En cierta ocasión, me invitaron para dictar una conferencia motivacional en la plaza central de una ciudad de Perú; fue un evento espectacular.
Miles de personas se agolparon a escuchar la conferencia y divertirse con nuestras acostumbradas imágenes proyectadas en pantallas gigantes.
Al finalizar, el alcalde de la ciudad, quien estaba sentado en primera fila, me invito a su oficina para que celebráramos el éxito del evento público con un café y conversar sobre futuros proyectos.
Nos acompañaron el director de educación, un par de sus colaboradores de confianza y su secretaria.
Sentados en la sala de estar que hacia parte de la oficina del alcalde, recordábamos la conferencia y los momentos emocionantes que vivimos.
De pronto y para sorpresa de todos, escuchamos que tocaban a la puerta de vidrio transparente, por la que vimos a un hombre de mediana edad, muy bien vestido, de corbata y maletín.
Personalmente me llamo la atención su impecable presentación. Entonces el hombre abrió la puerta aun sin haber recibido señal de invitación, asomo la cabeza y dijo en tono seguro y cordial: – señor alcalde, con su permiso.- y entró a la sala.
Se acerco a cada uno de nosotros y nos estrecho la mano con fuerza pero sin violencia, mientras nos miraba a los ojos y sonreía.
Cuando llego a mí, me felicito por la conferencia y dijo sentirse muy emocionado aun de haber asistido.
Yo le agradecí y sonreí pues pensé que era un funcionario del municipio, mientras que el alcalde no dijo nada e igual lo saludo con cortesía porque pensó que era un amigo mío o parte de mi equipo de trabajo.
En fin. Si el hombre tenía como objetivo entrar a la sala, lo había conseguido.
Movió las tazas que teníamos puestas en la mesa de centro y puso su maletín de cuero brillante y muy bien lustrado, luego sin dejar de sonreír nos dijo _ señores, les traigo algo que les cae como anillo al dedo a esta hora y con su café.- luego, abriendo el maletín, saco una funda humeante y dijo – les traigo a vender unas deliciosas empandadas!
Ya se imaginarán la cara de sorpresa de todos los presentes, al ver a este hombre impecable y tan seguro vendiéndonos empanadas en la oficina del alcalde.
Créanme. No recuerdo si eran sabrosas, si de pollo o de carne. Lo único que sé, es que las vendió todas. Era tal su seguridad para hablar y las ganas que transmitía que este hombre vendió todo su producto. Para mi es el mejor vendedor de empanadas del mundo.
Antes de que se retirara, le pregunte: – óigame, lo felicito por su original forma de vender empanadas. Pero. ¿Porque lo hace si le veo calibre para mucho más?.
El hombre tranquilo y llenándose el pecho de aire me respondió: – yo he amado siempre las ventas, fui empleado mucho tiempo hasta que un día me senté con mi esposa a pensar que debíamos de emprender el reto de sacar adelante nuestro propio negocio.
Ella, mi esposa, es una excelente cocinera y yo un buen vendedor, así que decidimos dedicarnos a hacer y vender empanadas y ya ve usted, nos va de maravilla, sostengo cómodamente a mi familia, de hecho mis dos hijos está en la universidad y uno de ellos ya pronto será medico. Todo esto gracias a las empanadas.
Que lección me dio ese día este hombre. Con pasión, actitud de ganador y amor por lo que se hace, podemos llegar a ser triunfadores en cualquier campo y sobre todo felices en la vida.
Existen dos tipos de vendedores, los que trabajan por convicción, por amor a lo que hacen, por vocación a su obra… Y los que trabajan por desesperación. Porque no hay más trabajo, y con esto aguantamos mientras nos resulta algo mejor.
Píenselo.