Para un observador neutral, la racionalidad capitalista suele ser difícil de entender, porque lo que sería lógico para cualquiera no lo es para el que opera económicamente conforme a los principios del capitalismo, es como si pensara de otra manera, en ocasiones, a contracorriente. No obstante, esta postura se puede llegar a asumir si se tiene en cuenta que el capitalismo se fundamenta en el negocio productivo que permite crear capital permanentemente a cualquier coste. De tal manera que su existencia está ligada incluso al caos, si se cumplen sus objetivos. La argumentación es que, teniendo en cuenta la tendencia de que tarde o temprano se restaurará el orden natural en mayor o menor medida para que las cosas vuelvan a su lugar, será precisa una recomposición material que se traducirá presumiblemente en negocio para quien sepa aprovechar la situación. Y en todo aquello que huele a negocio, esto es, posibilidad de ganancias, allí está el capitalismo a través de sus agentes. Incluso si el mundo se cae a trozos y hay posibilidad de reconstruirlo, siempre surgirá alguien que cumpla con tal misión asumiendo la función de crear capital, pero atraído por la expectativa de la riqueza personal. De manera que si el común de los ciudadanos es normal que se siente afectado por una tragedia y las masas la acusen en su sensibilidad, resulta que el capitalista debe ser inmune al sentimentalismo y atenerse exclusivamente a la causa del capitalismo, sostenida en su particular razón, aunque parezca socialmente irracional. Lo que le permitirá jugar con ventaja en el panorama de la existencia colectiva en el que, por contra, el sentimentalismo suele condicionar la razón. Esta razón capitalista no responde a otro argumento que incrementar el capital invertido, aunque los métodos empleados sean reprobados por la razón común y la ética.
Resulta paradójico que la racionalidad capitalista, que a menudo pugna abiertamente con la que es propia de cualquier sociedad, no obstante sea acogida pacíficamente por ella. En la sociedad reside la racionalidad común dirigida a su propia conservación, que incluye la de sus miembros, mientras que el capitalismo propone una destrucción ordenada de cuanto le rodea en base a su explotación lucrativa, con objeto de generar beneficios exclusivamente para el capitalista. Hay que aclarar que en este posicionamiento influyen tanto las determinaciones de la autoridad política dominante, alimentadas por la propaganda, como el hecho de que la actividad capitalista haya pasado a ser clave para el bienestar de los individuos, conforme sostiene la publicidad. Debería valorarse la relación explotación-bienestar, peso, debidamente manipuladas, las masas solamente se quedan con la última parte, inmersas en la búsqueda del bienestar material. El argumento que hace asumible la explotación económica de una sociedad pugnaría con los intereses generales, sin embargo estos son postergados por una apreciación que toma carácter preferente, y es que la actividad capitalista permite el bienestar de los miembros de la sociedad. Como ejemplo puede servir el consumismo. Se fomenta la actitud irracional de los individuos llevándoles a la compra compulsiva en provecho de las empresas. Consumir sin limitación pasa a ser algo racional, porque se dice que permite vivir al ritmo de los tiempos. No se tiene en cuenta que desde la lógica común, vender para obtener beneficio empresarial, sería racional para el vendedor capitalista, pero comprar por comprar resulta irracional en tanto la parte compradora no obtenga su parte de rentabilidad, lo que a menudo no sucede, porque el bienestar como finalidad que aporta el consumo opera más como creencia que como realidad vital.
Se dice que el capital, y en especial el dinero como su expresión material, es cauteloso, lo que suele asociarse a la condición de conservador, pero no quiere decir que lo sea plenamente, porque aunque en un panorama de tales características, pese a ser controlado por las normas que rigen el capitalismo, las posibilidades de negocio aparecen tasadas y puede decirse que su actividad se estanca. Si el dinamismo es una exigencia para el desarrollo del capitalismo, tiene que actuar en todos los frentes. De ahí que se mueva permanentemente buscando la rentabilidad, y con ello llegue a incurrir en la contradicción de entenderse conservador y proclamarse revolucionario. Ya que el jaleo es vital para el negocio, la cara y la cruz están en la misma moneda. Lo anterior puede traducirse al lenguaje cercano y resumirse en el dicho a río revuelto ganancia de pescadores; de manera que, aprovechando la confusión, los más avispados de sus fieles pensarán en obtener provecho de la situación y, pese a ese sentido conservador que les afecta, acaban por asumir el riesgo. Ya que lo que supone pérdida para uno significará beneficio para otro, en este último lugar habrá un capitalista en ciernes. El capitalismo también se atiene a la racionalidad como principio, pero defendiendo la racionalidad que otorga preferencia a su desarrollo. De ahí que al olor del negocio se convierta, de un lado, en promotor de revoluciones para asegurar el futuro negocio empresarial, haciendo del desorden su principio de racionalidad, y simultáneamente, la otra cara mire hacia el orden conservador. En este panorama cada capitalista asumirá su papel.
