La lucha del heliocentrismo por imponerse desvela el pensamiento crítico de expertos astrónomos, a quienes quizá debemos un reconocimiento en el Año (2009) Internacional de la Astronomía. Además, 2009 es también el Año Europeo de la Creatividad y la Innovación, y, para innovar, a menudo hemos de cuestionar lo establecido. Esto, cuestionar lo establecido, hicieron astrónomos como Aristarco, Copérnico, Kepler, Galilei….
No debemos confundir al pensador crítico que busca verdades, con el crítico que busca fallos; al pensador crítico que denota curiosidad, con el crítico que denota insatisfacción; al pensador crítico que contrasta toda la información, con el crítico que se queda sólo con lo que avala sus juicios… El pensamiento crítico es preciso en las empresas, tanto en la mejora continua como en la inexcusable innovación. Pero vayamos, brevemente, a la historia del heliocentrismo.
El heliocentrismo
Primero fue, según se cree, Aristarco de Samos quien concibió a la Tierra girando alrededor del Sol, y luego hubieron de pasar 18 siglos para proponerlo de nuevo en Occidente. Al final y como es sabido se impuso la razón, y no faltaron vueltas al asunto, ni equivocadas soluciones de compromiso, como si de una negociación de intereses se tratara y no tanto de aceptar un hecho cierto; pero vayamos paso a paso.
En el siglo III antes de Cristo, Aristarco, astrónomo y matemático griego nacido en Samos, propuso al Sol como centro del universo, y a la Tierra como un planeta más, girando alrededor de aquél y también sobre su propio eje: una especie de herejía para la tradición astronómica, filosófica, religiosa, física y matemática. Frente a la tradición y el criterio del prestigioso Aristóteles en el siglo anterior, el astrónomo de Samos reunió fundamentos para sostener el suyo, incluido el tamaño relativo de ambos cuerpos celestes y la distancia de las estrellas; pero podemos decir, sin embargo, que su aportación fue abiertamente rechazada en su tiempo (también por Hiparco de Nicea un siglo después, a quien se relaciona con el ingenioso mecanismo de Antiquitera, hallado por casualidad). Subrayémoslo: en el siglo III aC, si no antes, había ya fundamento científico, aunque considerado “herético”, para dudar de la cosmovisión oficial.
Después de Cristo, en el siglo II, Tolomeo (Claudio Ptolomeo, 85-165), seguidor de la visión geocéntrica y trabajando en la Biblioteca de Alejandría, vino a recoger lo sabido sobre el universo y añadir sobre ello sus conclusiones y teorías. Sus complejos modelos orbitales eran excéntricos y epicíclicos (supuestos ya planteados por Apolonio de Perga en el siglo III aC), frente a los circulares de Platón y Aristóteles, y también cabe recordar que nos identificó 48 constelaciones de estrellas. El hecho es que sus escritos influyeron sensiblemente en los estudios astronómicos realizados hasta pasada la Edad Media. El sistema de Tolomeo incluía a la Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno girando en torno a la Tierra (fija), y constituyó, al parecer, la referencia común de Occidente hasta que llegaron las conclusiones de Copérnico.
Sin referirnos por tanto a los astrónomos de Oriente, podemos saltar hasta el ilustre polifacético polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), padre de la moderna Astronomía, que llegó a Italia con 23 años y en las primeras décadas del siglo XVI fundamentó su modelo heliocéntrico de órbitas circulares, no sin cierta prevención sobre las posibles reacciones en el mundo religioso y en el científico; de hecho, él no llegó a ver publicados sus revolucionarios estudios, prudentemente dedicados al entonces titular del poder católico, Pablo III. Unos cien años antes de la llegada del telescopio, pero 18 siglos después de Aristarco, este astrónomo venía, por fin, a poner los cuerpos celestes en su sitio.
