Apuntes sobre el tracto evolutivo del Derecho de Autor, haciendo especial referencia a las obras de las artes plásticas.
1.1 Consideraciones generales
Para hacer referencia a la protección jurídica que han ostentado las obras del intelecto en la esfera de las artes plásticas, se hace necesario atender a la evolución misma del Derecho de Autor, el que ampara bajo su tutela jurídica disímiles creaciones derivadas de la actividad intelectual.
La historia del hombre como ser social y la necesidad creadora de éste, marcan una pauta importante en la evolución de la praxis artística y consecuentemente, del establecimiento de normas legales que respalden los derechos de los autores.
Obligada referencia es la invención de la imprenta por Gutenberg en Europa en el año 1455 aproximadamente, lo cual constituyó un momento trascendental en la historia de la Propiedad Intelectual y al que muchos vinculan el origen del Derecho del Autor. El surgimiento de este medio mecánico permitió la impresión y reproducción de libros en grandes cantidades hasta el momento imposibles de obtener de forma manuscrita; además de constituir un medio para brindar una difusión más amplia de las creaciones literarias y romper con el monopolio de las ideas de los sectores dominantes, así como de otorgar a los autores la posibilidad de obtener algún ingreso económico derivado de su trabajo creativo.
No obstante, es válido señalar que aún cuando se sostiene que el Derecho de Autor toma como punto de partida el surgimiento de la imprenta, la cual trae consigo -dado el nuevo fenómeno de la reproducibilidad de las obras de forma mecánica- la necesidad de regulaciones jurídicas destinadas a proteger a los creadores, ya desde la Antigüedad Clásica, en Grecia y Roma, se amparaban un tanto sus derechos, al considerarse deshonroso el “plagio” y regirse la protección por normas de carácter general del Derecho de Propiedad común.
Además, si bien desde épocas remotas no se había sistematizado en normas escritas la protección a los autores, sí existía una noción de la importancia del reconocimiento de derechos de orden moral. En este sentido se pronuncia Dock señalando que: “(…) los autores romanos tenían conciencia del hecho de que la publicación y la explotación de la obra pone en juego intereses espirituales y morales. Era el autor quien tenía la facultad para decidir la divulgación de su obra y los plagiarios eran mal vistos por la opinión pública.”
En el contexto de las creaciones visuales se plantea que con anterioridad al surgimiento de la imprenta de tipos metálicos móviles por GUTENBERG, ya en China y Corea se utilizaba la técnica de la impresión desde hacía siglos, a partir de caracteres de imprenta tallados en tablas de madera y otros métodos utilizados posteriormente; y en Alemania, desde inicios del siglo XV, se creaban cartas para juegos y estampas religiosas por este procedimiento.
El descubrimiento del grabado trae consigo, de igual manera, transformaciones importantes en lo que se refiere a la posibilidad de acceder a las obras por un círculo mayor de personas.
Todo ello revoluciona la idea de la merecida protección y provoca el origen del régimen de los privilegios, que si bien constituyó una forma de amparo del trabajo intelectual incipiente y en sus inicios no encaminada a tutelar precisamente los intereses de los autores, sí resultó ser un recurso para reprimir conductas que afectaban a los impresores, dada la existencia de quienes reimprimían los libros sin autorización alguna y a su vez, contra la competencia que tenía lugar al reeditarse determinadas obras por otros impresores que obstaculizaba la obtención de un beneficio por la venta de los ejemplares. Como señala Fremiort Ortiz Pierpaoli, se inició así un nuevo período que afectó sensiblemente al Derecho de Autor y que se llamó el ciclo de los monopolios. Estos privilegios eran otorgados por la autoridad pública y permitían a los editores la reproducción de las obras, otorgándoles derechos exclusivos por un tiempo limitado.
La protección se fue extendiendo paulatinamente a algunos autores que dada su celebridad recibían este beneficio como recompensa. En estos casos la tutela jurídica resultó ser por un período mayor de tiempo de aquel por el cual lo disfrutaban los editores y llegó a abarcar incluso, en algunos casos, toda la vida del autor.
Los privilegios se erigieron a favor de las creaciones literarias particularmente. No obstante, se reconocen algunos a favor de los artistas plásticos. Ejemplo de ellos son los concedidos a los grabadores Kolb y Tiziano en 1500 y 1508 respectivamente. Su carácter excepcional y su objeto dirigido no a la protección de la obra en sí misma sino a su reproducción en gran escala, son una muestra de los límites del reconocimiento a los derechos que por su propia creación merecían los autores.
A finales del siglo XVII toma auge un movimiento que influenciado por ideas liberales se pronuncia a favor de la libertad de imprenta y de los derechos de los autores. Ello trae consigo el desmoronamiento de la etapa de los privilegios y la promulgación de lo que se conoce como el Estatuto de la Reina Ana el 10 de septiembre de 1710 por el Parlamento inglés. Esta normativa es el primer reconocimiento expreso del Derecho de Autor la cual concede al creador derechos exclusivos sobre sus obras. Sin embargo, sólo amparaba las obras literarias sin referirse, por tanto, a otros ámbitos de creación. Al decir de Claude Colombet “(…) constituía una legislación formalista; el registro de la obra era indispensable y únicamente otorgaba una protección muy limitada en el tiempo.”
