En estos tiempos de reestructuración y reconversión del sistema escolar heredado de la modernidad, los centros educativos se ven obligados a aprender a responder a las demandas de un entorno incierto, turbulento, inestable, sin esperar ni confiar en reformas estructurales. De este modo, se pretende favorecer, en lugar de estrategias burocráticas, verticales o racionales del cambio, la emergencia de dinámicas autónomas de cambio, que puedan devolver el protagonismo a los agentes y, por ello mismo, pudieran tener un mayor grado de permanencia. En estas coordenadas se inscribe -y puede ser productivo- el modelo de las organizaciones que aprenden (learning organization, en la terminología originaria). He advertido en otras ocasiones (Bolívar, 2000a) de la necesidad de situar debidamente esta propuesta, de forma que pueda estimular iniciativas de mejora, en lugar de distraernos con teorías novedosas que dejan intacta la realidad. Una prometedora imagen de futuro como ésta tiene que tener presente tanto las realidades de que partimos como a dónde queremos ir.
Una amplia literatura ha tratado este tema, procedente del ámbito de la organización y gestión empresarial; empezando a aplicarse a los centros educativos (Fullan, 1993; Dalin y Rolff, 1993; Leithwood y Louis, 1998, Leithwood, 2000; Senge y otros, 2000 ). Por eso, es momento para preguntarse en qué sentido es coherente pretender que los centros educativos sean organizaciones que aprenden, de modo que impida recaer en errores cometidos con anteriores transferencias de estrategias del ámbito empresarial.
En unos casos, quedaron como huidas hacia adelante que dejaban las cosas como estaban, mientras entretenían al personal; en otros, en orientaciones que conducían a desmantelar, más que a potenciar, la escuela pública.
En un libro reciente -«Los centros educativos como organizaciones que aprenden»-, además de exponer algunas de las dimensiones relevantes del aprendizaje organizativo con una amplia revisión de lo que sabemos sobre el tema, me he planteado específicamente esta cuestión. Yo estimo, por un lado, que precisamos una reconstrucción educativa del modelo; como dice Hargreaves (1998: 23), «tenemos que renovar el mismo concepto de aprendizaje de la organización de manera que se ajuste mejor a la realidad de la escuela pública». Por otro, ante la grave crisis de estrategias de gestión del cambio, la teoría de las organizaciones que aprenden ofrece un marco relevante y prometedor, a condición de que no se olviden sus limitaciones (internas y externas) en su aplicación a los centros públicos. Por eso, me he permitido subtitular el referido libro con promesa y realidades. La prometedora visión para las escuelas del futuro debe ser contrastada con las realidades, para no creer ingenuamente que podemos -o, más aún, que sea deseable- contar con «escuelas Toyota».
Después de haber reconocido a los centros escolares, con una cultura y especificidad organizativa propia, desandando el camino, podemos recaer en acudir a los modos más «progresados» de organización en otros ámbitos, creyendo que, por eso mismo, sean más «progresistas». ¿Hay algo más que haga relevante la teoría del aprendizaje organizativo y de las Organizaciones que Aprenden? Creo que sí, a condición de saber reconstruir educativamente la idea y el modelo (por ejemplo, como «comunidad profesional de aprendizaje»), tomando -por tanto- las debidas preocupaciones para que pueda contribuir a potenciar el desarrollo organizativo de los centros.
Miguel Ángel Santos (2000), para obviar dicho problema (el se trasponer debidamente el enfoque empresarial a la escuela) adopta un enfoque particular: partir de cómo una escuela como institución podría adoptar modos de trabajo que contribuyan a que aprenda. De ahí que, sin desdeñar acudir a lo que puedan haber aportado dichas perspectivas no educativas, se dirija preferentemente a la literatura de una enseñanza colegiada, que promueva el desarrollo profesional de modo colectivo. La escuela, como comunidad crítica de aprendizaje, es un proyecto conjunto de acción, en un ambiente de deliberación práctica y colaboración, lo que no excluye el disenso o el conflicto.