El modelo copernicano no era perfecto, pero sí racionalmente convincente. Contó, en las décadas siguientes, con algunos —no muchos— seguidores porque su descripción estaba formulada con rigor y claridad. Consideraba fijo el Sol, describía con acierto la traslación, rotación y precesión de la Tierra, y explicaba así la retrogradación de los planetas. En aquellos años fueron los protestantes, más que los católicos, quienes condenaron abiertamente las conclusiones del astrónomo polaco. Puede decirse que la Iglesia Católica guardó silencio hasta los tiempos de Galileo, y cabe relacionar esto con la ejemplar prudencia desplegada por Copérnico.
Tycho Brahe (1546-1601) nació tres años después de la muerte de Copérnico y sentía gran respeto por la obra de éste; pero compartía creencias con la sociedad de aquel tiempo y trabajó sobre el modelo tolomeico. Para explicar algunas incógnitas, este astrónomo y alquimista danés, quizá el último gran astrónomo anterior al telescopio, vino a proponer en 1586 lo que hoy puede verse como una solución de compromiso, aceptable por la jerarquía eclesiástica: el modelo geoheliocéntrico (también llamado ticónico, en referencia al autor), según el cual el Sol giraría alrededor de la Tierra (inmóvil) pero el resto de planetas lo haría sobre aquél.
Brahe (con quien colaboró el joven Kepler, aunque en una relación no exenta de desconfianzas) precisó con gran exactitud la posición de más de mil estrellas y de los planetas, pero es más conocido por su solución ticónica, políticamente correcta: una propuesta, por cierto, ya sugerida en el siglo IV aC por Heráclides de Ponto, que además apuntaba la rotación diaria de la Tierra sobre su eje. (En verdad cabe preguntarse por qué estuvo tantos siglos bloqueado el avance en el conocimiento del cosmos).
Johannes Kepler (1571-1630), matemático imperial (sustituyendo a Brahe) de Rodolfo II de Habsburgo, constituyó una figura clave en la revolución científica que abrió las puertas de la modernidad en el siglo XVII. Desde su época de estudiante en Tubinga (Alemania) era seguidor del modelo copernicano, pero la colaboración con Brahe, de quien consiguió heredar los trabajos desarrollados, le permitió dar importantes pasos en la definición del Sistema Solar. A pesar de ser profundamente religioso, no dudó Kepler en rechazar la visión oficial y geocéntrica de Tolomeo y la ticónica de su maestro; pero sí parece que tuvo cierto conflicto de conciencia para desestimar las perfectas —la obra de Dios debía ser perfecta— órbitas circulares propuestas por Copérnico, y acabar adoptando la elipse: una de las secciones cónicas que había descrito el ya citado gran geómetra Apolonio de Perga (lo cierto es que la elipse respondería a la suma de la circunferencia y la recta, y que podemos relacionar ésta con la traslación del Sol que hoy conocemos). Recordemos sus tres conocidas leyes, sin olvidar desde luego que Kepler contó, para proponerlas, con las valiosas medidas heredadas de Brahe:
- Los planetas describen órbitas elípticas en su desplazamiento alrededor del Sol, estando éste en uno de sus focos (1609).
- El radio vector que une un planeta y el Sol barre áreas iguales de la elipse en tiempos iguales (1609).
- El cuadrado del periodo orbital de cada planeta es proporcional al cubo de su distancia media al Sol (1618).
En 1609 y todavía sin usar el telescopio (del que dispondría un año después), ya había en efecto publicado Johannes Kepler sus dos primeras grandes formulaciones, y explicado, entre otros fenómenos, el movimiento retrógrado de Marte estudiado por Brahe. Obviamente, sus escritos heliocentristas fueron bloqueados por la Iglesia de Roma, pero fruto de su dedicación y de lo que hoy llamaríamos profesionalidad, vino a pasar de una visión geométrica del cosmos a una visión física, y llegó por ejemplo en 1627 a predecir el tránsito de Venus por delante del Sol en 1631 y su ciclo de 130 años. Sirvió en sus últimos años al general Wallenstein y, como anécdota, parece que su versión de las mareas como efecto de la atracción lunar fue atribuida a cierta demencia senil.
