El sistema de dirigir por objetivos, que hace más de cincuenta años apuntara Peter Drucker y desarrollaran también otros autores, se ha venido encontrando con dificultades en su aplicación y parece haber resultado adulterado en las empresas con alguna frecuencia; quizá por ello y por otras razones, incluidas tal vez las cotas de profesionalidad y compromiso que demanda, se viene observando la Dirección por Objetivos con alguna prevención en el panorama neosecular.
Pero ha sido recientemente (2006) cuando un libro, editado por las consultoras Élogos y Mind Value, ha sido muy explícito rechazando este sistema de dirección.
Escrito por Sandra Díaz Leonardo y Marián García Arigüel, el libro “Dirección por Hábitos: un modelo de transformación” rechaza ya en la página 20 la dirección por Objetivos (DpO), presenta luego a la Dirección por Valores (DpV) como un avance notable, y apunta a la Dirección por Hábitos (DpH) como sistema más idóneo en el progreso de la dirección.
Concretamente y en su primera referencia a la DpO, las autoras traen palabras al parecer recogidas por otro autor (Miguel Ángel Alcalá): “La dirección por objetivos reduce al obrero a una herramienta viviente, con esquemas de bonos diferenciales para inducirle a emplear hasta la última gota de energía”.
Adhiriéndose a esta frase, añaden inmediatamente Díaz y García: “No podemos sino rechazar una forma de gobierno que no ve al ser humano como integral”. Esto es ciertamente lo primero que se dice de la DpO en este libro de Élogos y Mind Value, y suena sorprendente: en más de dos décadas de presencia de este sistema profesional de gestión en España, no habíamos conocido un punto de vista tan crítico.
En realidad, la frase en que las autoras basan su contundente rechazo a la DpO está textualmente traducida del autor Edward Cadbury, que al parecer (según referencias encontradas en Internet) la escribió en inglés (…the reduction of the workman to a living tool, with differential bonus schemes to induce him to expend his last ounce of energy…) en torno a 1914, pero no refiriéndose a la Dirección por Objetivos (de la que faltaban varias décadas para que empezara a hablarse), sino a algunos efectos del taylorismo. De modo que las autoras estarían fundiendo la Dirección por Objetivos de avanzado el siglo XX, con posibles desviaciones del management científico que Frederick Winslow Taylor difundiera a principios del siglo pasado. Hay que recordar aquí que, cuando Drucker se refería, con respeto, al taylorismo, apuntaba empero errores que consideraba fundamentales, y no parece por consiguiente acertada la fusión (no cabe pensar en confusión) de unos y otros postulados.
Es verdad que, sin utilizar argumentos amparados en errores, podríamos poner en cuestión el sistema de dirección por objetivos o, más concretamente, las específicas aplicaciones del mismo en diferentes organizaciones; pero hay muchos expertos y directivos que consideran imprescindible la formulación de metas a alcanzar y objetivos a conseguir.
Alinear nuestros esfuerzos con un propósito parece necesario, porque de otro modo no sabríamos si cada paso nos acerca o nos aleja de los resultados esperados; pero es cierto que la formulación de objetivos ha resultado bien compleja en más de una ocasión. Podemos rechazar la DpO como hacen las autoras de este libro, u optar por extremar el cuidado al formular objetivos, cualitativos o cuantitativos, de modo que estimulen la profesionalidad de directivos y trabajadores, y contribuyan al deseable empowerment (probablemente inexcusable en la economía del conocimiento).
Hay que añadir, por otra parte, que la persecución de objetivos idóneamente formulados no cierra el paso a otros postulados del management, sino que precisamente los abre.
El modelo de Dirección por Hábitos del profesor Fernández Aguado (Mind Value) no parece referirse al qué conseguir (objetivos) sino a los hábitos relacionados con el cómo. Al hablar de hábitos específicos, se nos habla de prudencia, equidad, puntualidad, laboriosidad, alegría, valentía, buen humor, responsabilidad, reciedumbre, equilibrio, saber estar, buen gusto, sencillez…
Estos atributos pueden verse como fortalezas personales, como valores e incluso como hábitos, y sin duda son positivos; pero, ¿cabe realmente rechazar la persecución de objetivos, para predicar buenos hábitos?
La alternativa que se nos propone: la DpH
El libro “Dirección por Hábitos: un modelo de transformación”, editado por Élogos con el aval de Mind Value, nos propone la denominada Dirección por Hábitos (DpH) como un sistema superior, que da cabida a la DpO “pero no como el elemento central, sino como una herramienta de operación que permite clarificar las tareas a corto plazo…”. La verdad es que uno pensaba que la DpO clarificaba objetivos, es decir, resultados a conseguir, y no tanto las tareas a realizar (como dice el libro), pero, debido al prestigio de la factoría Mind Value, me propuse averiguar en qué consistía la DpH.