Al fin y al cabo, la imagen de un centro educativo como organización que aprende estaba presente al concebir los centros como unidades básicas de formación e innovación, con unos procesos de investigación, acción cooperativa. Aquel libro de Dalin y Rust (1983), con el provocativo título ¿Pueden aprender las escuelas?, ya traducía la idea desde el Desarrollo Organizativo, que el propio autor (Dalin y Rolff, 1993) se ha encargado después de resaltar. Una visión sistémica del cambio, autoevaluación institucional como base del proceso de mejora, importancia de trabajar de modo conjunto, aprender en el proceso de trabajo, el cambio como aprendizaje, movilizar la energía interna de la organización, etc.; son ideas comunes en los movimientos de cambio educativo (escuelas eficaces, mejora de la escuela, reestructuración) y en la propuesta de Organizaciones que Aprenden. En ese sentido, no tiene nada de novedosa, conectando con los movimientos de renovación pedagógica.
Sabemos que es virtualmente imposible crear y mantener a lo largo del tiempo condiciones para un buen aprendizaje de los alumnos y alumnas cuando no existen para sus profesores y profesoras. Pero las instituciones escolares están diseñadas, en sus reglas gramaticales básicas de funcionamiento, para que los alumnos aprendan, no para que los que trabajan en ellas aprendan a hacerlo mejor. Como, de modo similar, ha dicho Escudero (2001: 32): «mientras no asumamos, por dentro y fuera, que los centros han de recomponerse, ni su aprendizaje, ni el de los profesores, ni el de los alumnos, podrá ocurrir».
¿Cuándo una organización aprende?
Una organización aprende cuando, por haber optimizado el potencial formativo de los procesos que tienen lugar en su seno, adquiere una función cualificadora para los que trabajan en ella, al tiempo que está atenta para responder a las demandas y cambios externos. En este sentido, institucionaliza la mejora (aprendizaje organizativo) como un proceso permanente, creciendo como organización. Como expone Nancy Dixon (1994), las organizaciones que aprenden «hacen un uso intencional de los procesos de aprendizaje a nivel individual, grupal y del sistema para transformar la organización en modos que satisfacen progresivamente a todos los concernidos». En ella se subrayan cuatro aspectos centrales: el carácter intencional (y no sólo natural), cómo debe suceder a todos los niveles organizativos, la autotransformación de la organización y su incidencia en todos los implicados (internos y externos).
Peter Senge (1992), en un best-seller que contribuyó a popularizar el término, hablaba de que las Organizaciones que Aprenden tienen institucionalizados procesos de reflexión y aprendizaje institucional en la planificación y evaluación de sus acciones, adquiriendo una nueva competencia (aprender cómo aprender); lo que implica transformar los «modelos mentales» vigentes, así como generar «visiones compartidas». Chris Argyris (1993), por su parte, subrayó que el aprendizaje organizativo implica la capacidad de aprender de los errores, aportando -en lugar de una adaptación- nuevas soluciones, por alteración, en un ciclo doble y no simple, de los marcos mentales en los que hasta ahora ha funcionado su acción. Así pues, una Organización que Aprende es aquella que tiene una competencia nueva; que le capacita para -aprendiendo colegiadamente de la experiencia pasada y presente- procesar la información, corregir errores y resolver sus problemas de un modo creativo o transformador, no meramente de modo acumulativo o reproductivo.
Basándose en la literatura del campo y en su experiencias de trabajo con compañías, Pearn et al. (1995) presentan un modelo de seis factores, como grandes componentes de OA. El modelo, además, permite valorar cada componente según el grado en que se encuentre una organización, pudiendo representar un mapa gráfico inicial de su estado.
- Personas como aprendices. Los empleados como conjunto están motivados para aprender continuamente, para aprender de la experiencia y comprometidos por el autodesarrollo de la organización.
- Cultura favorecedora. Cultura que apoya el aprendizaje continuo, promueve el cambio del status quo, cuestionando las asunciones y los modos establecidos de hacer las cosas.
- Visión para el aprendizaje. Visión compartida que incluye la capacidad de la organización para identificar, responder y ver sus posibilidades futuras. Esta visión incluye también reconocer la importancia a todos los niveles de la organización para autotransformarse a sí misma de modo continuo, de modo que le permita sobrevivir en un contexto impredecible.
- Incremento del aprendizaje. La organización tiene estructurados procesos y estrategias para aumentar y sostener el aprendizaje entre todos los empleados.
- Apoyo de la gestión. Los gestores creen, de modo genuino, que alentar y apoyar el aprendizaje da lugar a mejores competencias y resultados que los actuales; por lo que, en lugar de controlar, facilitan y apoyan esta línea (Bolívar, 2000b, 2001).
