Atento, como consultor y desde hace algún tiempo, a la visible distorsión con que solemos percibir los hechos en las empresas, y también a las frecuentes muestras de optimismo que desplegamos, me animo a formular y compartir algunas reflexiones.
Aunque se tiende, en la empresa y en general, a valorar el optimismo como positivo y el pesimismo como negativo, quizá —en beneficio de los resultados— haya que acudir, más a menudo y entre otros, a términos como objetividad, pensamiento crítico, perspicacia e incluso intuición, y mejor explorar así las realidades.
Creo que debemos matizar el optimismo, especialmente en el escenario empresarial.
En 2004, en un breve texto catequístico que todavía aparece en Internet, mencionaba yo el “optimismo realista” como importante fortaleza personal, aunque para esta idea se habían venido utilizando también otros muchos adjetivos (inteligente, responsable, consciente, dinámico…).
Hoy casi preferiría hablar de “realismo optimista”, para subrayar la necesidad de ser más objetivos, sin renunciar por ello a mejorar las cosas. No obstante, considero bastante vigente aquella lista (síntesis de los postulados de Goleman, Covey y otros expertos) de fortalezas cardinales —atributos intrapersonales que favorecen nuestra efectividad— en que se encajaba el optimismo:
- Conocimiento y conciencia de uno mismo.
- Autoconfianza fundamentada.
- Afán de mejora y de logro.
- Apertura de miras y flexibilidad.
- Autocontrol y templanza.
- Compromiso y responsabilidad.
- Empeño y proactividad.
- Intuición genuina.
- Optimismo realista.
- Valor e integridad.
Quizá, además de insistir en el buen juicio, explicitaría hoy en esta lista las ideas de autodisciplina y orientación al bien común; pero, evitando la dispersión y centrándonos en el optimismo que aquí nos ocupa, creo que venimos haciendo dos principales (no únicas) lecturas, que toman forma de dimensión temporal:
- Interpretación favorable de los hechos cotidianos (presente).
- Confianza visible en una favorable evolución de acontecimientos (futuro).
Martin Seligman nos ayuda a identificar y medir diferentes aspectos del optimismo sobre los hechos cotidianos y también sobre la percepción del futuro, y aun nos recuerda que el optimismo contribuye a la felicidad y la longevidad; pero en la empresa hemos de ser lo más objetivos que podamos en relación con lo que sucede, y dotarnos de proactividad para asegurar el futuro deseado. O sea, hemos de ver las realidades como son (lo que nunca es del todo posible), y provocar que las cosas evolucionen favorablemente; se ha de contemplar un específico significado del optimismo adaptado al marco empresarial.
Optimismo de directivos y trabajadores
A percibir las realidades —evitando entrar ahora en la neurociencia, porque yo no podría hacerlo con rigor y todavía se nos muestra en periodo de gestación— nos ayudaría una posible reingeniería de nuestros esquemas o modelos mentales (creencias inveteradas), una mayor amplitud de miras, un buen nivel de habilidades cognitivas, una actitud penetradora y analítica, y una sólida integridad personal, sin descartar la ayuda extraordinaria de la intuición genuina si sabemos cultivarla. Pero además, esta división temporal parece invitar a que trabajadores y directivos vinculemos el presente con un realismo u objetividad compatible con la necesaria actitud constructiva, y el futuro con un optimismo responsable o inteligente (no ciego, no iluso). Hablemos, por simplificar, de optimismo, pero entendámoslo matizado.
Al hablar del futuro, no podemos obviamente influir sobre todo lo que ha de ocurrir, pero sí sobre lo que nos corresponde dentro de la organización y quizá sobre algo más; por otra parte, Daniel Goleman nos recuerda que una expectativa de éxito resulta más energizante que la desconfianza o el temor al fracaso, que por el contrario nos agarrotan. En su despliegue de competencias emocionales, este autor empareja la iniciativa al optimismo, y nos dice igualmente que las personas optimistas se muestran resistentes a los obstáculos y adversidades, que asocian éstos más a contratiempos que a fallos personales, que actúan con confianza en los logros, que aprovechan las oportunidades… Así entendido, el optimismo ha de ser incuestionablemente postulado en la empresa.
