Sistema financiero internacional y su impacto en América latina

El Sistema Financiero ha sido la expresión más cabal de los cambios en la organización económica de los últimos años, en donde esta parte quizá sea la menos regulada de la vida económica. Por ello no es de extrañar que las crisis más importantes de esta época sean financieras. Economías y empresas que parecían totalmente sólidas pueden derrumbarse prácticamente de la noche a la mañana y otras que parecían ajenas a ellas pueden contaminarse rápidamente, en lo que ha dado en llamarse el efecto «contagio». Todo esto dentro de un contexto globalizado en el que el tránsito de economías nacionales a economía internacional global ha resultado traumático y errado debido a la ausencia de reglas claras e instituciones incapaces de imponerlas y hacerlas cumplir.

Para ver el impacto del sistema financiero internacional sobre América Latina obligatoriamente hay que hablar de deuda externa. Se hace necesario distinguir entre la deuda acumulada y la nueva deuda; la deuda acumulada si alcanza montos excesivos dificulta el funcionamiento de la economía, pues su servicio distrae recursos que pudieran usarse para fines más productivos. Además un endeudamiento acumulado alto dificulta y hace más caro o impide el acceso a los nuevos créditos que necesita la economía. El peor de los mundos posibles es cuando la deuda acumulada es de tal magnitud que la nueva que se contrae solo puede servir para pagar la vieja.

La evolución del financiamiento externo de América Latina y el Caribe muestra distintas etapas. Desde 1950 hasta 1973, el movimiento neto de capitales extranjeros fue escaso; desde 1974 creció aceleradamente hasta 1981, sobre la base de los créditos de la banca internacional; y desde 1982 hasta 1990 se interrumpió el flujo voluntario de capitales. Así, la década de 1980 fue «perdida», con una fuerte transferencia de ingresos hacia los países desarrollados. Por último, a partir de 1990 existió un importante aumento de los flujos anuales de capitales, que pasaron de casi 22.000 millones de dólares en 1990 a 116.000 millones en 1997; en 1998 se produjo una disminución.

Dentro de esta corriente de capitales, un rasgo importante es que a partir de 1994 predominan las inversiones directas, que en 1998 llegaron a los 57.900 millones de dólares (recuérdese que en 1990 eran de 8.200 millones). Si bien disminuyeron levemente con respecto al año anterior, constituyen el 70% de los flujos de capitales netos que ingresaron a América Latina y el Caribe (en 1990 sólo llegaban al 37% y en 1993 al 20%). En 1998 aumentó la deuda pública con garantía pública, y cayó la deuda privada no garantizada.

Al tiempo que los países de la región se fueron desarrollando aumentaron sus necesidades de financiamiento. Después de la Segunda Guerra Mundial buena parte del financiamiento lo proveían los mecanismos multilaterales creados después de esta, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BIRF) o el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), o bien a través de las agencias de financiamiento a las exportaciones de los países desarrollados. Pero estos se hicieron insuficientes y encontraron dificultades para crecer al ritmo que crecía la demanda de fondos, en especial, porque existían resistencias políticas internas para incrementar la base de capital de tales instituciones en los países que aportaban el grueso del mismo. Adicionalmente, porque sus convenios constitutivos les imponían restricciones que obligaban a un manejo extremadamente conservador de sus recursos.

A medida que escasearon los fondos externos, se hizo necesario apelar a otras fuentes financieras. En estas circunstancias, comenzó a cobrar cada vez mayor importancia el acceso a los mercados privados de capital de los países en desarrollo, incluyendo a los de América Latina.

El punto de inflexión entre el predominio del financiamiento público al predominio del financiamiento privado probablemente pueda situarse en la crisis petrolera de 1974. Inmensas cantidades de recursos pasaron a manos de países exportadores de petróleo que no tenían suficiente capacidad de absorción para invertirlos en sus economías domésticas y terminaron depositados en bancos internacionales que se encontraron con depósitos multimillonarios que estaban en la obligación de colocar para evitar pérdidas y cumplir con su función de intermediación. Para los países en desarrollo con posibilidades de acceso a los mercados financieros internacionales se les abría un mundo en el cual podían obtener recursos sin los condicionamientos políticos tradicionales de las agencias financieras públicas, mientras que para los bancos privados se abría un nuevo universo de clientes de grandes posibilidades y pocos riesgos. Porque, como rezaba el lugar común de la época: «los países no quiebran». El llamado «riesgo soberano», aunque hoy parezca increíble, era un territorio prácticamente sin explorar. Con la oferta y la demanda florecientes no tardó en producirse un crecimiento acelerado del crédito a los países en desarrollo.

