En beneficio de todos, y también de los presupuestos de las áreas de Recursos Humanos de las grandes empresas, y de la prosperidad de consultoras y escuelas de negocios, el management ha generado continuamente grandes mantras, entre los que cabe destacar el liderazgo, a la altura de la calidad o la dirección por objetivos, y en pareja natural con el cambio. Siempre parece haber presupuesto para la formación de jóvenes directivos, y el liderazgo —además de una necesidad— venía a ser un concepto flexible, diferenciador, elitista y, en suma, especialmente atractivo. Hoy el avance de los cambios nos mueve a actualizar su significado, pero también hemos de impulsar el otro liderazgo: el liderazgo de nosotros mismos.
Los profesionales de Recursos Humanos de algunas grandes empresas hablan de una especie de refuerzo del liderazgo en sus organizaciones, quizá admitiendo que las acciones formativas hasta ahora desplegadas no han dado los frutos esperados; o dando a entender que hoy debemos interpretar el liderazgo de otro modo. Ya conocemos por otra parte, los errores cometidos en nombre del talento: la cantidad de jóvenes consentidos que han protagonizado desastres en no pocas grandes compañías.
Sin duda, hay que revisar lo del liderazgo; de hecho y como ejemplo, leí días atrás declaraciones de un conocido proveedor español de e-learning, José Ignacio Díez (“élogos”), apuntando que su producto estrella en 2006 sería la “dirección por hábitos”, como modelo de liderazgo.
No sabiendo todavía, por cierto, en qué consistía la dirección por hábitos (DpH), busqué en Internet y encontré: “Los retos de la DpH son dos:
definir cuáles son los hábitos que convienen a las personas, y mostrar los senderos para lograrlos. En este sentido estricto, el trabajo consiste en que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”. Sonará a ironía, pero, quizá por no iniciado, entenderlo, no lo entendí: ésa es la verdad; no obstante, me pareció revelador que apareciera tres veces la palabra verdad, porque quizá había faltado algo de verdad hasta ahora…
Pero también he encontrado estas palabras de Isidro Fainé, director general de La Caixa: “De una fría Dirección por Instrucciones se pasó a una aséptica Dirección por Objetivos. Ahora, la Dirección por Valores (introducida en nuestro país por los profesores Dolan y García), procedente del pensamiento indio; y la Dirección por Hábitos (fruto del pensamiento del profesor Fernández Aguado), fundamentada en la cultura griega, se manifiestan como instrumentos de calidad para seguir trabajando en beneficio de cada miembro de las organizaciones en las que trabajamos. No se trata de sustituir la Dirección por Objetivos, como de plantear éstos en forma de Retos, y completar el gobierno señalando las vías adecuadas para que cada trabajador asuma esas nuevas competencias, que les permitan culminar la propuesta de Píndaro: Llega a ser lo que debes ser”.
Van apareciendo, en suma, diferentes sistemas (también se habla en nuestro país de “dirección por misiones”) para que los líderes conduzcan a sus seguidores, de la mejor manera, a las metas compartidas; pero, en estas páginas, yo intento paralelamente invitar a todos al autoliderazgo: a protagonizar en mayor medida la propia trayectoria profesional, reduciendo nuestra dependencia emocional de los demás. Los nuevos seguidores han de movilizarse tras metas compartidas, y quizá no tanto tras líderes que no han elegido.
Tal vez las empresas y los consultores habríamos de enfocar más hacia los seguidores, y menos hacia los elegidos como líderes.
Reflexiones sobre el liderazgo
Recuerdo que cuando se hablaba del perfil del líder uno pensaba, en los años 90, en el primer ejecutivo de su organización; pero también interpretábamos entonces que se trataba de una nueva forma de ejercer la jefatura, más acorde con los cambios en curso en la sociedad y en las empresas, y sin menoscabo de la función de gestión. Como es sabido, esta forma de dirigir trabajadores ya se postulaba en la primera mitad del siglo XX, aunque se empezó a hablar más de liderazgo a principios de los años 90, cuando las grandes empresas distinguían entre jóvenes con potencial o talento, y jóvenes no especialmente dotados para la dirección, y preparaban su siguiente generación de líderes.