También y como sugeríamos antes, podemos vincular el optimismo con la proactividad de que nos hablaba Covey al identificar hábitos para la efectividad, y que se nutre, entre otras fuentes, de la expectativa de logro con que hemos de asumir el protagonismo de nuestras vidas.
Esta conexión nos recuerda igualmente la presencia de la autoconfianza, situada en el punto óptimo entre el miedo y la arrogancia, y cerca de la seguridad y el buen humor. En suma, el optimismo está emparentado con la seguridad y la confianza en nosotros y en los demás, con la iniciativa, con el entusiasmo, con la voluntad, con el afán de logro…, y debe además conciliarse con elementos como el pensamiento crítico, la objetividad, la perspicacia, la prudencia, la perspectiva, la perseverancia y la reflexión.
Déjenme recordar un párrafo de The Delphi Report (1990), de la American Philosophical Association: “El pensador crítico ideal es habitualmente inquisitivo, bien informado, de raciocinio confiable, de mente abierta, flexible, evalúa con justicia, honesto en reconocer sus prejuicios, prudente para emitir juicios, dispuesto a reconsiderar las cosas, claro con respecto a los problemas, ordenado en materias complejas, diligente en la búsqueda de información relevante, razonable en la selección de criterios, enfocado en investigar y persistente en la búsqueda de resultados que sean tan precisos como el tema/materia y las circunstancias de la investigación lo permitan”. Creo que en la era de la información y el conocimiento, el pensamiento crítico debe acompañarnos en todo momento, para dar solidez y valor a nuestro posicionamiento cognitivo y emocional ante cada información o situación.
Me extiendo en la idea del pensamiento crítico, y no tanto en el pensamiento positivo, porque quizá no estamos prestando suficiente atención a este movimiento. El movimiento del pensamiento crítico se impulsó en la década anterior y cabe asociarlo especialmente con la inquietud por la excelencia informacional en las empresas. La traducción de información a conocimiento, para asegurar la eficiencia de cada decisión y acción, exige buena dosis de pensamiento crítico: una competencia informacional clave que nos evita falsos aprendizajes. Y cierro ya este paréntesis dedicado a la actitud penetrante e inquisitiva ante cada hecho o información.
De modo que el optimismo matizado (basado en una aproximación a la realidad) parece un rasgo por el que apostar (ya en la selección de personal), lo que no impide que seamos pesimistas ante un caso determinado, si su evaluación detenida nos mueve a ello. Desde luego, el optimismo está muy bien visto y se asocia, como decíamos, con el pensamiento positivo, la eficacia, la felicidad y la longevidad. En las empresas se ha venido predicando el optimismo para energizar a las personas tras las metas, aunque quizá se haya hecho también a veces para neutralizar críticas y recelos de trabajadores y mandos; críticas y recelos que no siempre resultan infundados. No me consta que se predique el pesimismo, y tampoco parece postularse mucho el pensamiento crítico, quizá por si alguien lo confunde con la mera crítica, o, en su caso, con la indagación sobre lo que no se desea desvelar.
Del pesimismo
Del pesimismo hay que decir, ya y desde luego, que no es pecado, y que incluso hay quien habla de “pesimismo inteligente”; pero está mal visto, por obstruccionista y porque se asocia al pensamiento negativo y a la falta de eficacia y de felicidad. Obviamente, habríamos de distinguir entre el pesimismo habitual y el ocasional.
