Legitimidad tolerada y Democracia. Ensayo

Si la fuerza de un colectivo humano tradicionalmente ha sido coordinada desde el personalismo del líder, en el caso del poder político se ha venido avanzado en un proceso de despersonalización de la fuerza al objeto de institucionalizarla jurídicamente, para darla una envoltura aceptable. No obstante, conviene tener en cuenta que aunque se pretenda buscar amparo en la racionalidad jurídica para hacerla tolerable, el poder no puede eludir el soporte de la fuerza física ni su naturaleza violenta, porque incluso el mismo Derecho que le da coherencia, a decir de Derrida, es fuerza autorizada [1]. El gobierno es un instrumento de dominación que permite desplegar en términos reales el poder, porque este es un ente vacío de contenido material que necesita ser llenado para tomar presencia. Si en el caso de la tribu en los primeros tiempos, el cacique es la fuerza personal no institucionalizada, los avances sociales han traído consigo la institución. De tal manera que hoy el poder se expresa como acción de gobierno de una sociedad que reposa sobre fundamentos institucionales. La cuestión que ahora se plantea es quién dispone de la facultad para ejercer el poder o, avanzando un paso más, quién está legitimado para ello. En lo sustancial, la legitimidad es el método a seguir para el acceso a la titularidad del poder político, que inevitablemente continúa siendo personalista. En este punto, el contractualismo, desde Hobbes, ha venido construyendo el entramado preciso para hacer del ejercicio de la función de gobernar desde las minorías un hecho tolerado. Y, en oposición a la tesis de la voluntad divina, ha sido el Derecho el encargado de otorgar cierto marchamo de calidad a simples argumentaciones intelectuales carentes de auténtico soporte racional. De esta manera, los principios de legitimidad han servido de instrumentos de justificación del poder [2], diseñados a la medida de los intereses dominantes en cada momento histórico y ha permitido el establecimiento del derecho de mandar y la obligación de obedecer, sin posibilidad de contestación. Lo que hoy nos encontramos es que, superado el absolutismo, la burguesía, como poder dominante en las sociedades avanzadas de la época, estableció su criterio de legitimidad sobre la base económica, pero lo envolvió de sentido jurídico, dominando lo político. Con lo que el poder real, sustentado hasta entonces en la fuerza física de la vieja casta de los guerreros -después ennoblecidos-, pasa a la clase de los nuevos mercaderes -ahora vulgarizados-.

La innovación experimentada en el proceso de legitimidad abrió las puertas en el ejercicio del poder político para que la habilidad y la inteligencia sustituyeran a las supuestas virtudes heredadas, y la nobleza basada en la herencia desapareciera del panorama de las justificaciones del poder.  Sin embargo el argumento de legitimidad sigue sin ser consistente porque, pese al avance hacia la racionalidad, se mantiene en el principio elitista. Tan sólo se ha producido un cambio de gobernantes, contemplado dentro del proceso de circulación de las elites previsto por Pareto [3], que no ha afectado a lo sustancial de la cuestión. Se ha acudido a buscar la legitimidad de las urnas como una suerte de consenso de las masas, en realidad dispuesto para dar solidez al elitismo, pero sin otorgarles la facultad de autogobernarse. Para ello se ha desempolvado el atractivo de la idea de democracia, intacto en la mente colectiva durante siglos, pero adaptado a las circunstancias. Tal vez porque los valores de libertad, igualdad y justicia ejercen una profunda sensación emotiva en las masas, al entender que sus gobernantes tomarán en consideración sus reivindicaciones permanentes y sobre ese fondo ejercerán la gobernabilidad en términos más justos.

El argumento de la legitimidad democrática que ilusiona a las masas en cuanto intuyen que su voluntad cuenta en el proceso de gobierno, puesto que les es dado seleccionar entre un grupo predeterminado a sus gobernantes, no ha pasado de ser una fórmula para designar a los mayores acreedores de empatía política, pero ello no supone en forma alguna intervenir en el ejercicio del poder.  La cuestión en este punto ha quedado en reconducir el ejercicio de la democracia a practicar el derecho al voto, conforme a las reglas que rigen la llamada democracia representativa. Con lo que la idea de democracia ha seguido el mismo camino que los valores que la soportan. La libertad ha resultado incompatible con la sumisión que exigen las elites, convirtiéndose en un derecho a moverse dentro de la jaula que establecen las leyes [4]. Observando la igualdad, resulta que no ha superado los términos de la leyenda fundacional de la sociedad, desviada del lado de los intereses de las elites. La justicia ha pasado a ser un sentimiento particular dependiente de la voluntad del intérprete de las leyes y de la del distribuidor que dice ejercerla en términos de equidad para impresionar a los escépticos. Por tanto, es previsible que lo que parecía aproximarse a un diálogo con el poder como presupuesto de sociedad justa 5, no haya pasado de ser un monólogo del poder adornado con el término democracia. El proceso electoral  obedece a la pretensión formal de otorgar legitimidad de gobernante a un grupo encuadrado en la categoría de elite, mientras que la democracia, por principio, es la posibilidad de establecer el gobierno de las masas que integran una sociedad organizada políticamente. Aunque en la democracia representativa se dieran todos los componentes que permitieran hablar de democracia real -lo que resulta ser imposible desde el principio de la representación-, falta la idea fundamental: el autogobierno de los miembros de la sociedad en condiciones de igualdad.