- Estructura transformadora. La organización amplía los modos en que está estructurada y opera para facilitar el aprendizaje entre diferentes niveles, funciones y subsistemas, y permite la rápida adaptación al cambio. Está organizada para alentar y recompensar la innovación, el aprendizaje y el desarrollo.
Si bien toda organización -de modo natural o implícito- aprende, calificarla de Organización que Aprende significa que incrementa su capacidad de aprendizaje con un grado de valor añadido: aumento de las capacidades profesionales y personales de los miembros, nuevos métodos de trabajo o saberes específicos, y crecimiento de expectativas de supervivencia y desarrollo de la organización, por sus mejores resultados e imagen, o capacidad de adaptación al entorno cambiante. Entre aprender por saber utilizar la experiencia acumulada y explorar nuevas acciones respondiendo de modo innovador, se juega el aprendizaje de la organización.
La escuela como organización que aprende
He descrito extensamente en el libro citado (Bolívar, 2000a) el funcionamiento del aprendizaje organizativo (memoria organizativa, cultura organizativa y aprendizaje, o gestión del conocimiento), así como los procesos requeridos para la adquisición del conocimiento y su diseminación y uso. Me importa más, destacar ahora, una posible representación de una escuela que aprende (ver Figura), que he realizado a partir de Dalin y Rolff (1993).
Generar nuevas competencias en los miembros de una organización, comporta – como dos caras de la misma moneda- la experiencia de una actividad cualificadora o formativa, y que el conjunto de la organización lleve a cabo proyectos conjuntos que contribuyan a aprender. Incrementar y utilizar todo el potencial de aprendizaje de los individuos y grupos, en un clima de aprendizaje continuo y mejora, es propio de una organización que ha situado el aprendizaje como su principal activo y valor. El aprendizaje organizativo no es la suma acumulativa de aprendizajes individuales; tienen que darse densas redes de colaboración entre los miembros pues, en ausencia de intercambio de experiencias e ideas, no ocurrirá.
Figura: El centro educativo como organización que aprende
En cada ángulo de la Figura 1 aparecen cuatro condiciones requeridas para fomentar el aprendizaje organizativo de un centro escolar. Las dos superiores (cambios en el entorno y en la política educativa) referidas a factores externos; las inferiores (experiencia anterior de desarrollo, e historia y cultura escolar), a factores intraorganizativos. Para que tengan lugar los procesos internos de la Figura 1, por una parte, debe haber relaciones mutuas y abiertas con dichos factores, al tiempo que fomenten -o al menos no impidan- el desarrollo de la organización.
Una clave para el inicio del proceso es que el centro educativo esté inmerso en programas integrados y compartidos de desarrollo. Si no hay proyectos de trabajo conjuntos, no hay base para el aprendizaje organizativo. Estos presuponen, como indica la Figura, una aceptación compartida de visiones y necesidades, que debe -entonces- ser el punto primero de actuación y, a su vez, ir provocando un cambio en la cultura escolar (por ejemplo, del individualismo). Justo entonces, se puede hablar de desarrollo de la organización, que cuando llega a institucionalizarse, por procesos internos y conjuntos de autorrevisión y planes de acción para el desarrollo, daría lugar a irse acercando a una organización que aprende. El proceso requiere tiempo para desarrollar esta visión compartida, por medio de procesos colectivos de autorrevisión que permitan dar lugar a un proceso colectivo de aprendizaje, donde el proceso de autoevalución institucional adquiere, a la vez, potencialidades formativas para los agentes.
El aprendizaje de la organización, como conjunto, se inscribe entre un doble nivel: (a) Los profesores como aprendices: procesos que emplean los individuos para aprender en la organización. Un amplio corpus de conocimiento ha resaltado condiciones y formas que incrementan las competencias profesionales. Si bien sin aprendizaje individual no puede haber aprendizaje institucional, el primero no garantiza el segundo: si no se dan interacciones individuales en comunidades de práctica. La coordinación y transferencia de los aprendizajes individuales capitaliza el potencial de la organización.
(b) El aprendizaje en grupos y equipos: la teoría de la cognición distribuida (Salomon, 1998) explica bien cómo el conocimiento puede distribuirse entre los grupos. Cada miembro del grupo se especializa en una función que pasa al grupo y, en ese sentido, la capacidad total del grupo se distribuye entre los miembros. Las relaciones contextuales en que trabajan los miembros, cooperando en torno a proyectos comunes en comunidades profesionales, son igualmente muy relevantes.