Sin duda, éste del liderazgo era un postulado necesario, más quizá a partir de la Teoría Y de McGregor y de aportaciones alineadas, como las de su discípulo Bennis en los años 80, o la anterior y memorable de James MacGregor Burns, que ya apuntaba la base moral del liderazgo.
Hoy —2006— el liderazgo sigue admitiendo diferentes significados en la empresa, y también sabemos que los seminarios orquestados no parecen, salvo excepciones, haber contribuido tanto al progreso de las relaciones jerárquicas como el mero cambio de la sociedad.
No es que un breve workshop pueda hacer milagros, como tampoco pueden hacerlos las conocidas píldoras on line, pero algo más sí se podía seguramente haber conseguido…, si se hubiera sabido mejor qué se quería conseguir. Si el lector asiente, diríamos que el nuevo directivo ha de atender a dos metas principales: la eficacia y la calidad de vida en su entorno de influencia. (No siempre encuentro aquiescencia al decir esto).
Como lo de calidad de vida se presta también a varias interpretaciones, diré que me refiero a evitar inútiles esfuerzos y emociones negativas, y a propiciar las positivas sin menoscabo de la eficacia: todos podemos ser más eficaces y más felices, y el líder debería contribuir a ello de forma determinante. Muy al final de los 90, en una jornada organizada por la Asociación para el Progreso de la Dirección (APD), observé que nuestros expertos nacionales empezaban a relacionar el liderazgo con la inteligencia emocional: me pareció un avance porque, por una parte, llenábamos de contenido el concepto de liderazgo, y por otra, franqueábamos la entrada en la empresa de la inteligencia emocional, que hasta entonces parecía algo semiclandestino, como lo habían estado siendo las emociones.
No sé si se sentían muy liderados los trabajadores de grandes empresas que por entonces estaban en proceso de jibárica reducción, aunque oficialmente se hablara también de cambio cultural. Personalmente, yo no podía evitar dar la vuelta al concepto de líder (léase “redil”), y pensar en lo del pastor y las ovejas: vivía igualmente uno de aquellos programas orquestados con liturgia y doctrina (ruidos y nueces), que los primeros ejecutivos ponían en marcha quizá después de haber leído a John S. Rydz u otros autores. Recuerdo que había no pocos directivos medios-altos que repetían: “El presidente ha dicho…”, “Como dice el presidente…”, “Esto es lo que quiere nuestro presidente”. Uno veía a estos altos directivos como seguidores y no como líderes, y, con cierta ironía irreverente, un querido colega y yo sosteníamos que “el líder es un señor que dice cosas”: ésa era nuestra definición. Más seriamente, admitamos que, en la empresa, el liderazgo se ha venido interpretando como:
- Posición a la cabeza de la empresa, de un departamento, etc.
- Tarea del primer ejecutivo, típicamente en un proceso de cambio.
- Sistema, método o estilo de dirigir personas.
- Función de los directivos, complementaria a la de la gestión.
- Familia de habilidades interpersonales de los mejores directivos.
- Habilidad específica de guiar y energizar a los demás tras metas comunes.
- Posición virtual del líder, reconocida por sus seguidores.
- Actitud entusiasta, contagiosa e integradora tras un logro colectivo.
Casi todo ello apunta ciertamente a una distancia oficial entre los líderes y los liderados o seguidores, pero la condición de seguidor no puede ser impuesta sino que hay que ganársela.
De hecho, diríamos que uno no es líder si no hay seguidores que así lo vean, como tampoco es creativo si los demás no lo creen.
Cuando empezó a sonar el buzzword en las empresas, había ciertamente mucho escrito sobre el liderazgo, aunque apenas hubiéramos leído a Kotter, o simplemente nos hubiéramos familiarizado con el situacionalismo de Hersey y Blanchard.