Para el sentido común no parecería coherente que las empresas hicieran negocio con las desgracias ajena, pero la realidad está ahí para contradecirlo. En el caso de que se produzca una catástrofe suele seguirse un incremento de ventas. Supongamos que se han destruido casas y enseres con ocasión de algún suceso lamentable, probablemente habrá que reconstruir, amueblar, restaurar para recuperarse el estado primitivo, y ello supondrá beneficio para quien lo procura; con lo que una tragedia colectiva pasa a ser motivo de fiesta para el mercado. Pura y dura irracionalidad para una mente objetiva, pensando que la situación calamitosa de unos ha supuesto provecho para otros. Pero ahí entra en juego la racionalidad capitalista que considera que su actividad restauradora es una función social que debe asumirse, pero aprovechándose de la tragedia.
En otro ámbito, los grupos sólidamente cohesionados que discrepan de la generalidad en sus planteamientos, siempre movidos por el interés de su minoría organizada, aunque perjudiquen los intereses generales, si el empresariado capitalista olfatea la posibilidad de ganar dinero con ellos no duda en promocionarlos. Se abre un nuevo mercado que toma en consideración cualquier propuesta, aunque sea irracional y se opongan al sentido común, siempre que redunde en la prosperidad del negocio. Aunque el absurdo llegue a dominar el panorama social, la capacidad de vender puede transformarlo y, una vez transformado, llegar a ofertarse como progreso. En tales términos, solamente se verá afectada por el engaño la sociedad, mientras el capitalismo resultará inmune, ya que todo aquello que resulte rentable para las empresas, sea lo que sea, automáticamente pasa ser económicamente racional para él y sus seguidores. Por consiguiente, la racionalidad capitalista sale indemne y se instala al margen de lo diseñado para afectar a las masas, a menudo promovida por una asociación de autoexcluidos sociales, animada por la dictadura de la solidaridad de conveniencia -esa que redunda en beneficio de algún grupo de interés- y de las modas sociales o la facturada para los incautos como progreso. Promoviendo y explotando comercialmente el problema que aporta un grupo específico, la generalidad resulta ser rehén de esa minoría en el plano sentimental y para confortarla se llama a la manipulación de que ha sido objeto avance de la civilización.
Así pues, esta forma de encauzar el desorden, debidamente ordenado desde su lógica particular, pudiera considerarse la base del negocio, paradójicamente entendido como orden capitalista, es decir, dominado por el capitalismo. Tal modelo de orden se ha construido ateniéndose a su principio fundamental, ciertamente racional, que es el control de la violencia de las masas, siempre latente en cualquier sociedad, pero orientado en la dirección de procurar exclusivamente rentabilidad económica a las empresas capitalistas. En este punto, tener bajo control a las masas detentando el monopolio de la violencia es fundamental. La garantía del modelo no es la fuerza misma, sino que basta con la amenaza de la fuerza. Esta amenaza reside en el establecimiento de una red de normas jurídicas dirigidas a proteger el sistema y que no se pueden contravenir, puesto que en tal caso entra en acción la fuerza física puesta al servicio del poder. Los órganos ejecutores se encuentran en el Estado llamado de Derecho, definido como capitalista, en cuanto tiene encomendada la misión de asegurar el orden diseñado por el capitalismo, es decir, para exponerlo con claridad, el destinado a proteger prioritariamente los intereses de sus empresas y secundariamente el de los ciudadanos. Aprovechándose del monopolio de la fuerza desde una base de legalidad, también le corresponde acogerse a la exclusividad en el plano de lo que se entiende por racionalidad. De esta manera aquel orden, que en puridad no es orden, sino su orden, supone detentar en régimen de monopolio la fuerza desde el respaldo jurídico como argumento de legitimidad y consecuentemente, en base a la autoridad que le asiste, la única racionalidad autorizada. Así el capitalismo da un golpe de Estado y toma su control, alejando la posibilidad de que las masas puedan ejercer el poder que las asiste por naturaleza, quedando sometidas al régimen establecido por el sistema capitalista, con los consiguientes efectos sobre el sentido de la racionalidad.
