus raíces, con una actitud que comprenda el árbol y también el bosque. Si hasta hace unas cuantas décadas la lentitud de las comunicaciones podía servir de excusa a científicos que —sin saber nada el uno del otro— desarrollaban años de investigaciones totalmente redundantes, esa explicación hoy ya no es válida.
Para que un GPS funcione adecuadamente, es necesario que la señal de los satélites pueda medirse en nanosegundos (un segundo dividido mil millones de veces) —pero en materia de gestión del conocimiento continuamos utilizando los mapas mentales de hace cien años. Es frecuente observar en las organizaciones la ausencia de un concepto de saber edificado colectivamente y gestionado en forma sistemática, lo cual impide el desarrollo de una cultura del compromiso —de hecho, una cultura en cualquier sentido que la pensemos. A todos parece convenir la feroz defensa de parcelas estancas, desde las que se puede ejercer un pequeño (o gran) dominio sobre los demás, haciendo que una porción significativa de los errores corporativos continúe ocurriendo como consecuencia de la ineficaz comunicación interna que esto acarrea.
En la sociedad del conocimiento, sucesora de la sociedad de la información en que fue gestada, lo que cree saber un colectivo continúa estando en poder de los cerebros individuales que lo componen —a la postre, sus dueños y señores. El grupo, como tal, lo ignora. Porque el cerebro, que constituye un increíble recurso para el manejo del saber personal, no lo es tanto cuando del común se trata; es preciso ir un poco más allá, guiados por lo que continuamos aprendiendo acerca de su funcionamiento.
Las actuales investigaciones en neurociencias están demostrando que la experiencia mental autoconsciente se apoya en una interacción sinérgica entre múltiples regiones del encéfalo, incluídas varias que pertenecen a nuestra más antigua filogenia en lugar de constituir la competencia de un área específica y supuestamente moderna, como se creyó hasta hace solo algunos años. La percepción de una imagen a través del sentido de la visión implica la actuación mancomunada y prácticamente simultánea de numerosos núcleos neuronales, cada uno de los cuales contribuye con una perspectiva muy específica a construir el objeto que vivenciamos como un todo. Ésta es la belleza de la herramienta.
De similar modo, quienes integran un grupo humano que interactúa en pos de determinados objetivos, seguramente toman como referencia una idea colectiva que los dirige y que se sostiene sobre sus respectivas competencias. Y sin embargo, comprobamos que son pocas las organizaciones que comprenden la importancia de transferir sistemáticamente el saber individual (implícito) al corporativo (explícito), de regenerarlo en forma continua y de administrarlo como el bien escaso y obsolescente por excelencia en que definitivamente se ha convertido.
En esa minoría de casos ocurre una toma de conciencia acerca de la potencia amalgamante del saber como antesala de cualquier proyecto que persiga la excelencia. Existe una comprensión cabal de lo fugaces que resultan los entornos competitivos y de la consecuente necesidad de mantener a nuestro sistema informado en tiempo real acerca de los cambios que se suceden, todo lo cual exige pensar en nuevos esquemas operativos y en instrumentos tecnológicos que apoyen semejante desafío con suficiente eficacia.
La organización que ha logrado crear una inteligencia colectiva debe sustentarla en procesos sistemáticos que la conviertan en un recurso siempre actualizado y accesible en el lugar y momento en que se necesite, por quienes lo requieran. En ausencia de esos mecanismos, el alzheimer corporativo —que acecha sin importar la edad de sus víctimas— será la antesala de un lento (¿o rápido?) deterioro de la capacidad de autosustentarse y de crecer. Es, tal vez, uno de los principales motivos por los cuales la vida promedio de estos colectivos es cada vez más efímera. Es, también, una de las causas más ocultas a los ojos cotidianos y la que produce sus efectos de manera más imperceptible, porque su fortaleza reside en la propia ignorancia de quien la padece. Reconocer su existencia es comenzar la recuperación.