Los finales de los setenta fueron una suerte de paraíso para el endeudamiento; existía, además, el incentivo adicional de que las tasas de interés eran negativas en términos reales, por lo que para los países prestatarios el endeudamiento parecía un buen negocio. En el caso de los países petroleros, los pronósticos generalizados de que los precios del petróleo seguirían aumentado indefinidamente se alegaban como razón para endeudarse y emprender proyectos ambiciosos de desarrollo. El Banco Mundial, entre otros, había previsto un precio de cien dólares por barril de petróleo para 1985. Obviamente, esta perspectiva representaba una tentación difícil de resistir tanto para prestatarios como prestamistas.

Pero el aumento de las tasas de interés norteamericanas (realizado por razones ajenas al problema de la deuda latinoamericana) condujo, entre otras razones, a que un nivel de endeudamiento que de por sí era exagerado se hiciera insoportable. Esto a su vez llevó a que el gobierno de México anunciara en Agosto de 1982 que no estaba en condiciones de honrar sus obligaciones, con lo que se inició formalmente la crisis de la deuda. Otro aumento de las tasas de interés en los Estados Unidos durante 1984 y la recesión que vivió por esos años la economía norteamericana, llevaron a otros países de la región al borde de la bancarrota.

Tenemos que el aumento explosivo del endeudamiento y la consecuente crisis de la deuda de los años ochenta fueron una consecuencia casi directa de la desregulación y la globalización.

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La crisis de la deuda estuvo acompañada de un largo proceso de negociaciones y renegociaciones que muestra como ni la llamada comunidad internacional ni los países deudores estaban preparados para ella; como también muestra, las inmensas diferencias de poder de negociación entre prestamistas y prestatarios.

Los bancos acreedores en una primera etapa aceptaron refinanciamientos hasta un máximo de un año, prácticamente forzados porque no tenían otra alternativa. Esto agravaba la situación de los países deudores y los obligaba a adoptar medidas de ajuste radicales. No fue sino hasta 1985 cuando empezaron los llamados refinanciamientos multianuales MYRA (Multi Year Rescheduling Agreements). En todos los casos, con poquísimas excepciones, el refinanciamiento sólo era posible si se contaba con un acuerdo de préstamo del Fondo Monetario Internacional, lo que obligaba a los países a seguir un curso predeterminado de políticas y aseguraba cierta disponibilidad de fondos para el servicio de la deuda.

Como la crisis de la deuda fue presentándose paulatinamente, ningún país deseaba ser confundido con otros que estuvieran en situación más comprometida. Además, los propios bancos le prometieron a cada uno de ellos que obtendrían un trato favorable y especial si negociaban por sí solos y no se integraban a lo que despectivamente llamaban un «cartel de deudores». Los primeros intentos de los países endeudados por organizarse fueron bastante tímidos. En 1983 un grupo de países organizaron reuniones para analizar una posible respuesta conjunta al problema de la deuda. Entre ellos el único deudor relativamente grande era Venezuela y, a partir de principios de 1984, Argentina. A mediados de ese mismo año un nuevo aumento de las tasas de interés internacionales produjo una respuesta más activa por parte los mandatarios latinoamericanos y bajo el liderazgo de los principales países deudores se creó el llamado «Consenso de Cartagena», el cual tenía como objeto articular una posición común de la región en torno al problema de la deuda, pero no pudo ir más allá de una retórica muy tímida.

El gobierno de Estados Unidos comprendió que el estancamiento en las negociaciones entre los acreedores y los países deudores le podría reportar dividendos políticos, fue así como en 1985, el entonces Secretario del Tesoro, James Baker, lanzó lo que se llamó el «Plan Baker» para el refinanciamiento de la deuda, en el cual solicitaba una participación más activa y un mayor financiamiento por parte de la banca privada. Se beneficiarían del Plan aquellos países que adoptaran «políticas y programas económicos serios», supervisados por el FMI. Esto es, que se adaptaran a las políticas liberales que Estados Unidos trataba de imponer globalmente. Además, los países deudores serían considerados «caso por caso», con el objeto de poder mantener la «disciplina» en el cumplimiento de los programas.