Si caben grados o variantes del optimismo, también caben lógicamente del pesimismo; quizá uno de los más molestos pesimismos sea el de los agoreros, pero no olvidemos a los negativos, los quejicas, los descreídos, los aguafiestas…
No obstante, no pocos fracasos se han consumado porque en un momento dado faltó alguien que hiciera emerger las dificultades subyacentes que los optimistas no percibían.
Tal vez, en cada grupo de optimistas habría que infiltrar algún pesimista; pero también cabe recordar aquí los sombreros de colores de Edward De Bono, y atender a cada caso, a cada análisis concreto.
El autor nos recomendaba a todos pensar con diferentes sombreros, es decir, desde diferentes posicionamientos: ser en un momento optimistas, y en otro pesimistas, sobre el mismo asunto.
Debíamos utilizar primero el sombrero amarillo del bien fundado optimismo y del pensamiento positivo o constructivo, para pasar luego al sombrero negro del juicio crítico o negativo. El hecho es que ambos juicios, el positivo y el negativo, resultan necesarios para aproximarnos a la realidad en cada momento.
Ciertamente cabe mostrarse optimista o pesimista no sólo porque ello forme parte de nuestra personalidad, sino también porque el hecho concreto o la meta perseguida se muestren, o no, favorables o alcanzables; o sea e insistiendo en ello, en la empresa hablamos de optimismo y pesimismo como rasgos de personalidad, pero también lo hacemos como actitudes o posturas ocasionales.
No obstante, aunque la ocasión se muestre adversa, el individuo de perfil optimista —tal vez más adquirido que heredado— podrá argumentar con solidez su desconfianza, y el de perfil pesimista hará, en su caso y probablemente, formulaciones más imprecisas.
Saber, querer, creer
Desde luego, en nuestro desempeño profesional el camino hacia las metas empresariales es casi siempre difícil e intrincado, y no está exento de espacios inexplorados, fortuna, trampas, atajos, casualidades, obstáculos y otros elementos favorables y adversos; pero el éxito parece proporcional a la confianza que nos guía, si está fundamentada en un cierto y sinérgico realismo, y acompañada de voluntad y competencia.
En efecto, la consecución de resultados nos exige competencia profesional, con todo su despliegue hard y soft: no hay duda de ello; y también nos demanda voluntad: no podemos separar del éxito los elementos volitivos (la motivación).
Pero igualmente nos exige una sólida actitud optimista; la confianza en el deseado logro contribuye, en buena medida, a predecirlo, así como el pesimismo parece anunciar el fracaso. Repitiendo, la consecución de logros ambiciosos parece demandarnos:
- Capacidad para actuar (Competencia)
- Voluntad de hacerlo (Motivación)
- Fe en los resultados (Optimismo)
Puede decirse que la competencia nos hace capaces, que la motivación nos impulsa y que una inteligente convicción resulta tan catalizadora como necesaria. ¿Han probado a conseguir algo difícil sin estar confiados en lograrlo, o dudando del valor de los resultados que se persiguen?
Durante años, ha venido pareciendo que, si sumábamos capacidad y motivación, estaba todo resuelto, pero lo cierto es que hemos de prestar mayor atención a las metas, y a la fe tanto en su consecución, como en que valen la pena y colman aspiraciones. Hemos de tener suficiente perspectiva para saber cómo contribuye cada esfuerzo a los resultados individuales y colectivos esperados, y tal vez recordar aquello de que la fe mueve montañas.
Antes de seguir, cabe quizá detenerse en lo de las metas de la organización, más allá de los objetivos anuales. Podemos recordar formulaciones corporativas como «liderar el mercado de nuestro sector en España», o «conseguir el premio de calidad de la EFQM», que muy legítimamente interesaban a más de un primer ejecutivo en los años 90: por entonces había grandes obsesiones por liderar mercados, y aún las hay hoy. Pero había también en aquellos años quien se alineaba mejor con metas o visiones de mayor orientación social, como «cada persona con su teléfono móvil», o «Internet para cada estudiante», o «pantallas planas para todos», o «electrodomésticos silenciosos», o «energía no contaminante», o «ruedas sin pinchazos», o «casas sin goteras», o «colchones ergonómicos», o «dentaduras sin caries», o «un mundo sin sida», o «protección de la naturaleza»…
Creo que con formulaciones de mayor orientación social, las empresas catalizarían tal vez algo más la energía emocional de sus personas.
