La máxima délfica, atribuida a Apolo vía oráculo y bien presente en el pensamiento de Sócrates, es también aplicable en el mundo empresarial; tanto a nivel individual (para atender a la mejora continua de nuestras capacidades con la suficiente dosis de autocrítica), como en lo que se refiere a la empresa como colectivo (para mejorar su competitividad).
Este conocimiento riguroso de sí misma -ineludible para la empresa- no resulta, empero, fácil de alcanzar. Hay muy diversos puntos de vista al respecto dentro de cada organización, y la síntesis es difícil; a menudo, todo se reduce a los indicadores económicos: todo va bien, si las cifras van bien.
Las cifras son, incuestionablemente, importantes, fundamentales, y aun vitales, en la andadura de la empresa. Vaya por delante la perogrullada. Constituyen la inquietud cotidiana de la Alta Dirección y, en buena medida, una inquietud de todos los mandos y empleados. Vienen a ser el «hard» en la gestión de la empresa. Cuando las cifras van mal, no siempre hay suficiente serenidad para abordar el «soft» (visión de futuro, mejora de procesos, trabajo en equipo, comunicación interna, desarrollo y satisfacción profesional de los empleados, empowerment…).
Pero cuando las cifras están mejorando o van bien, podemos caer en la tentación de bajar la guardia. Aunque estemos haciendo las cosas razonablemente bien y obteniendo buenos resultados, es quizá más inexcusable entonces que aprovechemos la coyuntura para estirar los músculos de la organización, dotarla de mayor agilidad y eficiencia, curar y prevenir sus posibles enfermedades y, en definitiva, anticiparnos al futuro, que cada vez es más opaco y obliga a más y más cambios. En todo esto hay más que palabras: hay significado.
No se trata sólo de que las empresas se autoevalúen periódicamente conforme a los postulados emergentes de los modelos de excelencia empresarial; esto es, sin duda, saludable, pero se corre el riesgo, entre otros, de dejarlo todo nuevamente en números. El conocimiento a fondo que nos parece recomendable parecería, en sí mismo, un fin; pero es, sobre todo, un medio, que apunta a que las empresas definan con rigor su presencia en el mercado; a que posean una suficiente conciencia de su realidad, es decir, de su posición, de su potencialidad, de sus recursos, de la viabilidad de sus propósitos… Hasta cierto tamaño de las empresas, muchos directivos tienen una idea suficiente de las fortalezas y debilidades de su empresa, sin embargo, algunos de ellos confiesan no tenerlas siempre presentes.
En las empresas grandes, el conocimiento que de las mismas puede alcanzar el personal directivo está, lógicamente, limitado en profundidad. La Alta Dirección recibe la información que le transmiten los directivos del siguiente nivel jerárquico, atentos siempre a mostrar la eficiencia y contribución de sus departamentos. Pero a la hora de acometer mejoras y cambios, es preciso saber -entre otras cosas y con suficiente detalle- de dónde se parte y qué dificultades se van a encontrar. (Y adónde se quiere llegar).
¿Cómo somos?
¿De qué somos capaces con nuestros propios medios? ¿Y con ayuda exterior? ¿Qué piensan de nosotros nuestros clientes? ¿Y qué es lo que nos dicen? ¿Qué entendemos por «calidad»? ¿Qué valores y cualidades se fomentan en los directivos? ¿Y en los trabajadores? ¿Qué porcentaje de horas de nuestros empleados se dedica a repetir cosas mal hechas por sí mismos o por otros? ¿Qué actividades o intermediaciones son prescindibles? ¿Qué tareas cruciales se hacen sin el debido rigor? ¿Cuántas intermisiones padecen las tareas que requieren concentración? ¿En qué medida se aprovechan las capacidades o habilidades de las personas? ¿Qué porcentaje se obtiene de pedidos sobre ofertas? ¿Dónde están las claves para la mejora?
Prosigamos: ¿Qué porcentaje de decisiones se toman por cansancio o se dejan sin tomar? ¿Cuántos problemas de gestión resultan inextricables? ¿Es verdad aquí eso de que el estrés produce estulticia? ¿Cómo se ejerce la autoridad? ¿Se practica la autocrítica institucional? ¿Qué futuro tiene un empleado crítico? ¿Quiénes son, de verdad, nuestros competidores? ¿Qué nos mueve más: el trabajo bien hecho, o quedar bien con el jefe? ¿Por qué nos eligen nuestros clientes? ¿Aprendemos de nuestras experiencias? ¿Tenemos buenas bases de datos? ¿Fluye bien la información? Otro descanso.