Y recordemos ahora que el telescopio de Lippershey (o quizá de Joan Roget) surgió al principio del siglo XVII fruto de la casualidad (hoy hablamos de serendipidad), y que el hecho tuvo gran resonancia. En 1609 y mediante diferentes fuentes (incluido un discípulo suyo, Jacques Badovere, que le escribió desde París), Galileo supo del trascendental hallazgo y construyó pronto uno más potente que le permitiría hacer interesantes observaciones. Lo cierto es que los primeros grandes usos del telescopio fueron bélicos: más prácticos para las necesidades del momento; pero sí lo dirigió enseguida Galileo al firmamento, en beneficio del avance en este campo. Entre otras observaciones estudió, por ejemplo, las lunas de Júpiter y las fases de Venus, y por todo ello adoptó sin reservas el modelo heliocéntrico de Copérnico.
En realidad Galileo Galilei (1564-1642), que había visto incrementado su prestigio con el telescopio, no hizo especialmente revolucionarias aportaciones a la Astronomía más allá de apostar con firmeza por el heliocentrismo, y tampoco prestó suficiente atención a los estudios de Brahe y Kepler. Parece que no relacionaba, por ejemplo, la marea con la Luna sino con el movimiento de la Tierra, lo que le daba un argumento más para defender el modelo copernicano. En esta defensa sí hemos de atribuirle gran mérito, aunque paralelamente Kepler estaba llegando bastante más lejos en la visión del universo.
Es sabido que la jerarquía católica persiguió a Galileo y le obligó a desdecirse públicamente de modo humillante en 1633, ocupando el papado Urbano VIII; pero también podemos atribuir un cierto deseo de enfrentamiento, si no de desafío, al astrónomo de Pisa. Su éxito pareció llevarle a un exceso de seguridad y confianza que culminó, como se recordará, con la publicación de su “Diálogo sobre los dos grandes sistemas del mundo” en 1632: una hábil crítica del modelo geocéntrico, ante la que ya no pudo transigir el Papa.
Hasta aquí quería llegar con los personajes: Aristarco, Tolomeo, Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo; pero recordemos que, afortunadamente, llegarían mejores tiempos para la ciencia. En el siglo XVIII, años después de que el astrónomo inglés James Bradley (1693-1762) descubriera el movimiento de nutación y la aberración de la luz, y contribuyera así a consolidar la Astronomía científica, el Papa Benedicto XIV anuló la condena del modelo heliocéntrico, sin que ello supusiera todavía su aceptación. En realidad no fue hasta el siglo XIX cuando empezó a hablarse con libertad y certeza de los movimientos de la Tierra. León XIII dio en 1893 otro paso en la aceptación del heliocentrismo, pero se diría que la ciencia ya se autorregulaba suficientemente y no dependía para ello de la Iglesia. Y ya en 1992, Juan Pablo II admitió de modo explícito el error en la condena de Galileo, aunque el modelo científico se había impuesto mucho antes por su propio peso: la ciencia se había ganado su independencia de la religión.
El lector recordará también a Newton, su ley de gravitación universal y demás contribuciones a la Astronomía, incluyendo las más recientes; sí, hay mucho más que recordar al respecto, pero sólo quería enfocar aquí la cosmovisión heliocéntrica, por el salto conceptual, revolucionario, que supuso. Quizá la jerarquía católica se había excedido en su antropocentrismo: o no alcanzó, entonces, a advertir el peso de las pruebas, o no parecía dispuesta a dejar en evidencia su lectura de las escrituras sagradas, u optó por evitar problemas. Desde luego, antes o después, habrían venido otros sabios que, leales a su ciencia y conciencia, defendieran que la Tierra se mueve, y que cabe hablar al menos de traslación, rotación, precesión y nutación.