Desde luego, quien esto escribe precisa creer en lo que hace para desplegar todas sus capacidades; si no creo en algo —en su validez, en su utilidad—, me bloqueo, me agarroto. No les cansaré con ejemplos particulares, pero confío en que les ocurra algo parecido; no digo que sea una virtud, porque para mí ha constituido una cierta dificultad en no pocas ocasiones. No obstante, yo sostendría que el deseable binomio “efectividad + calidad de vida” demanda lo del “creer”, aparte del “saber” y el “querer”.
Comentarios finales
Pero, ¿por qué me ha parecido oportuno hablar del optimismo y el pesimismo, en esta primavera de 2006? Asistimos en marzo en España a un comunicado de ETA en que se hablaba de un alto el fuego permanente, y a una posterior y consiguiente serie de declaraciones y análisis de políticos y periodistas, que mostraban diferentes puntos intermedios entre la explosión de optimismo y el escepticismo pesimista, llegando al enojo y la indignación, y pasando por lo que parece más extendido: la satisfacción acompañada de esperanza y prudencia.
A esto último se suma este articulista, y ojalá pueda seguir haciéndolo cuando estas líneas se publiquen. Pero en efecto: en lo profesional admito haber sido pesimista alguna vez.
Recientemente, un amigo me llamaba agorero porque yo desconfiaba de los resultados de un determinado programa de formación; a mí, errado o acertado, me parecía que se estaba orquestando no para satisfacer necesidades reales de los participantes, sino para satisfacción de quienes lo orquestaban. Afortunadamente, he sido formador durante muchos años, y casi siempre con fundado optimismo sobre los resultados; pero es verdad que, formando parte de una gran organización, fui pesimista, por ejemplo, en más de un proyecto de e-learning.
Para terminar este texto, me pregunto cómo afecta a nuestro perfil (optimista/pesimista) un logro o un revés reciente, o por qué no extraemos mayores enseñanzas de éxitos y fracasos.
Creo que una derrota inesperada, como vemos por ejemplo en los equipos de fútbol, puede causarnos un bache importante, pero también puede servirnos para tomar impulso y batallar por nuevas victorias; la opción no parece ser siempre igual para una misma persona, y aquí yo aludiría a nuevos ingredientes, como la fatiga psíquica o el conflicto de metas.
En el fútbol se hacen ciertamente muy visible todo lo bueno y malo de los equipos. Se aprecia cuando los jugadores confían en el triunfo, y también cuando juegan con la necesaria entrega, o si lo hacen con exceso de confianza.
E igualmente se aprecia la aparición del pesimismo, en grado de prudencia atenazante, o de asunción de la derrota. Resultan muy visibles las emociones positivas y negativas de los jugadores, como también se aprecian los estados de flujo autotélico, en que los jugadores parecen estar comunicados e iluminados por la intuición: todo les sale bien. Pero voy acabando.
En cuanto a la digestión de éxitos y fracasos, y en beneficio de la objetividad ante nuevos retos, hemos de cuidarnos del optimismo derivado de éxitos anteriores (el “confiarse”), y evitar excesos de complacencia; pero también debemos hacer un buen análisis de los fracasos, identificando posibles causas exógenas y endógenas para intentar neutralizarlas en el futuro. Normalmente, en nuestra trayectoria profesional alternamos éxitos y fracasos, y de todos ellos podemos aprender, aunque a menudo lo olvidemos. En definitiva y terminando ya, quizá debamos utilizar estos términos —optimismo y pesimismo— con mayor precisión.