Yo había leído, en un estudio de Deloitte & Touche preparado por Miguel Ángel Alcalá (director general de la Asociación Internacional de Estudios sobre Management): “Los retos de la DpH son dos: definir cuáles son los hábitos que convienen a las personas, y mostrar los senderos para lograrlos.
En este sentido estricto, el trabajo consiste en que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”. Ya entonces me había propuesto descifrar la DpH, porque este párrafo de Alcalá me parecía retador: siendo impensable que se estuviera tomando el pelo al lector, debía haber algo especial en la DpH.
En el libro de Élogos a que me he referido, se nos dice que la DpH “consiste en poner los valores en acción”, pero pensé que esto tenía más que ver con la dirección por valores (DpV) y seguí leyendo el capítulo 3, en que se describe el modelo de Javier Fernández Aguado:
- “La DpH se propone como un estadio superior dentro del desarrollo de los estilos de dirección o liderazgo”.
- “La DpH recoge los aspectos más relevantes de la DpV, pero con incrementada profundidad antropológica”.
- “La DpH es el logro de la traducción de los valores de la empresa en las acciones cotidianas”.
- “La DpH exige mucho más del directivo, pues en buena medida la herramienta de gestión serán sus propias conductas”.
- “La DpH implica un compromiso profundo por parte del directivo y de los colaboradores, pues no es sólo asumir un referente aspiracional externo…”
- “La DpH puede definirse como el liderazgo que se caracteriza por la conquista de conductas positivas…”.
De esto y otras ideas desplegadas, deduje —porque no supe extraer aquí mayor cuerpo doctrinal— que la DpH debía consistir en que los directivos, en su papel de líderes, practicaran buenos hábitos y sirvieran de ejemplo a sus colaboradores.
Entre los hábitos a que se refiere el sistema, el libro destaca la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, e incluye una ajustada descripción de estas virtudes cardinales; cabe por tanto inferir que se trata, básicamente, de que los directivos sean virtuosos, y que los trabajadores sigan su ejemplo.
Tal vez el lector pensará, como yo, que para ser prudentes, justos, fuertes de ánimo y templados, quizá los trabajadores no necesitan ya, en la empresa, el ejemplo de nadie, como tampoco para ser puntuales, íntegros, alegres o audaces, o para tener buen humor; pero no cabe cuestionar la ejemplaridad en la conducta de los directivos, hayan o no de servir de ejemplo: bienvenido sea por tanto el cultivo de buenos hábitos y virtudes cardinales. Probablemente, sea cual fuere nuestra religión o cultura, a todos, de niños, se nos han predicado estas virtudes, y de hecho forman parte de las fortalezas ubicuas que recoge la psicología positiva, liderada por Martin Seligman. Prudencia, justicia, fortaleza y templanza están, como sabemos, presentes en la evangelización continua de los cristianos adultos: a menudo, en el sermón dominical.
Como lector, me costaba ver en el libro al cómo por encima de qué; pero sobre todo me costaba ver el cómo aparentemente reducido a la práctica de hábitos virtuosos: quizá ustedes vean algo más al leerlo.
Creo que, en la empresa, la consecución de resultados se logra mediante la realización de tareas, el desempeño de funciones, la aplicación del conocimiento, la mejora continua, la innovación, la orientación al mercado y los clientes…, materializado todo esto con esmero y profesionalidad; no está mal, sino bien, ser prudentes, justos, valientes o alegres, pero sin duda vamos a la empresa, cada día, a trabajar. Como seguidores de los líderes, o como subordinados de los jefes, o como colaboradores de los titulares, o como profesionales de nuestra área técnica, pero vamos al trabajo a desarrollar tareas tras unas metas normalmente conocidas. Parece una innecesaria perogrullada, pero —disculpen— necesitaba decirlo.
Nuevos perfiles
He intentado, sin embargo y sin éxito, dialogar con Élogos y Mind Value sobre la necesidad de revisar los perfiles de trabajadores y directivos, en esta emergente economía del conocimiento y la innovación, porque quizá los modelos líderes-seguidores estén perdiendo vigencia en beneficio de unas relaciones más profesionales. El nuevo trabajador del saber que nos describió Peter Drucker es responsable y competente, y desempeña su papel con buena dosis de autonomía; en su área técnica-científica, sus conocimientos superan típicamente a los de sus directivos, toman decisiones (empowerment), y mejoran, mediante el aprendizaje y desarrollo permanente, sus conocimientos, habilidades, facultades, actitudes y actuaciones. Parecen ser tan leales —o quizá más— a su profesión como a su empresa, y por eso son amantes de las cosas bien hechas: así parece ser el trabajador necesario en la economía emergente.