El aprendizaje de la organización como conjunto es el más complejo y difícil de explicar. La forma habitual es transferir a la organización como metáfora los modos de aprendizaje individual: ¿cómo la organización almacena y accede al conocimiento?, ¿qué formas de conocimiento procedimental son más funcionales?, ¿cómo las organizaciones perciben, filtran, procesan y almacenan información en la memoria a largo plazo? En un libro sobre el tema (Bolívar, 2000a) hemos dado cuenta y revisado el asunto. Pero parece evidente que el aprendizaje de la organización trasciende la suma de aprendizajes individuales. Empieza a ocurrir dentro de grupos que trabajan en colaboración, como miembros que mutuamente confrontan problemas y desarrollan soluciones. Las enseñanzas adquiridas mediante la resolución problemas llegan a formar parte de la cultura de la escuela y, como tales, pasan del grupo a los nuevos miembros.
Además, no podemos desdeñar los estímulos para que una organización aprenda. Mucha literatura sobre este campo (Leithwood, 2000) pone en primer plano las demandas y presiones del entorno como un factor que obliga a que la organización tenga que aprender para responder a ellos o, al menos, acomodarlos. Igualmente, que la organización como conjunto perciba un desequilibrio entre lo que pretende hacer y lo que realmente está consiguiendo o se les demanda, por ejemplo, en resultados del alumnado. Una cierta ética de mejora de modo continuo es, en último extremo, la fuente del aprendizaje organizativo.
Además, las organizaciones no aprenden por aprender, sino que el objetivo mismo de los centros educativos es que tengan un impacto positivo, a nivel de aula y centro, en las experiencias educativas de los alumnos. No basta rediseñar la estructura organizativa y relaciones entre los profesores y equipos si no contribuye a mejorar los resultados e incrementar el compromiso con el aprendizaje de los alumnos. El ambiente actual de presiones competitivas intercentros por la eficacia de la escuela ha situado, en primer plano, esta dimensión que marcará en último extremo si la organización está aprendiendo o no.
Origen empresarial de las organizaciones que aprenden
Las organizaciones que aprenden han sido tratadas desde diversas perspectivas disciplinares. Mientras unas (sociología, desarrollo organizativo o ciencia de la acción) subrayan la dimensión de desarrollo interno de la organización; otras, más gerenciales (ciencia de la gestión, estrategias de producción), acentúan el aprendizaje en función de las demandas del entorno, juzgándose dicho aprendizaje organizativo por ser más eficiente que sus competidoras, o por adaptarse de forma rápida a los cambios del entorno. Las organizaciones que aprenden no ocultan que dicho aprendizaje viene marcado por el contexto (competitivo, demandas de clientes, política educativa, etc.), que determinará si una escuela progresa más que otra, dentro de una concepción de la organización como sistema abierto al entorno.
Como sistemas abiertos, las organizaciones han de ser sensibles al entorno, para aprender cómo reorganizarse, reducir costos, innovar o crear nuevos productos para ganar competencia; en suma, adquirir la habilidad para adaptarse de modo progresivo a un futuro impredecible. Por ello, viene bien a modelos empresariales o mercantiles y tienen este pesado lastre para trasplantarlo al educativo. Las escuelas, en gran medida, no encajan en este modelo. Justamente, tendencias de la última década como Gestión Basada en la Escuela y Reestructuración escolar pretenden hacerlos más vulnerables al entorno, lo que implica descentralizar y desregular el sistema.
En efecto, dentro de los nuevos planteamientos más sutiles de gestión empresarial en compañías punteras, se pretende lograr el compromiso de los trabajadores con las metas de la organización, mediante una descentralización de la gestión, incrementado la autonomía de los centros, al tiempo que promover comunidades profesionales con unos valores y metas compartidas. En momentos de retraimiento y recesión del papel del Estado en la educación, un new public management intenta dinamizar las organizaciones del segundo sector (públicas) con modos de gestión imitados de las organizaciones del primer sector (mercantil). Se recurre a la capacidad local de los propios implicados para auto-organizarse: contar con organizaciones donde los individuos, en un clima de entrega, confianza y compromiso, consiguen el máximo de sus capacidades con una mínima supervisión.