Naturalmente, además de optar por una u otra alternativa en la explicación del movimiento de los planetas, los astrónomos citados contribuyeron con sus observaciones a ampliar progresivamente el conocimiento del cosmos; pero enfocamos aquí las reflexiones sobre la dificultad de cuestionar un modelo establecido. Con esta referencia, pasemos ya a analizar los perfiles atribuidos a los astrónomos citados (podríamos haber citado a algunos otros que igualmente merecen el recuerdo, pero nos habríamos extendido demasiado).
Los perfiles
¿Qué podemos decir de Aristarco? Parece que le movía el afán de saber más. Llegó a conclusiones impactantes para su entorno, pero estaba seguro de ellas y las dio a conocer. Cuando nosotros, consultando información, hacemos algún descubrimiento cotidiano interesante, ¿lo damos a conocer, o nos lo reservamos? Si lo difundimos, ¿lo hacemos para facilitar el trabajo de los demás, o para ser reconocidos como expertos? El astrónomo de Samos se nos muestra pensador y valiente, estudioso de su campo y atrevido. Lo recordamos pasados 23 siglos, y seguirá presente en la historia de la Astronomía. Nosotros nos sentiríamos satisfechos con que nos recordaran apenas 5 ó 10 años después de salir de una organización, y no siempre lo conseguimos ni se nos recuerda para bien. ¿Nos hemos siquiera planteado que se nos recuerde por algo positivo en nuestro trabajo? El innovador que da a conocer su novedad es recordado, incluso aunque no consiga imponer sus postulados.
¿En qué podemos imitar a Aristarco? No, no hace falta imitarlo como si fuera un santo lleno de virtudes; no imitemos a nadie: seamos únicos. Pero constatemos que el afán de aprender nos lleva a aprender, y que sin este afán no aprendemos, ni estamos en condición de innovar. Esta intrínseca motivación resulta determinante y, si se carece de ella, por muy bueno que fuera un curso, no aprenderíamos; por muy bueno que fuera un libro, no lo aprovecharíamos; por muy bueno que fuera un artículo, no lo saborearíamos; por muy sólido que fuera un reto, no lo asumiríamos. Aristarco no se conformó con lo que se sabía: quiso saber más, como Hiparco y tantos otros astrónomos de la Antigüedad. Estudió el firmamento con objetividad y penetración en los hechos, aseguró conclusiones contra lo establecido, y tuvo valor y asertividad para darlas a conocer.
Aquí aparece una facultad imprescindible en el trabajador del saber y el pensar: el pensamiento crítico. Distinto del escepticismo o la criticidad, éste es un pensamiento de calidad, riguroso, penetrante, que nos lleva a preguntarnos el porqué de las cosas hasta sentirnos convencidos; además, hace posible que la mucha información que hoy nos circunda sea debidamente traducida a conocimiento valioso y aplicable. En la Sociedad de la Información, dar por bueno todo lo que se lee o escucha resultaría arriesgado: hemos de evitar falsos aprendizajes y construir nuevo saber sobre bases sólidas, contrastadas, capaces de resistir posibles alegaciones de rechazo.
¿Qué decir de Tolomeo? Bien está aprender continuamente, pero observemos que además este sabio griego y egipcio, aunque equivocado en su concepción del universo, quiso recopilar el saber oficial existente y ofrecerlo a la posteridad; de hecho, vino a constituir una especie de referencia de la Astronomía hasta los tiempos de Copérnico. En nuestra Sociedad de la Información hemos de nutrir nuestro saber, pero también contribuir al de otros. En las empresas empezamos a hablar de la gestión del conocimiento mediados los años 90, pero puede que al respecto tengamos otra asignatura pendiente en más de una organización. Recordar a Tolomeo, supone insistir en esto: demos flujo al conocimiento, en beneficio de todos y del propio conocimiento. Sobre sus conclusiones pudieron, tiempo después, surgir otras más acertadas.