Lo que para el sentido común o racionalidad general es irracionalidad, puesto que el interés general pasa a estar sujeto a los intereses mercantiles controlados por el capitalismo, resulta racional para el capitalismo. En tanto venda, cumple las condiciones de racionalidad porque genera capital, pero el tema presenta otra dimensión metaeconómica, las repercusiones socio-políticas.
Si el sentido común, entendido como racionalidad válida en cuanto es la síntesis del pensamiento colectivo, se impone en una sociedad, la irracionalidad tiene poco espacio para prosperar, lo que resulta contrario para los intereses capitalistas. Pero si queda espacio para la racionalidad capitalista, el marketing dispone de medios para hacer que ese espacio se amplíe precisamente desde la perspectiva económica. Su incidencia en el terreno de lo social es evidente porque la mentalidad se cambia para pasar a ser receptora de lo que hay que comprar, aunque ello vaya contra sus propios intereses, en tanto, no se crea bienestar sino apariencia de bienestar en situación de dependencia. La sociedad es rehén de la apariencia. No se da mejora de la calidad de vida, como propósito del bienestar, y el avance de la civilización pasa a ser una carrera interminable cuyo objetivo de progreso nunca llega a alcanzarse, puesto que los productos inmediatamente son sustituidos por otros, dejando la satisfacción inconclusa para seguir comprando sin que se produzcan mejoras reales para el estado de la civilización. En la carrera de la novedad, la sociedad queda satisfecha momentáneamente, en tanto es receptora de la última ocurrencia, pero a las puertas ya acecha el nuevo producto para continuar la marcha hacia ningún sitio, sin acabar de llegar a la meta. Se ha creado una situación de dependencia de la tecnología capitalista.
De tal estado de falso progreso, basado en la la trampa de la racionalidad capitalista, se derivan consecuencias políticas. En un plano de supuesta autonomía de la política, improbable, por cuanto su dependencia del capitalismo es inevitable, los ejercientes del poder aprovechan la situación para la defensa de sus intereses. Como el desorden ordenado o bajo control interesa al empresariado para mejorar la viabilidad de las empresas y crear riqueza, el gobernante toma nota de la situación, puesto que si hay riqueza empresarial el sistema marcha; de manera que deja campo abierto a aquel para que la explote. Pero como el desorden, que se desarrolla dentro del orden capitalista, fomenta la ineptitud y con ello el adormecimiento político de las masas, incapaces de autogobernarse, pese al progreso nominal, dejan de ser rival para la clase política con vistas a llegar a tomar el poder. Así pues, el capitalismo resulta ser un aliado certero para mantener el estatus y se inclina del lado de promover un estado de alienación colectiva. Las masas demasiado ocupadas con las propuestas capitalistas, haciendo de la mejora de la calidad de vida el objeto de la existencia, aunque luego resulte ser falsa, han caído en la red tendida por las estrategias de mercado. Con este señuelo se las entretiene para que no lleguen a entrar en el fondo de la cuestión política y el capitalismo continúe estableciendo sus condiciones, auxiliado por la clase política profesional y el instrumental del Derecho. El resultado final es que las masas pierden el norte político y se entregan sin condiciones a las determinaciones de la minoría dirigente utilizando el juego de la democracia representativa. Lo que no hace sino asegurar el panorama para que el capitalismo continúe con su negocio sin posibilidad de contestación.
Las masas, sujetas a un estado de irracionalidad controlada, sometidas en el orden práctico al consumismo por el consumismo, y en el teórico entregadas a cualquier principio de debilidad mental, esto es, aquellos argumentos que barrenan la individualidad desplazándola en la dirección del otro, pasan a ser inocentes corderillos que exponen su rebelión con suaves balidos. Los medios de influencia marcan la pauta y en la mayoría de los casos despliegan con amplitud el dogma que traza las líneas del existir. Estar informado es la moda inevitable que se ha de seguir, porque en otro caso supone estar fuera de las bondades aportadas por el sistema. El hecho es que la racionalidad común pierde terreno y al final solo queda la racionalidad de conveniencia que ha tenido a bien conceder el capitalismo para la defensa de sus particulares intereses.
Antonio Lorca Siero Agosto de 2018.