El Plan Baker no dio mayores resultados porque la banca privada no participó ni con los recursos ni con el entusiasmo que se le requería. Por ello, hacia finales de 1988, el nuevo Secretario del Tesoro, Nicholas Brady, propuso el llamado «Plan Brady», en el cual se facilitaba la adquisición por parte de los deudores de Bonos del Tesoro de los Estados Unidos, que servirían de garantía para los bancos acreedores. Al transformar la deuda en bonos, el Plan Brady diluía la deuda en multitud de acreedores, con lo que alejaba la posibilidad de que los países deudores ejercieran su poder de negociación frente a unos pocos acreedores o pudieran adoptar posiciones comunes. Por otra parte, con el Plan Brady se aceptan por primera vez, con condicionantes, reducciones de los montos adeudados. Esto, junto con la posposición en el tiempo de los pagos más importantes le confirió viabilidad. Obviamente se mantuvieron los condicionamientos respecto a las políticas a seguir por los deudores, la supervisión del FMI y el tratamiento «caso por caso».

Los gobiernos de los países industrializados aprovecharon la fortísima posición negociadora que tenían en esta situación para imponer el modelo económico que propugnaban, más tarde articulado en el llamado «Consenso de Washington», incluyendo la apertura de las economías en desarrollo, las privatizaciones, y el predominio de políticas de mercado y de instituciones favorables a las inversiones extranjeras. Con la colaboración activa de las instituciones financieras multilaterales.

Por presión de la banca acreedora, de sus gobiernos y, por supuesto, de los deudores privados, lo común fue que los gobiernos nacionales asumieran, de una u otra forma, total o parcialmente, el pago de la deuda privada. En unos casos la presión fue directa y se debió inventar figuras como las «unidades empresariales estratégicas» para evitar la quiebra de las empresas endeudadas, asumiendo el Estado sus obligaciones. En otros, la conversión de la deuda externa a moneda nacional trasladaba las obligaciones en divisas al Gobierno Nacional o al Banco Central. En una variante alternativa, la nacionalización de la banca trasladó al Estado las deudas de los bancos nacionales y sus empresas relacionadas. Otro enfoque obligó a las empresas a demostrar la legitimidad de sus deudas y sus balances en divisas y subsidió parte del pago de la misma mediante el otorgamiento de divisas en términos preferenciales. Estas prácticas llegaron a conocerse como «la socialización de las pérdidas».

A partir de aproximadamente 1990, ya en operación el Plan Brady, y una vez solucionado en buena medida el problema inmediato del servicio de la deuda, mediante el refinanciamiento, los duros programas de ajuste y el aumento de las exportaciones, se inicia en América Latina un nuevo auge crediticio que dura hasta casi finales de la década de los noventa, con algunos contratiempos provocados por crisis relativamente pasajeras. Este auge coincide con el crecimiento sostenido y alto de la economía norteamericana, y en general de la economía mundial, y con las bajas tasas de interés predominantes en los mercados internacionales.

Entre 1991 y 1997 las emisiones internacionales de bonos por parte los países de América Latina y el Caribe crecen sostenidamente (con la excepción de 1994) de 7.250 millones de dólares en 1991 a 59.000 millones de dólares en 1997 (se multiplican por ocho). En 1998 y 1999 los montos se reducen a aproximadamente 39.600 millones de dólares por año (en todo caso 5,5 veces la cifra de 1991). La inversión extranjera directa neta, por su parte, aumenta continuamente de 11.000 millones de dólares en 1991 a 70.275 millones de dólares en 1999. Los ingresos netos de capitales autónomos (que excluyen crédito del FMI y Financiamiento Excepcional), que entre 1983 y 1989 fueron fuertemente negativos, pasan a ser crecientemente positivos y llegan a un tope de 83 mil millones de dólares en 1997 (43,5 mil millones en 1999). Las transferencias netas de recursos que fueron negativas entre 1982 y 1990 (en un promedio de 24,5 mil millones por año) pasan a ser positivas entre 1991y 1998 (en un promedio de 21,3 mil millones por año) para transformarse en ligeramente negativas en 1999 (-1.600 millones).