Las teorías de «organizaciones que aprenden» tienen, entonces, su origen en los nuevos paradigmas de comprensión de las organizaciones y de organización postfordista (descentralizada y flexible) del trabajo, y como tal proviene de ámbitos no educativos (Motorola, Microsoft, o Shell). En este caso, como sucedió con el Desarrollo Organizativo (DO), nos encontramos con el problema de hacer posibles trasplantes infundados del sector empresarial a las organizaciones escolares, calificadas de «gerencialistas» (management). En su lugar, proponemos optar por retomar aquellos elementos interesantes de esta teoría y práctica, debidamente reconceptualizados, para que no se convierta en una nueva «tecnificación» de los procesos organizativos y, en su lugar, puedan revitalizar las estrategias de cambio educativo y los modos de pensar los establecimientos educativos como organizaciones.
¿En qué sentido pueden las escuelas ser organizaciones que aprenden?
En un momento en que la planificación y gestión racional de los procesos de cambio ha fracasado, se recurre a transformar las organizaciones por procesos de autodesarrollo, que tengan un grado de permanencia y no meramente episódicos. Por otra parte, ya no se puede ser insensible a las presiones del entorno, confiando en que los propios implicados determinen la posible mejora. Las condiciones inciertas, los entornos inestables y las presiones del medio, sin duda, están forzando a que las organizaciones tengan que aprender para afrontar los nuevos retos si no quieren someterse a las leyes de selección natural.
Hemos aprendido, en el último tercio del siglo, que un cambio educativo permanente depende, no tanto de favorecer su puesta en práctica del cambio educativo ni del significado que le otorguen los agentes, sino de promover la capacidad de aprendizaje proactivo (no reactivo) de los centros escolares como organizaciones. Este es el atractivo de la teoría de las organizaciones que aprenden, en un contexto postmoderno donde se desconfía de las estructuras y reglas burocráticas de la modernidad, para situar -en su lugar- los procesos y relaciones que posibiliten auto-organizarse. Vertebrar horizontalmente de modo «orgánico», una vez que la articulación vertical no ha funcionado, parece ser la dirección, en un diseño postburocrático. «Desde esta perspectiva», dicen Leithwood y Louis (1998: 3), «la imagen de las escuelas como organizaciones que aprenden parece ser un respuesta prometedora a las continuas demandas de reconversión».
En lugar de tomar las Organizaciones que Aprenden como una mera estrategia de gestión, he defendido entenderla como un marco orientativo para el desarrollo de las organizaciones. No es un modelo con un significado referencial a implementar fácticamente, creyendo que los centros educativos puedan convertirse en «organizaciones inteligentes»; sino, más bien, un modelo contrafáctico que proporciona ideas, procesos y estrategias para orientar cómo los centros escolares puedan aprender, al tiempo que para explicar por qué, en muchas ocasiones, no lo hacen. Peter Senge (1999) afirma, en este sentido, que las Organizaciones que Aprenden son sólo eso: una idea, que puede contribuir a maximizar la capacidad de aprender de las organizaciones. De hecho, es muy exigua la investigación empírica sobre las Organizaciones que Aprenden (casi nula en el ámbito educativo), lo que muestra ser más un ideal de desarrollo que algo a ser completamente implementado en una realidad observable.
Por tanto, para no engañarse, conviene darle el estatus de expresar una visión o ideal de desarrollo, que contribuya tanto a generar (o incrementar) la capacidad de aprender de las organizaciones, como para juzgar -contrafácticamente- en qué grado un centro de trabajo se aproxima, en mayor o menor grado, a dicha situación ideal. Entenderla así significa que no se pretende, en primer orden, materializarlas en la realidad tangible de cada centro, sino servir de criterio para juzgar las realidades existentes, al tiempo que para guiar procesos que se acerquen a dicho modelo.
De este modo, contribuye a cuestionarse por qué, de hecho, los centros educativos no suelen aprender y qué habría que hacer para que así fuera. Esto impide hablar, en sentido referencial, de los centros educativos como «organizaciones inteligentes», para – en su lugar- entenderla como una idea «generativa» (no descriptiva), que dice Senge, expresión de una visión de lo que debía ser la realidad, capaz de generar un proceso de cambio continuo y autotransformación de la organización. La traducción que hemos adoptado en español (Organizaciones que Aprenden), en este sentido, es afortunada: expresa una idea de proceso sin término final, que puede dar lugar progresivamente a modificaciones en dimensiones cognitivas y acciones. Como claramente expresan Pearn et al. (1995), no estamos seguros de que exista algo como «la» organización que aprende. Más bien, hay organizaciones que -en sentido relacional y de desarrollo, no de estado final- aprenden y crecen más que otras.
