Así como hacemos la distinción al hablar de la inteligencia (cabe un mayor despliegue de sus dimensiones, sin duda), hemos de hacerlo al hablar de la intuición. La intuición es plural en sus manifestaciones, sus orígenes, sus significados…, pero parece ciertamente útil empezar separando la cognitiva de la emocional. Asociada al pensamiento, nos ayuda a encontrar soluciones o verdades que se nos ocultaban y que podemos explicitar; asociada a las emociones y sentimientos, nos ayuda, por ejemplo, a confiar o desconfiar de una persona o un proyecto, sin que podamos explicarlo.
Casi todos reconocemos manifestaciones como las siguientes: una certeza profunda e inexplicable; una solución repentina para un problema persistente; una oportuna idea, inesperada y valiosa; una apuesta decidida por determinada dirección en que aplicar nuestro esfuerzo; un peculiar sentimiento de confianza (o desconfianza) hacia una persona, un asunto, un proyecto o una información; una sensación, mental o visceral, de advertencia sobre riesgos o peligros; una interesante abstracción o conexión, surgida súbitamente del estudio de una documentación… El lector distingue sin duda lo cognitivo de lo emocional, y quizá donde haya más dificultad sea en la identificación de la intuición genuina dentro de la intrincada selva de inquietudes, temores, conjeturas, etc., que concurren en nuestra mente.
La intuición cognitiva llevó, por ejemplo, a Friedrich August Kekulé von Stradonitz (1829-1896), químico alemán, a descubrir, en forma de revelación onírica, la estructura en anillo de la molécula del benceno. En realidad tuvo más sueños reveladores, y no sorprende que defendiera públicamente el valor de la intuición. Podemos recordarlo brevemente.
Un atardecer de 1865, frente al fuego de la chimenea en su estudio de Gante, casi a oscuras, dando vueltas en la cabeza al problema planteado, nuestro investigador se quedó adormilado. Pronto tuvo una visión; en ella reconoció un conjunto de átomos juguetones (escena que ya había contemplado en un sueño anterior) que acababan dando forma a una especie de gusano o serpiente que se mordía la cola: algo así como el uróboros, icono alquímico.
Despertó inmediatamente, y dedicó las horas siguientes a disponer los átomos en anillo, hasta que llegó a la conocida arquitectura hexagonal del C6H6. Aproximadamente así nos describió la experiencia este químico, que por cierto también había estudiado Arquitectura.
La escena en que podemos imaginarnos a Kekulé parece realmente catalizar la contribución intuitiva, y quizá casi todos hemos recibido alguna vez una respuesta de esta naturaleza, al dormirnos con una especial inquietud en la cabeza. Puede decirse que, con su empeño investigador, se ganó un regalo del inconsciente; una recompensa que no le llegaba por el camino de la razón analítica. Desde luego, la intuición cognitiva puede presentarse, y lo hace normalmente, en la vigilia, y así todos hemos tenido alguna vez una idea valiosa en un momento inesperado, una especie de “eureka”. Así le ocurrió al físico Freeman Dyson que, tras dedicar varios meses a estudiar los saltos inferenciales de Feynman y los cuidadosos pasos de Schwinger, contribuyó a aclarar las cosas decisivamente en el campo de la electrodinámica cuántica, pero el lector recordará casos más próximos.
En cuanto a la intuición emocional, podemos aludir a Masaru Ibuka, socio de Akio Morita en la fundación de Sony. Ibuka sostenía, quizá en serio, que se tomaba una taza de té y esperaba a las sensaciones viscerales, antes de decidirse ante una cuestión de gran trascendencia. Al respecto recordemos la aparición de aquellos primeros receptores de radio, fabricados con transistores. Como se sabe, el transistor fue desarrollado en los Laboratorios Bell de la Western Electric, en Estados Unidos, en 1947; los americanos, sin embargo, no imaginaron todas las posibilidades y parecían estudiar por entonces aplicaciones para la industria militar.
En los primeros años 50, Ibuka viajó a Estados Unidos y se interesó por el invento. Acabó adquiriendo por 50.000 dólares la licencia de fabricación de estos pequeños dispositivos, llamados a sustituir a los tubos de vacío; con ellos quería fabricar pequeñas radios portátiles en las que nadie parecía haber depositado todavía muchas expectativas. Fueron muchos los obstáculos encontrados por Ibuka en sus gestiones, pero estaba convencido de ir por buen camino, de disponer de la tecnología y del capital humano precisos, y no cedió en su empeño. Tampoco cedió en la creación del Walkman al final de los años 70, siendo ya presidente honorario de la compañía. Y asimismo podemos hablar de intuición emocional en el caso de Ray Kroc, de McDonald´s, como podemos igualmente hablar de casos en que no era intuición lo que relucía, sino meros deseos de éxito.
En definitiva, y aunque todo esto es más complejo, la intuición cognitiva nutre nuestra perspicacia, creatividad y perspectiva en la búsqueda de soluciones o respuestas, y la emocional nos advierte, sin que podamos explicar por qué, de riesgos, peligros, amenazas e incluso de oportunidades valiosas o caminos a emprender. Pero la conclusión final de estas líneas ha de ser que todos tenemos en la intuición genuina un refuerzo poderoso para nuestra inteligencia; un refuerzo del que quizá no hacemos el mejor uso.