Continuemos: ¿Cómo está el patio (clima laboral)? ¿Cómo son nuestras relaciones con proveedores? ¿Cómo llegan los virus a la red local? ¿Por qué se compran bolígrafos que no escriben, aunque cuesten dos pesetas menos? ¿Por qué tenemos tantas reuniones? ¿Por qué se diluyen las responsabilidades y nadie es culpable de nada? ¿Qué es lo que más cunde al trabajador: la sumisión o la lealtad? ¿Se practica bien el feedback? ¿Se practica bien el stroking? ¿El mentoring? ¿El benchmarking? ¿El coaching?
Pero seguir, podríamos seguir: ¿Hay panfilismo, pusilanimidad, inmovilismo, lentitud, o alguna otra enfermedad clásica de las organizaciones? ¿Hay contradicciones culturales? ¿Cómo andamos de pecados capitales y virtudes cardinales? ¿Cómo se llega a jefe en esta empresa? ¿Funciona mucho lo de los amiguetes, para sortear los formalismos procedimentales? ¿Para qué sirven los planes de comunicación interna? ¿Quién lee el boletín corporativo? ¿Quiénes son las queen bees?… ¿Tienen, en general, los directivos y mandos respuestas para todas estas preguntas y para algunas otras más profundas que no se nos han ocurrido aquí?
¿Y?
Caso de contar con las respuestas, no es siempre sencillo traducirlas en conclusiones acertadas, orientadas a la mejora de la productividad y la competitividad. Porque de esto se trata: de mejorar la productividad y la competitividad, atendiendo al mismo tiempo a la satisfacción profesional de las personas y disponiendo una organización ágil, versátil, flexible y armónica. Que cada uno sepa siempre quién es quién, sepa qué tiene que conseguir, y sepa qué tiene que hacer para conseguirlo: aunque las respuestas cambien periódicamente, en función de las coyunturas.
Hay ya varias empresas de consultoría empresarial que incluyen entre sus servicios, diagnósticos de diversa taxonomía y alcance. Así como los estudios de clima laboral (más frecuentes al principio de la década) se encargaban a consultoras especializadas, los diagnósticos de excelencia pueden resultar más rigurosos si se encargan a especialistas capaces de identificar o definir, además, los focos de mejora, la secuencia del plan correspondiente, los cuidados especiales a observar, las realimentaciones posibles, los indicadores de progreso… Pero, con o sin ayuda externa, cada organización debe conocerse a sí misma; saber dónde se encuentra y a dónde quiere llegar.
Cuando el diagnóstico de una organización en crisis resulta sencillo de hacer (porque los problemas son bien visibles), la solución suele ser entonces complicada de aplicar. Pero si se controla regularmente la salud de la organización, las aconsejables medidas correctoras o preventivas resultan más fácilmente aplicables. A menudo, al hablar de cambios en las empresas, se insiste en que para construir, hay antes que destruir.
Sí parece que hay, desde luego, que agitar las organizaciones, para deshacer vínculos viciados y neutralizar resistencias; pero se debe hacer ambas cosas -destruir y construir- con la cautela y mesura debidas: no siempre se han producido los cambios en la dirección deseada. Hay casos en que algunas decisiones de reducción de costes, por ejemplo, se toman de manera apresurada y acaban generando posteriores incrementos de los mismos, o deterioros sensibles en la imagen de la compañía.
Conclusión
Los directivos suelen poner gran énfasis en la definición de su estrategia y lo suelen hacer a satisfacción de todos los agentes: accionistas, clientes, empleados… Pero no siempre se acierta con la táctica, y cuando, en algunas ocasiones, se cometen grandes o pequeños errores cotidianos, éstos suelen tener bastante que ver con insuficiencias en el conocimiento de la organización, por parte de quienes toman las decisiones. Atendamos al mandato délfico: conozcámonos mejor como individuos y como colectivo organizado.