Sin remontarnos a Mary Parker Follett, encontré hace pocos años en Internet un documento de las Fuerzas Armadas USA, fechado en Washington el 15 de septiembre de 1953 (por entonces quizá el lector no hubiera nacido, pero Hillary ya había vuelto del Everest, y en España Franco inauguraba muchos pantanos e imponía la birreta a nuevos cardenales); decía que los tiempos estaban cambiando en las empresas, y se atribuía a Clarence Francis, chairman de General Foods, la siguiente frase: “Hace 40 años —decía entonces— prevalecía la idea de que lo que era bueno para el negocio era bueno para las personas, pero lo que ahora prevalece —recuérdese que el documento era de 1953— es la idea de que lo que es bueno para las personas es bueno para el negocio”. Francis, que luego fue asesor del presidente Eisenhower, tiene otra frase que conviene recordar: “Uno puede comprar el tiempo de las personas, su presencia física en un lugar e incluso un número determinado de movimientos musculares por hora. Pero no se compra su entusiasmo, ni se compra su lealtad, ni se compra la devoción de sus corazones: eso hay que ganárselo”. Pocos años después, McGregor formularía sus conocidas teorías.
Pues eso: los líderes han de ganarse la adhesión emocional de sus seguidores. Lamentablemente, hoy, más de 50 años después de aquellas palabras, sabemos que no pocos primeros ejecutivos de grandes empresas, reconocidos como grandes líderes y sin que quepa generalizar, han estado dando conferencias sobre liderazgo y buen gobierno de empresas, cuando tal vez con más fundamento podían darlas sobre codicia y corrupción: el propio e inolvidable Peter Drucker denunciaba la codicia de los ejecutivos de nuestro tiempo, especialmente de los que se enriquecían sin mesura a la vez que sus empresas se empobrecían, y de quienes lo hacían mientras despedían a miles de trabajadores. Así lo he leído en uno de sus últimos libros, pero la famosa revista Fortune también se ha ocupado alguna vez de los abusos de los líderes.
Quizá algún día la neurociencia nos proporcione herramientas para saber de quién puede uno fiarse y de quién no —si no las tenemos ya—, pero sabemos bien que algunas aparentes relaciones de líderes y seguidores esconden complicidades en perjuicio de terceros, y que no pocos seguidores lo son por el interés, y no tanto por íntima convicción. Hablamos bastante de ética y de responsabilidad social, pero también parece haber negocios que explotan los espacios que, al margen de la ética, deja la ley. Samaranch lo advertía en relación con el doping en el deporte: las normas van por detrás. Algo así pasa con la corrupción y la ley. Suele pasar no poco tiempo hasta que una nueva práctica inmoral, con daño a terceros, sea perseguida por la ley en el mundo empresarial.
En definitiva y concluida esta especie de digresión moral —recuerden: ya MacGregor Burns vinculó el liderazgo con los valores morales en los años 70—, el liderazgo emocional no se impone, sino que es una elección libre de los seguidores, cuando se ven necesitados de un líder. Pero, ¿de verdad necesitamos un líder? Puede que sí, pero no, desde luego, cualquier líder, ni en detrimento del propio protagonismo sobre nuestra existencia profesional. Debemos hoy, trabajadores y directivos, dotarnos de propósito vital y protagonizar nuestra trayectoria tras las metas compartidas en la empresa.
El autoliderazgo
No sólo hablamos de autonomía y protagonismo individual por parte de directivos y trabajadores del conocimiento, sino también de sentir la vida laboral como propia, como fuente de realización y satisfacción, tras una meta alentadora (recuérdese que a veces, en las empresas, equivocamos las metas).
Surge espacio aquí para el afloramiento, cultivo y desarrollo del autodominio —personal mastery— de que nos hablaba Peter Senge, paralelo al empowerment postulado en las empresas y acompañado de cierta trascendencia. Brota de uno mismo, pero la organización puede catalizarlo o reprimirlo: me refiero a un autodominio que incluya un purpose, un objetivo vital negentropizante, acorde o armónico con la actividad de la organización a que nos incorporamos, y que incluya valores, creencias y modelos mentales que encajen en la cultura de la empresa. No podemos ser suficientemente eficaces y felices si no nos sentimos integrados en nuestro entorno.
Son muchos los autores que desarrollan la idea del propósito vital movilizador, pero uno ha leído más a Mihaly Csikszentmihalyi, Martin Seligman y a Robert K. Cooper, lo que explica la inquietud por la calidad de vida en el trabajo.
Es verdad: básicamente estamos hablando del dominio personal de Robert Fritz, Peter Senge y otros expertos, al que este articulista querría, sin desdibujarlo, ataviar con rasgos enriquecedores procedentes de otros autores.