Junto con otros adornos en forma de derechos y libertades, los teóricos de las constituciones, con el beneplácito de los políticos,  insisten en que la soberanía reside en el pueblo, pero lo curioso es que quien gobierna son los grupos políticamente relevantes en cada sociedad bajo la batuta del director de la orquesta, esto es, el capitalismo. El balance no es otro que la banalización de la genuina democracia como estrategia impuesta por el sistema capitalista, a fin de aplacar el sentimiento de autogobierno de las masas con un sucedáneo [5]. En tales condiciones, ¿es posible hablar de legitimidad democrática?.

En el caso de que la democracia fuera plena, la cuestión de la legitimidad de los elegidos estaría garantizada, pero no cabe entender que una sociedad se gobierne democráticamente por el hecho de que periódicamente se celebren comicios y se den los cinco criterios de Dahl [6], porque sería insuficiente. En la ciudadanía hay sentido electoral, pero falta conciencia democrática. De manera que su soporte es un simple acto de tolerancia con el sistema impuesto, que a falta de una opción mejor se acata con resignación. En el modelo electoralista de los países avanzados, el papel encomendado al ciudadano es el de simple espectador; puesto que la política, que debiera ser cosa de todos y no de unos pocos, se reserva en exclusiva a la clase política. Con ello se ha olvidado que la democracia, aun en los términos en que se viene desarrollando, conlleva intervención en la toma de decisiones, lo que a su vez entraña compromiso, sin embargo en estas sociedades se promueve la dejación de la capacidad política del individuo; de tal manera que aquel animal político de cuño aristotélico se encuentra en vías de extinción, a fuerza de convertirlo en simple espectador del circo mediático. Así es que el ciudadano ha pasado a ser un número adscrito a un determinado Estado, que contribuye en la medida de sus posibilidades económicas a su sostenimiento y poco más Como consecuencia, la ciudadanía se convierte en un concepto abstracto diseñado para totalizar el colectivo humano, que no expresa la condición de ciudadano real, ya que éste se recompone como ente sin capacidad política. Lo que a su vez deriva en que el individuo sea un voto carente de relevancia,  porque la democracia electoral se entiende en términos de masas. Asimismo, existe un patrón de derechos y libertades, garantizados burocráticamente, orientado a la seguridad general y al discurrir de la existencia colectiva, pero su contenido no mira tampoco a la política, sino que  se proyecta hacia la sociedad civil. En tal estado de alienación, la política, como casi siempre ha sido, se reserva a la casta, dispuesta a colocar barreras de ignorancia frente al resto, para conservar su privilegio.  Por tanto, aquella, en democracia de elites, ha quedado reducida a espectáculo servido por deferencia de los medios de comunicación, animado por debates que no conducen a nada positivo, y que se escamotean a los ciudadanos en provecho de profesionales de la retórica. Como se manipula la noticia continuamente, derivándola al terreno de lo que interesa publicitar, la ignorancia del fondo político se suple con la manipulación, llevando los asuntos al terreno de la apariencia. Una vez superado el proceso electoral determinante, la marcha de la democracia presenta dos caras; una, como divertimento colectivo, creándose un mundo virtual a base de opiniones, representaciones o encuestas protagonizadas por los políticos, al objeto de hacer creer al ciudadano que en el fondo participa en la toma de decisiones, y otra más solemne, basada en la retórica del debate parlamentario, donde la mayor parte de los asuntos se acuerdan previamente. En la práctica, el sentimiento político de la individualidad se reconduce a opinar, empatizar o discrepar de las elites políticas, con lo que la posibilidad de una democracia consensual [7] no ha pasado de ser una alternativa, hasta ahora inviable, a la democracia representativa.