Todo esto coincide con lo expresado por Carlos Marichal en su libro titulado «Historia de la Deuda Externa de América Latina», en el que utiliza el concepto de «ciclo crediticio», que incluye dos etapas: Primero. La de auge de los empréstitos externos y la de crisis subsiguiente de la deuda». La fase de auge crediticio, está vinculada a un ciclo comercial expansivo y a la aceleración de los flujos internacionales de capital. Es decir, a la existencia de «una abundancia de fondos en los mercados financieros de las naciones industrializadas». Segundo. La de crisis financieras, normalmente vinculada a la inestabilidad de los mercados monetarios internacionales. Según Marichal el patrón de éstos ciclos de préstamos se repite históricamente y no es circunstancial, sino que resulta de la interacción entre los ciclos económicos de las naciones capitalistas más avanzadas y los procesos de cambio económico en América Latina.

Estos resultados estuvieron influidos en el período 1990-1997 por el fuerte flujo de capitales externos, y en 1998 por las sucesivas crisis del Sudeste de Asia, Rusia y Brasil; este último caso fue el que más influyó en la economía regional, puesto que se trata de la mayor economía latinoamericana. El acceso al mercado financiero internacional sigue siendo difícil y caro; además, los países deben enfrentar vencimientos de sus deudas, que sólo pueden cubrir con nuevas emisiones, por lo que se ven forzados a endeudarse a tasas elevadas.

El Banco Mundial señala como causas de la menor afluencia de capitales al lento crecimiento del producto global y del comercio internacional, al retroceso en la calificación de deudores soberanos y corporativos que restringen el acceso al crédito, a la percepción de mayores riesgos frente a la moratoria de la deuda de Rusia y la crisis de Brasil y más recientemente Argentina, al mayor costo del nuevo financiamiento y a las mayores preocupaciones de los países receptores sobre la reversión del flujo de capitales. Sin embargo -agrega- es necesario diferenciar entre las diferentes clases de flujos: los provenientes del mercado de capitales se retrajeron, pero la inversión extranjera directa pasó a ser la forma de financiamiento dominante.

Asimismo, es necesario considerar la influencia que la política económica de los países desarrollados tuvo sobre las crisis de los países en desarrollo. La balanza de pagos en cuenta corriente de los países desarrollados tuvo un superávit de 64.000 millones de dólares en 1997 y un déficit de 9.000 millones en 1998, como consecuencia del colapso de las importaciones de Asia. En este resultado influyó sobre todo el aumento del déficit de Estados Unidos, que de 155.000 millones en 1997 pasó a 235.000 millones en 1998. El flujo neto de capitales de largo plazo hacia el conjunto de los países en desarrollo que había sido de 338.000millones de dólares en 1997, fue de 275.000 millones en 1998; entre estos dos años, en América Latina, la disminución fue de 116.000 millones de dólares a 83.200 millones.

Bibliografía

· Lester C. Thurow. Building Wealth. Harper Collins. 1999.

· Carlos Marichal. Historia de la deuda externa de América Latina. Alianza América.1988.

· CEPAL. Equidad Desarrollo y Ciudadanía. Santiago de Chile.2000.

· SELA. Financiamiento externo y deuda externa en América Latina y el Caribe en 1998. Caracas.1999.

· The World Bank Group, Global Development Finance 1999.

· Sistema financiero internacional y su impacto sobre america latina y el caribe. Eduardo Mayobre.

· Inversiones extranjeras directas en América Latina y el Caribe. 1999. SELA Enero 2000.

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Ruiz Fonseca Andrés Fernando. (2002, marzo 20). Sistema financiero internacional y su impacto en América latina. Recuperado de https://www.gestiopolis.com/sistema-financiero-internacional-impacto-america-latina/
Ruiz Fonseca Andrés Fernando. "Sistema financiero internacional y su impacto en América latina". gestiopolis. 20 marzo 2002. Web. <https://www.gestiopolis.com/sistema-financiero-internacional-impacto-america-latina/>.
Ruiz Fonseca Andrés Fernando. "Sistema financiero internacional y su impacto en América latina". gestiopolis. marzo 20, 2002. Consultado el . https://www.gestiopolis.com/sistema-financiero-internacional-impacto-america-latina/.
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