En la década de los noventa, la administración de Fujimori liberalizó los mercados y privatizó las empresas públicas, reduciendo la participación del Estado en la economía. Para compensar a la población más vulnerable, desarrolló diversos programas sociales, inspirados en el concepto de focalización. En efecto, el discurso oficial resaltaba la necesidad de utilizar los recursos escasos de la manera más eficiente posible, de modo que se dirigieran exclusivamente a los sectores más pobres de la población. En este contexto, el gasto anual en proyectos de ataque a la extrema pobreza subió de US$ 318 millones en 1993 a US$ 1.006 millones en 1995, oscilando alrededor de esta última cifra hasta el año 2000.
La eficiencia, el impacto y hasta la motivación de estos programas han sido cuestionados. Gran parte del gasto llegó finalmente a hogares que no eran pobres (problemas de filtración), mientras que al mismo tiempo muchas de las familias pobres no resultaron beneficiadas (subcobertura). Aunque se gastó más de US$ 5 mil millones solo durante el segundo gobierno de Fujimori, las cifras de pobreza permanecieron en un nivel preocupante: para el año 2000, el 54% de la población era pobre y 15% lo era en extremo, según Cuánto. En las zonas rurales, 7 de cada 10 peruanos eran pobres y la mitad de ellos indigentes.
Esta edición de Economía y Sociedad resume seis trabajos dedicados al tema. El primero es un recálculo de las cifras oficiales de pobreza y los otros cinco examinan tópicos de focalización, gestión y supervisión de los programas sociales en general, así como algunos casos en particular. Estos últimos cinco artículos sintetizan los resultados de la Red de Pobreza del CIES, conformada por investigadores de GRADE y el Instituto Apoyo, con el auspicio de la cooperación de Canadá. A continuación se reseña brevemente el contenido de las seis contribuciones.
En el Perú se manejan dos estimaciones de la pobreza: la oficial, del INEI y la del Instituto Cuánto, ONG especializada en medición estadística. Existía una diferencia muy significativa entre ambas fuentes: la incidencia de la pobreza en 1997 era 37,7%, según el INEI y 50,7%, según Cuánto. En términos absolutos, para el INEI había tres millones menos de pobres. La opinión pública y la comunidad académica no confiaban en estas cifras y preferían usar las de Cuánto. La nueva administración del INEI decidió realizar una evaluación independiente a estas estadísticas oficiales, a cargo del investigador Javier Herrera (IRD, Francia) en interacción con una mesa de expertos promovida por dicho Instituto y el Consorcio. Su trabajo explica la metodología utilizada previamente por el INEI para medir la incidencia de la pobreza, precisa sus debilidades, propone las correcciones metodológicas del caso y estima una nueva serie desde 1997. Según el nuevo cálculo, entre 1997 y 2000, la incidencia de la pobreza aumentó en casi 6 puntos, al pasar de 42,7 a 48,4%.
Los mapas de pobreza han sido el principal instrumento para la focalización del gasto público. La investigación de Escobal, Torero y Ponce (GRADE) presenta un método para generar mapas de pobreza en distintos niveles de agregación geográfica (departamental, provincial y distrital), utilizando dos fuentes distintas: los censos, que no incorporan información sobre consumo, y las encuestas de hogares, que sí incorporan esta información, pero son representativas únicamente en niveles elevados de agregación geográfica. El trabajo realiza un aporte metodológico que permitirá una actualización continua de este instrumento de focalización, así como su validación en distintos niveles de agregación geográfica. Adicionalmente, se lleva a cabo una aplicación práctica de tal metodología.
El gasto social no llega siempre a los más necesitados. Por ejemplo, en 1997, un alto porcentaje de los hogares que recibieron transferencias del sector público en alimentos, educación y salud, fueron no pobres: 38, 43 y 58%, respectivamente. Este alto nivel de filtraciones sugiere que un sistema de identificación individual de beneficiarios podría mejorar la selectividad de estos programas. El trabajo de Valdivia y Dammert (GRADE) elabora un modelo para identificar el nivel socioeconómico de los individuos, a partir de las características más observables de los hogares, para luego determinar si son o no pobres (extremos y no extremos). Con un sistema de este tipo, podría ahorrarse hasta 25% en las transferencias de alimentos, 16% en educación y 41% en salud ambulatoria.
A mediados de la década de los noventa, la administración pública peruana intentó introducir sistemas de monitoreo y evaluación de los programas y proyectos públicos, con énfasis en los sociales, dado el crecimiento rápido del gasto en este campo y las críticas a su eficiencia. El trabajo de Ortiz de Zevallos, Sandoval y Husni (Instituto Apoyo) analiza el estado de estos sistemas de monitoreo y evaluación, tomando veinte proyectos que en el presupuesto del año 2000 significaban US$ 770 millones. Entre otros hallazgos, el estudio encuentra que los proyectos más grandes tienen los peores sistemas de monitoreo y evaluación. Conforme a lo esperado, los proyectos con financiamiento externo cuentan en mayor grado con estos sistemas, pero a la vez muestran mayor rigidez para introducir cambios, como consecuencia de recomendaciones de la supervisión.
Desde su creación en 1991, Foncodes ha financiado aproximadamente US$ 1.300 millones en más de 33.000 proyectos. La investigación de Alcázar y Wachtenheim (Instituto Apoyo) estudia qué condiciones y prácticas fomentan el éxito o fracaso de los proyectos. Los autores exploran factores como la gestión, la capacitación, la participación de la comunidad, su capacidad organizativa, así como las características de los proyectos y de la misma comunidad. Para ello, utilizan los datos de tres encuestas a un total de 735 proyectos implementados entre 1994 y 1999, sobre cuya base se estimó un modelo econométrico.
Finalmente, la investigación de Saavedra y Suárez (GRADE) muestra cómo el gasto total en educación en el año 2000 llega a US$ 3.364 millones, de los cuales una cuarta parte va al sistema privado. Sin embargo, la educación pública dista de ser gratuita y el aporte de los padres de familia es muy significativo. Además, el Estado invierte mucho más por alumno en educación superior, donde los estudiantes suelen ser menos pobres. Así, un 21% del gasto público en educación se dirige a las universidades estatales, donde casi la mitad de los alumnos proceden del quintil más rico de la población. Por su lado, las familias del quintil más rico gastan 5,5 veces más por alumno que la quinta parte más pobre. Naturalmente ello refuerza la desigualdad y la transmisión de la pobreza de una generación a otra.