Curiosamente, de los directivos y ejecutivos del panorama finisecular, no tenía Drucker una buena imagen: “Me horroriza la codicia de los ejecutivos de hoy día”, decía el autor en uno de sus últimos libros. En efecto, hemos conocido en los últimos años conductas nada ejemplares en algunos grandes ejecutivos, fuera y dentro de nuestro país: el poder, sin duda, tiende a corromper, aunque no debamos generalizar.
Paralelamente a la evolución del perfil del trabajador en la economía emergente, podemos referirnos a la del perfil de los directivos intermedios. Tal vez hayan de ser ya menos ministros del Interior y más ministros de Exteriores, y, aunque su conducta haya de resultar siempre ejemplar, quizá sus más significativos hábitos y virtudes no coincidan con las prioridades que, en esta materia, correspondan a los trabajadores del saber.
A todos enriquece la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza bien entendidas que el libro predica, pero, por ejemplo, elementos como la responsabilidad, el compromiso o el saber estar, pueden resultar más relevantes para el directivo, y no resultar en la misma medida exigibles a los trabajadores… Por explicarlo, puede que el directivo se vea obligado a prolongar su jornada de forma habitual, o a adaptar su horario, y que no debiéramos esperar lo mismo de trabajadores cuyo salario sea sensiblemente inferior (a veces la mitad o la tercera parte); puede que el compromiso lleve al directivo a hacer sacrificios que no quepa exigir al trabajador; puede que la prudencia del directivo se funda a veces con la corrección política, y que el trabajador haya de ser, alguna vez, menos políticamente correcto…
El competency movement iniciado por McClelland en los años 70 nos movió a identificar los conocimientos, destrezas, habilidades, fortalezas, valores, actitudes y hábitos (me sorprendió, por cierto, que se hablara en el libro de hábitos, sin insistir algo más en los que postulara Stephen Covey para la efectividad personal) exigidos por cada puesto de trabajo; de modo que todos debemos desplegar un perfil profesional que tenga los requerimientos del puesto como referencia, y quizá no debamos fijarnos tanto en nuestros jefes como modelos competenciales. Por otra parte, seguir el ejemplo del jefe podría llevarnos también alguna vez a elevadas cotas de culto al ego, de narcisismo, de codicia, de afán de poder, de presunción de infalibilidad, etc.
Hago aquí de abogado del diablo para alentar el pensamiento crítico del lector, que debe recibir con cuidado y reflexión cada punto de vista a que acceda, incluido el de este articulista.
A mí, y voy terminando, no me convence el pensamiento, también encontrado en el libro, de que “un buen líder es aquél que sabe obtener lo mejor de sus colaboradores”, porque entonces, si un trabajador diera lo mejor de sí mismo, tenderíamos a atribuir casi automáticamente el mérito al jefe. Creo que éste, en el siglo XXI, ha de catalizar el buen desempeño de los profesionales de su área, sin excederse en la “conquista” de sus voluntades, ni restarles protagonismo; pero, naturalmente, cada organización reparte los papeles entre directivos y trabajadores en función de sus circunstancias e intereses.
Mi conclusión
Me parece que, tal como distinguimos entre fines y medios, cabe hacerlo entre objetivos a perseguir, y tareas a realizar para alcanzarlos. A la hora de desarrollar estas tareas, conviene, desde luego, que seamos virtuosos, pero sin olvidar los resultados que hemos de conseguir como profesionales. O sea, yo concedería mayor vigencia a la persecución de metas, resultados, objetivos, idóneamente formulados en las empresas.
Si los medios han de ponerse al servicio de los fines, las conductas profesionales y virtuosas habrían de ponerse al servicio de los objetivos formulados; por eso me cuesta entender que sea la DpH, la que “dé cabida” a la DpO. Lo entendería mejor al revés, pero es que la DpO no parece haber pretendido nunca conquistar espacios ajenos: como yo la he conocido, se ha venido refiriendo a los resultados a conseguir, dejando el cómo (y la orquestación del aprendizaje permanente) al funcionamiento de cada empresa, y dejando los valores y estilos a la cultura organizacional.
Hemos de admitir que, obsesionados por la consecución de objetivos, quizá algunas personas hayan desvirtuado a veces sus conductas en los años transcurridos, y sí parece ciertamente oportuno y necesario hablar de valores, hábitos y buenas conductas en las empresas.
En realidad, uno preferiría hablar de “profesionalidad” para etiquetar las conductas y relaciones que han de caracterizarnos, pero he desplegado todas estas reflexiones en defensa de la necesidad de perseguir y conseguir resultados, previamente formulados como objetivos ambiciosos, pero realistas y profesionalmente estimulantes. Agradezco al lector que me haya seguido hasta aquí, en mi “rechazo al rechazo” de la dirección por objetivos, ya asiente o disiente ante lo leído aquí o allí.