Hablemos de Copérnico. Si la intuición —reforzando su perspicacia y su pensamiento crítico— pudo guiar sus estudios y conclusiones, parece que también sirvió a su prudencia, porque evitó activar a la Iglesia en su contra. No dudó en considerar la alternativa desplegada por Aristarco, y acabar adoptando el modelo heliocéntrico; ató así varios cabos que le parecían sueltos y completó una teoría sólida, compacta, atractiva, redonda. No se trataba de un modelo perfecto sino perfectible; pero suponía una concepción ya irreversible del cosmos, que acabaría desplazando a la oficial tradicional. Hoy hablamos del “giro copernicano”, para referirnos a un cambio radical en la manera de pensar sobre algo, y bien merece este sabio que le recordemos con singular admiración.
Copérnico tenía mucho que ofrecer a su tiempo, pero no hubo arrogancia en él, sino disciplina y prudencia. Dirigió sus conclusiones al Papa evitando que pudieran ser interpretadas como un desacato o desafío, y aseguró así la deseada difusión de su modelo: no deseaba otra cosa. Cuestionó el saber establecido, pero no el poder establecido: un matiz a tener bien presente, sin que esto quiera decir que el poder no deba ser nunca cuestionado.
Brahe despliega también muchas virtudes, y cabe destacar su laboriosidad, su entrega. Cuando alguien pone su cabeza y su corazón al servicio de un propósito, es decir, pone orden, rigor y celo en su trabajo, a menudo muestra luego prevención y recelo ante la idea de difundir sus conclusiones: ¿serán entendidas?, ¿serán tratadas debidamente?, ¿serán utilizadas con el espíritu con que surgieron? En efecto, tuvo dudas en la relación con su discípulo, Kepler (que, sin embargo, estimó y respetó a su maestro, y, aunque no adoptó su conciliador modelo cósmico, estudió a fondo y valoró sus descubrimientos). El innovador también ha de ser cauteloso, quizá con más motivos, al dar hoy flujo a sus hallazgos, iniciativas, propuestas.
Es verdad, sí, que se habla del modelo ticónico como políticamente correcto (fue aceptado más tarde por la Iglesia en sustitución del modelo tolomeico), y que la corrección política parece imperar en no pocas empresas y especialmente entre los directivos; pero Brahe buscó la verdad. Consideraba la Tierra inmóvil debido al comportamiento observado de las estrellas. Puede que le condicionaran también inquietudes, deseos o creencias, pero esto es algo —los sentimientos, los prejuicios, los deseos, los esquemas mentales— que a todos nos condiciona cada día, sin que seamos muy conscientes de ello: nadie percibe la realidad tal como es.
(Recordemos en efecto ahora, en paréntesis digresivo, que las cosas no suelen ser como las vemos a primera vista. Por una parte el propio funcionamiento cerebral, por otra nuestras maneras de pensar y creencias arraigadas, y por otra más nuestros sentimientos, deseos e intereses, pueden asociarse para hacernos percibir las cosas distintas de cómo son: para que las interpretemos a nuestra manera. El pensamiento crítico es también reflexivo y autocrítico, y favorece nuestra objetividad).
Y llegamos a Kepler, el autor de las Tablas Rudolfinas. Su disposición a cuestionarse a sí mismo y sus creencias —en esto tenemos mucho que aprender— pesó más que su ego y su impronta religiosa; también puso desde luego a la verdad por encima del compromiso con Brahe. Kepler se nos muestra matemático, investigador, perseverante, práctico, resolutivo, contundente, proactivo, valiente; no parece que podamos esperar grandes innovaciones de perfiles faltos de estos ingredientes. Profundizó en la información disponible, estableció conexiones, dedujo, trabajó con hipótesis (la elipse), hizo comprobaciones, y sintetizó sus hallazgos hasta formular sus conocidas leyes: un científico ejemplar, en quien tal vez no habíamos reparado suficientemente.