Con relación a la protección en la esfera de las artes plásticas, en Francia se dictaron normativas como los Decretos de 28 de junio de 1714 y 11 de octubre de 1719, los que a pesar de ir dirigidos a los académicos solamente, resultaban un progreso en la tutela de los intereses intelectuales. Estas regulaciones protegieron rigurosamente la reproducción de las obras por medio del grabado y sus ventas, estableciendo incluso sanciones como la multa y la confiscación a los infractores.
También jugaron un papel importante en la materialización y concreción de los derechos de los autores en este ámbito, el desarrollo de la industria de la seda en Lyon. Ello propició que se establecieran regulaciones para defender a los fabricantes (de la misma manera que ya había sucedido con los impresores de libros) entre los años 1712 -1717 y en el 1744. En estos casos la creación era por sí misma meritoria de protección, sin que se restringiera temporalmente la titularidad sobre los diseños y sin que se exigiese el cumplimiento de formalidades; pero las limitaciones venían dadas por circunscribirse dichas normativas a la mencionada ciudad. Posteriormente se dicta una legislación unitaria en 1787 bajo el reinado de Luis XIV, y la protección pasó a ser nacional; aunque realmente dicha disposición nunca fue aplicada.
También tiene lugar, el 21 de abril de 1766, la Declaración de la Comunidad de Fundadores y Grabadores, quienes se pronunciaban en favor de la prohibición de usurpar los moldes de los maestros fundidores e imprimir utilizando los modelos de éstos.
Por otra parte, en Inglaterra se promulgó en 1735 una ley que resguardaba los intereses de los artistas plásticos y especialmente de los grabadores, lo que significó también un avance en la tutela de sus derechos.
De este modo, se va extendiendo poco a poco la protección que en sus inicios sólo contemplaba a las obras literarias, incorporándose las obras musicales y también las de arte. Esta amplitud se refleja en los Decretos franceses 13-19 de enero de 1791 y 19-24 de julio de 1793. Este último fue una normativa más generalizada que “reconoció expresamente la propiedad artística y literaria, que determinó en forma orgánica y ordenada la defensa integral del Derecho de Autor”.
Dichas normas permitieron afianzar el reconocimiento del derecho singular del creador sobre su obra, como también lo hicieron las legislaciones dictadas en los Estados Unidos a finales del siglo XVIII, que promulgadas con anterioridad a las disposiciones jurídicas mencionadas, ejercieron una notable influencia en la formulación de aquéllas. De esa manera la Constitución americana de 1787 en su artículo 1, Sección ocho, daba al Congreso la facultad de “promover el progreso de la ciencia y de las artes útiles, garantizando por un tiempo limitado a los autores y a los inventores un derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos y descubrimientos”.
El Derecho de Autor adquiere así un sentido definitivamente moderno y paulatinamente, los distintos países fueron estableciendo leyes para velar por los derechos de los creadores. Asimismo, muchos insertaron dentro de sus Constituciones nacionales los derechos de autor dentro de los derechos fundamentales del individuo.
1.2 Una visión desde el ámbito de la protección internacional
El desarrollo de las relaciones internacionales, la difusión cada vez más amplia dada por los nuevos medios de comunicación a las creaciones resultantes del trabajo intelectual, y la reproducción, utilización y comercialización de las obras, derivó en la impostergable necesidad de otorgar derechos a los autores más allá de los límites territoriales de sus fronteras.
En principio, las primeras formas de protección internacional se verificaron a través de la redacción de convenios bilaterales entre los Estados, sobre todo entre los países europeos. Dichos convenios tenían un alcance limitado y por tanto, se hizo necesario regular lo concerniente a los derechos de autor en una norma que viniera a homogeneizar y establecer un límite mínimo de protección en cuanto al ejercicio de estas facultades.
El Convenio de Berna -concluido el 9 de septiembre de 1886- nace entonces producto de estas exigencias; vigente aún, a pesar de las sucesivas modificaciones que ha sufrido. Este tratado multilateral concede un alto nivel de protección y ha pasado a ser un instrumento fundamental para brindarle a los autores las garantías más eficaces. A su vez, sirvió como detonante a toda una serie de regulaciones que con posterioridad se van dictando. En el marco interamericano, resultan, por ejemplo, el Tratado de Montevideo (1889), la Convención de México (1902), la Convención de Río de Janeiro (1906) y la Convención de La Habana (1928).
En 1952, se firma la Convención Universal sobre Derecho de Autor creada por iniciativa de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). Esta normativa vigente en la actualidad -después de ser revisada en julio de 1971- y que cuenta hoy con un gran número de adherentes, se hacía necesaria en el contexto de su surgimiento porque numerosos países consideraban que el nivel de protección establecido por el Convenio de Berna era muy elevado.
Se adoptó además, en 1994, el Acuerdo sobre los Aspectos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC), como resultado de las negociaciones efectuadas en la llamada “Ronda de Uruguay”, el que comprende normas relativas al comercio internacional en la esfera de la Propiedad Intelectual.
Por otra parte, se aprueba en 1996 en Ginebra, el texto de un tratado, que sin contradecir lo dispuesto por el Convenio de Berna, confiere a los autores un espectro más amplio de derechos: el Tratado de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) sobre Derecho de Autor.
Todas estas normativas protegen los derechos de los creadores intelectuales y dentro de éstos los relativos a la propiedad artística, comprendiendo por tanto, a los creadores visuales.