Reconstrucción educativa y relevancia para el cambio educativo
Si el modelo de Organizaciones que Aprenden puede ser reconstruido educativamente como comunidades profesionales, esto no basta para olvidar los lastres que arrastra, dependientes de su origen: el estímulo para aprender no sólo es una fuerza genuina de dentro, está motivado por el contexto competitivo y cambiante. He analizado detenidamente (Bolívar, 2000a) los problemas y graves limitaciones que presenta su traslación a los centros educativos.
Una necesaria reconstrucción educativa de este modelo pasa por algunos principios como los siguientes: el mercado no puede marcar el aprendizaje, sino criterios internos de práctica educativa valiosa; el aprendizaje de la organización debe ser un incentivo para que la comunidad escolar se implique en el diseño del centro, en lugar de limitarse a elegirlo; promover un liderazgo compartido, dando protagonismo y control a los propios implicados sobre su destino y su entorno inmediato.
Acudir a las teorías de las organizaciones que aprenden puede llevarnos a mirar hacia otro lado, dando saltos en el vacío ante los problemas actuales. Así, cuando tenemos asignaturas pendientes como garantizar buenas escuelas para todos (Darling- Hammond, 2001), podemos caer en nuevas teorías de gestión que, por un lado, apoyen la desresponsabilización de los poderes públicos en la educación; por otro, nos distraigan de los problemas relevantes. No obstante, también es cierto, sin un esfuerzo de los propios centros en la educación que tienen a su cargo, podemos ir muy lejos.
El modelo de las Organizaciones que Aprenden es una línea sugerente, en la coyuntura actual, para señalar nuevas vías para el desarrollo de los centros educativos, pero -creemos- debe ser debidamente reconstruida educativamente para que pueda contribuir a marcar un camino para guiar los cambios educativos en este momento de final de milenio y comienzo de nueva centuria. Se trata de proporcionar visiones de una «buena» escuela y de proveer procesos que pudieran conducir a lo que pretendemos.
Sin embargo, la vida cotidiana de los centros docentes suele transcurrir, año tras año, sin dar lugar a un aprendizaje institucional que, debidamente sedimentado en su memoria organizativa, pudiera tanto contar con una historia propia, para no empezar siempre de nuevo, como implicarse en un aprendizaje continuo. Mientras tanto, como ha dicho Fullan, «que las escuelas deban llegar a ser organizaciones que aprenden, es un feliz enunciado, pero un sueño lejano». La ironía de la realidad escolar es que son instituciones dedicadas al aprendizaje y ellas mismas no suelen aprender. Los centros escolares no suelen ser, por sus propias condiciones estructurales, organizaciones aptas para el aprendizaje permanente. Concebir el centro como una comunidad de aprendizaje institucional, aparte de algunos de los procesos internos descritos, exige reestructurar los contextos organizativos de trabajo de los profesores.
Como señala M.A. Santos (2000), hay una serie de obstáculos que bloquean el aprendizaje de la escuela: rutinización de las prácticas profesionales, descoordinación de los profesionales, burocratización de los cambios, supervisión temerosa, dirección gerencialista, centralización excesiva, masificación de alumnos, desmotivación del profesorado, acción sindical sólo reivindicativa, entre otras. Entiende el autor que el obstáculo clave de la falta de aprendizaje institucional es el cierre (personal, institucional, y estratégico o del sistema) como actitud de no estar abierto a la crítica, a lo nuevo, al aprendizaje.
La imagen de organizaciones que aprenden evoca, de entrada, supuestos sobre los miembros de la escuela como personas comprometidas, participativas, que persiguen propósitos comunes y, como tales, se esfuerzan por desarrollar progresivamente modos más eficaces de alcanzar tales metas, respondiendo a las demandas del entorno. En lugar de otros modelos más gerenciales, una organización que aprende exige la capacitación, incremento de profesionalidad y crecimiento intelectual de sus miembros, así como su participación en las acciones, si es que el centro quiere crecer como organización. Advertir de los posibles usos acríticos de la imagen no supone renunciar al papel que puede jugar en la mejora de la educación.
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