No es baladí esto del autoliderazgo, porque una cosa es dejarse llevar en la vida por las corrientes circundantes hasta que, ya al final, uno se da cuenta de que no era ahí donde quería llegar, y otra cosa, bastante distinta, es intentar seguir un rumbo hacia el puerto elegido, cuando hemos elegido bien.
En el segundo caso, uno queda más convencido de haber vivido su propia vida, y en el primero parece que el protagonismo ha correspondido a otros. Yo apostaría por un puerto de destino idóneamente seleccionado y una trayectoria adecuada, procurándonos el favor del viento, es decir, del entorno; o sea, que nuestra elección contribuya al bien común y depare bienestar para nuestros próximos, en la oficina y en casa.
Parece, en esto del purpose y como señalaba Fritz, que lo importante no es si se llega o no a alcanzar aquello que nos proponíamos, sino que, entretanto, hemos orientado bien los esfuerzos, sin desperdicio, y acaso hemos hecho interesantes descubrimientos en el camino.
“El propósito es la brújula interior que orienta nuestra vida y nuestro trabajo”, dice Cooper.
Así las cosas, el supuesto liderazgo del jefe podría quedarse en casi mera influencia derivada de la autoridad moral (no formal), contando con que los trabajadores estén preparados para autoliderarse y autoseguirse. Y contando con que el objetivo perseguido esté alineado con el de la empresa, y todos compartan anhelos.
De modo que para los subordinados se trataría —si el lector soporta el tonillo revolucionario— de asumir el protagonismo y la importancia que les corresponde, y ser seres humanos más completos dentro de la empresa. Más que seguidores de los elegidos, los mortales deberíamos ser acompañantes solidarios tras una meta compartida, ocupando cada uno el puesto asignado, sin menoscabo de la dignidad personal y profesional. En la economía del conocimiento y la innovación, ya no debería haber espacio para la sumisión ciega, y ni siquiera para estar siempre de acuerdo con el jefe; somos más eficaces contribuyendo a ampliar el ángulo de observación de la realidad.
Entremos en la anatomía del autoliderazgo: les acompaño un posible despliegue. Verán aquí elementos de la inteligencia intrapersonal de Gardner, Goleman, Cooper y otros expertos, pero también de la psicología positiva y del dominio personal de Senge.
No han de preocupar tanto los solapes como las posibles carencias, pero no verán fortalezas o habilidades interpersonales porque sólo estamos desplegando el liderazgo de nosotros mismos:
- Adaptación a los cambios.
- Afán de mejora y logro.
- Apertura de miras y flexibilidad.
- Atención a la calidad de vida.
- Autenticidad y mindfulness.
- Autoconfianza medida.
- Autoconocimiento y autocrítica.
- Autocontrol y templanza.
- Autodisciplina, valor e integridad.
- Compromiso y responsabilidad.
- Cultivo de la intuición.
- Dedicación autotélica al trabajo.
- Desarrollo permanente.
- Energía y optimismo realista.
- Gestión de la atención y el tiempo.
- Iniciativa y proactividad.
- Meta profesional acorde con la organización.
- Negentropía psíquica.
- Orientación al bien colectivo.
- Pensamiento reflexivo.
- Perspectiva sistémica.
- Resistencia a la adversidad.
Opté por el orden alfabético, porque las prioridades corresponden a cada uno. Pueden añadir más elementos sin restricciones, y también pueden borrar algunos de la lista; pero creo que todos debemos ser dueños y protagonistas de nuestras vidas, fuera y dentro del trabajo: que debemos ser seres humanos y profesionales más completos. Nadie puede desarrollarnos el autoliderazgo; nos lo pueden poner fácil y también difícil, pero es cosa nuestra: es nuestra vida.
No sé si el autoliderazgo es genético o extragenético, aunque se puede dejar ver desde niños; sí creo, empero, que nunca es tarde para desarrollarlo o cultivarlo adecuadamente. Sea el propietario de su vida, y adminístrela bien: huya, si puede, de líderes codiciosos, narcisistas, mayestáticos, visionarios, megalómanos.
Hay, desde luego, buenos líderes (quizá siguiendo el modelo de Greenleaf): intente ser uno de ellos, o sea usted un buen seguidor, pero recuerde liderarse a sí mismo tras una meta bien elegida.