Como directivos y trabajadores de la economía del saber, tal vez no aspiramos a tanto, pero sí debemos evaluar y extraer todo el significado de la información de que disponemos, establecer conexiones, inferir con objetividad y acierto, contrastar las conclusiones, generar buenas síntesis… Lo sabemos, pero no siempre lo hacemos. Nos falta un mejor cultivo de las denominadas competencias informacionales y de la facultad de pensar. Puede que recordando a Kepler y otras referencias aleccionadoras, podamos mejorar, si no fuera ya suficientemente idónea, nuestra actitud al respecto.
Terminamos con Galileo, aunque la historia continúa sin dejar de resultar aleccionadora. Quizá este famoso astrónomo no resulte, para nuestros fines, tan virtuoso como Kepler, aunque habiendo sido objeto de persecución merezca nuestra solidaridad… Pudo sobrarle ambición y jactancia, y faltarle humildad y prudencia, aunque para sostener este juicio haya tal vez que utilizar más información de la recogida en estos párrafos. Se diría que su éxito en la producción de telescopios extendió su imagen de astrónomo, aunque en esta ciencia fuera superado en su época; que su desestimación de los trabajos de Brahe y Kepler cuestiona su grandeza; que dejar sin otra salida al poder eclesiástico constituyó un desacierto.
Utilicemos, como hizo Galileo con el telescopio, todas las herramientas disponibles para ser más efectivos en nuestro trabajo, y avanzar en el conocimiento y en la competitividad individual y colectiva: esto es seguramente muy importante en la economía del saber y el innovar; pero sepamos que las posibles carencias en el perfil personal también se reflejan en el profesional, y que la humildad y la prudencia nos enriquecen… El lector sabrá interpretar el alcance de esto último en función de su entorno, y quizá opte empero en algún caso por reforzar su asertividad y su audacia.
Aristarco, Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo protagonizaron la historia del heliocentrismo (también Tolomeo sin proponérselo: sus propuestas oficiales no convencieron a Copérnico), pero recordemos que, además de corregir el error geocéntrico, hicieron otros nuevos descubrimientos y contribuyeron a extender el campo de la Astronomía.
Comentarios finales
De modo que, si el lector asiente, el profesional íntegro de nuestro tiempo —afanoso en el aprendizaje, cultivador del saber y el pensar, leal a su profesión como a su empresa, respetuoso en sus relaciones— ha de desplegar su pensamiento crítico para asegurar que las cosas se hacen suficientemente bien, o para encontrar nuevas posibilidades, más sólidas e interesantes. Si, fruto de su dedicación e indagación, las encuentra, ha de ser asertivo en sus formulaciones sin dejar de respetar el legítimo poder establecido; ha de buscar incluso un valedor para su iniciativa, si está suficientemente convencido de sus tesis. Las iniciativas innovadoras pueden ser valiosas, pero también podrían no serlo, e incluso resultar extravagantes, proceder de complejos delirios, o responder a vanos intentos conciliadores, como si entre el acierto y el error hubiera virtuosos y estables puntos intermedios.
¿Dónde poner el énfasis? Creo, sí, que hay rasgos personales de los innovadores técnicos, a los que quizá no estamos prestando suficiente y efectiva atención en nuestros días:
- El afán de saber más y descubrir, entendido como penetración en los temas de propia competencia y establecimiento de conexiones, inferencias y aun abstracciones.
- El pensamiento crítico, entendido como el aseguramiento de que, en cada paso, estamos en lo cierto y no arrastramos errores.
- La prudencia, entendida aquí como autodominio y amplitud de miras al gestionar o dar curso a las iniciativas innovadoras.
Se trata, en primer lugar, de avanzar en el conocimiento; en segundo lugar, de asegurar que el avance es sólido y valioso; y en tercer lugar, de gestionar debidamente lo aprendido o descubierto. Sería una pena que una desacertada gestión malograra una buena propuesta. Pero hay un cuarto rasgo principal, que advertimos tomando perspectiva: el empeño intrínseco que todos pusieron en su actividad por ella misma, que tenía sentido y atraía su atención al margen de recompensas.