Numerosas investigaciones han analizado el impacto que producen los roles sexuales sobre el liderazgo. La comparación entre hombres y mujeres, el estudio de sus diferencias y similitudes, ha dado lugar a intensos y frecuentes debates. En muchas ocasiones, el trasfondo de estos debates se asienta sobre posturas ideológicas más o menos extremas. Lejos de desear incidir en este tipo de debates, hemos de defender una postura integradora y constructiva.
La obviedad de las diferencias biológicas no debe hacernos pasar por alto una cuestión cada vez más tratada: las relaciones entre los factores biológicos y los psicológicos. Cada vez son más numerosos los estudios que tratan de analizar la influencia de hechos biológicos diferenciales sobre el comportamiento. Así, por ejemplo, se ha señalado en algunas ocasiones que la maternidad, la capacidad de crear vida, influye sobre el comportamiento femenino.
Las diferencias entre hombres y mujeres en el nivel psicológico constituyen dos estilos distintos de pensar y actuar. Estos estilos se manifestarán, como es lógico, en el comportamiento de hombres y mujeres en las empresas. No obstante, tales estilos deben ser entendidos como conjuntos de capacidades o tendencias, y en ningún caso como factores que determinan la actuación en un sentido o en otro.
Para comprender adecuadamente el porqué de diferentes estilos de actuar es conveniente comprender primero cómo se conoce la realidad. Los modos fundamentales de conocer son dos: el conocimiento abstracto y el conocimiento experimental. El primero de ellos es el que se refiere a lo que conocemos a través de otros, de la tradición, e incluye lo que normalmente se entiende por ciencia, es decir, modelos de la realidad que ayudan a entenderla mejor. El conocimiento experimental, que recoge las cosas que nos han ocurrido, sería en su nivel más elemental, la memoria: es vida, vivencia. En este caso, el equivalente a ciencia es entendimiento: saber interpretar aquello que se ha vivido. Ambas formas de conocimiento son “correctas”, es decir, no es adecuado establecer una jerarquía, considerando una de ellas como superior a la otra.
La mayoría de las investigaciones han establecido el siguiente supuesto: lo característico de la feminidad es el mayor dominio del conocimiento experimental sobre el abstracto, mientras que en el caso de la masculinidad, es el conocimiento abstracto el que domina. Esto no quiere decir en absoluto que las mujeres carezcan de capacidad de conocimiento abstracto y, viceversa, que los hombres no conozcan experimentalmente. Hablamos sólo en términos de tendencias y de mayor o menor peso relativo de cada una de estas formas de conocimiento en las decisiones.
En relación con el mundo empresarial, la capacidad de conocimiento abstracto resulta especialmente útil a la hora de definir y presentar objetivos, aquello a lo que se pretende llegar. El conocimiento experimental, por su parte, va más dirigido al establecimiento de políticas, las condiciones que ha de ser respetadas en el camino hacia el logro de ese objetivo. Podemos considerar, generalizando, que el hombre es mejor proponiendo objetivos o alternativas, y la mujer las evalúa de modo más completo, es decir, establece las condiciones que habrán de tenerse en cuenta para optar por una u otra alternativa. Se trata, por decirlo de alguna manera, de una especialización funcional.
Hemos caracterizado el liderazgo masculino con las cualidades de estructuración y construcción concreta, y definido el liderazgo femenino por la intuición y visión de conjunto. Pues bien, hoy estamos inmersos en una economía que cambia continuamente y en la que se da mucha importancia a la innovación y a la diversidad. Los valores directivos han evolucionado en respuesta a esta tendencia: se busca la innovación y los intercambios informales, se da el valor máximo a la amplitud de visión y a la habilidad de pensar creativamente.
Por ello, parece claro, que las organizaciones necesitan integrar ambos polos en lo que podemos definir como el líder-persona. Ambos polos deben ser conservados en este modelo, que es, en realidad, una “superación”, es decir, algo superior al modelo tradicional masculino o al estrictamente femenino. En esta superación estriba el progreso de la dirección de empresas.
Que muchas mujeres cualificadas queden fuera de los puestos directivos, supondría, sencillamente, un despilfarro de talento.