Los distintos sistemas electorales, calificados como instrumento de realización de la democracia, ofrecen ciertas particularidades respecto a sus precedentes, al objeto de acomodar el ejercicio del poder a los cambios que exigen los nuevos tiempos. Si en ese punto había que hablar de monarcas, en su lugar toman el relevo los partidos. De esta manera la democracia se desenvuelve en torno a la partitocracia, es decir, el gobierno de la sociedad por un grupo político u otro que mercadea con una tendencia de gobernabilidad, para que los ciudadanos le entreguen su confianza en forma de voto, caracterizada por su propensión a favorecer prioritariamente a una parte de la ciudadanía, a las empresas capitalistas o buscando tomar el camino conciliador. Con la implantación del sistema de partidos es de señalar, por una parte, que se ha producido cierto avance político, respecto a las viejas elites hereditarias, porque si bien hasta épocas cercanas gobernaba la aristocracia, a cuyo frente se colocaba una cabeza visible, ahora, acorde con los tiempos, se sitúa una nueva elite que se ha venido en llamar clase política [8]. El cambio de situación responde a que, si con el sistema anterior los gobernantes se imponían en virtud del derecho de sangre, actualmente se sitúan atendiendo a los intereses de partido. Si en los viejos tiempos el gobierno se reservaba a unos pocos selectos, la nueva tendencia es abrirlo a las masas bajo control, con lo que cualquiera -encuadrado en un partido- puede llegar a gobernar. Por otro lado, hay que señalar otro avance frente al personalismo impuesto, se trata de la temporalidad en el cargo, ya que permite cambiar la forma para que se mantenga en pleno vigor el fondo.

Objetivamente considerada, la democracia electoral en términos representativos no pasa de ser un apaño sostenido en la tolerancia de la ciudadanía. De manera que no puede venderse como principio de legitimidad. Ya que la auténtica legitimidad sólo puede construirse desde el consenso en igualdad de partes. Un proceso electoral, limitado en cuanto a opciones y dirigido por la propaganda no es plenamente legitimador porque aunque medie la persuasión, al fondo se mueve la manipulación. De otro lado, se ha planteado en términos de élites vs. masas, en cierta forma suavizándose la relación  por los intereses del capitalismo que ha promovido la tolerancia de estas últimas. Se trata de invitar a la masa ciudadana a crear elites de reemplazo para que decidan los temas de gobierno que directamente la afectan desde la prioridad de los intereses del  grupo al que patrocinan. No es fácil entender que tomando como referencia planteamientos igualitarios propios del sufragio universal se acabe imponiendo la desigualdad. En consecuencia, ni la tolerancia ni la propagando reconductora de voluntades son suficientes argumentos para presentar el triunfo partidista en un proceso electoral como legitimidad para ejercer el poder, porque falta el auténtico consenso ciudadano en términos de igualdad.

Bibliografía

  • Ackerman, B. “La justicia social en el Estado liberal”.
  • Dahl, R. “La democracia y sus críticos “.
  • Derrida, J., “Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad”.
  • Ferrero, G., «El poder. Los Genios invisibles de la Ciudad».
  • Lisphart, A., “La democracia en las sociedades plurales” y “Modelos de democracias”.
  • Macpherson, C.B.,“La vida y los tiempos de la democracia liberal”.
  • Pareto, V., “Tratado de sociología general”.
  • Rousseau, J.J., “El contrato social”.
  • Schumpeter, J., “Imperialismo.Clases sociales”.

Autor: Antonio Lorca Siero – Mayo de 2016

[1] Derrida, J., “Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad”.

[2] Para Ferrero, G., «El poder. Los Genios invisibles de la Ciudad», la legitimidad hay que entenderla como argumento que se invoca para justificar el ejercicio del poder personal.

[3]  Apoyándose en la evidencia histórica, señala Pareto, V.,“Tratado de sociología general”, que las masas siempre han sido dirigidas por elites dada su incapacidad para gobernarse.

[4]  Según Rousseau, J.J., “El contrato social”, aunque el hombre ha nacido libre, vive en todas partes encadenado 5  Ackerman, B. “La justicia social en el Estado liberal”, dice que es el diálogo, y no el monólogo, el que permite la única forma legítima de establecer una sociedad justa.

[5] De esta manera la democracia ha venido siendo, como apunta Macpherson, C.B.,“La vida y los tiempos de la democracia liberal”, un mecanismo para elegir y autorizar gobiernos entre dos o más grupos de elites de partidos para gobernar hasta la siguiente elección

[6] Dahl, R. “La democracia y sus críticos “, establece cinco criterios para llegar a la democracia: participación efectiva, igualdad de voto, comprensión informada, control de la agenda de temas políticos e inclusividad.

[7] Véase Lisphart, A., “La democracia en las sociedades plurales” y “Modelos de democracias”.

[8] En ella se aprecian ciertas similitudes con la clase social, entendida por Schumpeter, J., “Imperialismo.Clases sociales”, como conglomerado de individuos que toman conciencia de su identidad como un todo, cerrando filas entre ellos y colocando barreras frente al exterior.

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Lorca Siero Antonio. (2016, junio 13). Legitimidad tolerada y Democracia. Ensayo. Recuperado de https://www.gestiopolis.com/legitimidad-tolerada-democracia-ensayo/
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