«Accionariado silencioso»
En las sociedades mercantiles, incluso de cierta importancia económica, suele haber un numeroso grupo de propietarios de acciones que permanecen tan escasamente significativo como si realmente no existieran, porque juegan un papel meramente formal en el funcionamiento de la sociedad. Aquí se incluyen los pequeños accionistas anónimos que permanecen atentos al dividendo y con la confianza de que se revalorice su inversión. Se entregan consciente o inconscientemente a las determinaciones que adopten los gestores en relación con la marcha de la sociedad. Este grupo generalmente significativo e insignificante políticamente, aunque puntualmente asome en las votaciones para formar mayoría, es el que se considera accionariado silencioso. Su escasa participación en las resoluciones sociales convierte en letra muerta las leyes reguladoras, puesto que el gobierno de la sociedad corresponde a una minoría accionarial que dispone de la mayoría de control y es quien establece las resoluciones de gobierno. Habida cuenta de los acuerdos temerarios que a veces se adoptan, de la utilización de la sociedad para otros fines distintos a su objeto social y de que esa minoría atiende fundamentalmente a sus propios intereses situándolos por encima de los de la sociedad, debiera ponerse límites estrictos a su protagonismo y dar paso a ese otro accionariado prácticamente invisible.
Aunque las leyes que rigen el funcionamiento de las citadas sociedades en el plano de las economías globales, otorgan a los accionistas protagonismo e incluso facultades que les legitiman para hacer valer sus derechos y los de la sociedad acudiendo ante los tribunales, en el funcionamiento real de la sociedad su papel es puramente simbólico. Su escaso poder reside en la falta de sentido de coordinación y unidad de acción de ese accionariado irrelevante en un panorama el que se imponen principios elitistas a todos los niveles. Pero más allá de la simbología, en el plano mercantil, el hecho es que si se ha invertido un dinero en la empresa como partícipe accionarial y consiguientemente existe riesgo de pérdida debieran intervenir en la fiscalización de aquella de manera directa y sin sometimiento a exigencias burocráticas controladas desde la minoría de poder. Por otro lado, los procedimientos judiciales no parecen ser la solución en determinados supuestos, tanto por costosos y prolongados en el tiempo como por faltos de inmediatez. No es razonable que el mayoritario y su representantes estén legitimados para actuar libremente manejando dinero ajeno sin la debida prudencia, y de hecho sucede que al no haber control por parte del accionariado silencioso puedan manejar la sociedad a su antojo. Para cubrir las apariencias, si se opera desde una dimensión de poder ante un accionariado perezoso, basta con buenas palabras y proyectos para tratar de justificar hipotéticos beneficios de futuro para la sociedad. Frente a la retórica, no está de más acudir a medios de prevención y llamadas permanentes a la racionalidad. Aquí es donde se hace necesario que tome presencia el accionariado invisible para acotar dislates, porque está en juego su inversión, y si la gerencia se entrega al despilfarro de poco servirá cualquier acción ante los tribunales si cuando se trata de poner remedio los fondos se han volatilizado. Para hacer frente a tales situaciones la prevención es indispensable.
Quien maneja la sociedad suele ser administrador, consejero delegado o ceo —a veces ni accionista mayoritario, incluso persona ajena a la empresa—con el respaldo del consejo de administración que es la voz del capital mayoritario. En definitiva, ya sea directa o indirectamente, una minoría representativa del gran accionariado, sin que en ella esté presente el accionista minoritario —y si lo está aparece en un papel ornamental—, es la que marca la dirección de la empresa para bien o para mal de los accionistas. La cuestión que se plantea es que, aprovechando la posición dominante, esa minoría, siguiendo una práctica que empieza a ser habitual, se reparte entre ellos importantes fondos de la sociedad en forma de sueldos desproporcionados, bonus, blindajes, retiros fabulosos y otras prebendas, en detrimento de los intereses accionariales. Igualmente con su intervención se puede distribuir generosamente el dinero accionarial fichando personajes, que desempeñan un papel ornamental en la sociedad, argumentando, por ejemplo, su influencia en la esfera política o, ya en casos extremos, dedicarlo a actividades delictivas. En otras ocasiones realizan fusiones o adquisiciones empresariales que hablan de sinergias, aunque no queden claras; por contra, sí resultan ser reales los beneficios directos en forma de comisiones para el grupo de gestores que ha decidido gastar alegremente el dinero de la sociedad promoviendo la operación. Frente a tales dispendios de actualidad a nivel mundial, realizados en proporción al peso económico de la sociedad, el accionariado de a pie se mantiene pasivo, puesto que no dispone de facultades para remediarlo de forma eficaz y solamente le cabe su derecho opinar.
La junta general, como máximo órgano de la sociedad, viene a ratificar las tesis del capital mayoritario, sin que el resto del accionariado tenga capacidad real para imponerse, simplemente porque se encuentra en minoría. Aunque se tome la iniciativa por los minoritarios para oponerse, su capacidad de influencia es nula puesto que el orden del día ya ha sido previamente aprobado. De tal manera que las decisiones no las adoptan los accionistas en junta, sino los accionistas mayoritarios con anterioridad, con lo que la junta solo sirve para dar forma legal a acuerdos previos.
Así pues, el poder en buena parte de las sociedades a nivel nacional y multinacional lo ejerce una oligarquía accionarial, y la cuestión es si al ejercicio del poder sigue la responsabilidad. Cuando las determinaciones son acertadas, incluso las ventajas de las que disfrutan pueden ser convalidadas, pero cuando la sociedad no obtiene los resultados esperados o incluso se llega a la situación extrema de desaparición, en la mayoría de los casos la oligarquía accionarial y sus administradores no necesariamente responden ante el accionariado en general, pese a haber actuado con entera libertad en la gestión de la sociedad, cuando las ventajas de las que han disfrutado estaban orientadas a que la sociedad obtuviera beneficios. Con lo que han incumplido su parte del contrato. En consecuencia deben resarcir de sus pérdidas a ese accionariado silencioso, puesto que no se le ha permitido intervenir en la gestión de la empresa forzados a asumir el criterio del capital mayoritario. Mientras que este último ha disparado con pólvora ajena aprovechando un principio de confianza y se ha gastado alegremente el dinero de los otros en una aventura empresarial fracasada.
Sin caer en el cooperativismo, la necesidad de un órgano de fiscalización ejecutivo y permanente del accionariado silencioso sobre las actividades del grupo dirigente es fundamental para la buena marcha de cualquier sociedad mercantil. El espíritu asociativo exige igualdad de fondo, sin perjuicio del peso del voto en cuanto a la toma de decisiones razonables, de manera que el poder de la mayoría de capital no debiera ejercerse sin contar con la mayoría personal de accionistas. Por esta vía, el accionariado silencioso dejaría de ser ese inversor invisible para asumir un papel de control, formando así parte activa de la sociedad.