Cuando en 1851 se inauguró la Gran Exposición de Londres, con sede en el espectacular Crystal Palace, primera edificación de cristal y acero y abuelo de los modernos rascacielos, miles de visitantes se detuvieron delante del stand de Cyrus McCormick para admirar su segadora último modelo, tirada todavía por un caballo. Este portento de la ingeniería realizaba cortes horizontales e incluía un novedoso mecanismo que amontonaba las espigas de trigo en haces y luego las amarraba automáticamente. Ya antes de que este pionero de la industria de la maquinaria agrícola estadounidense atravesara el Atlántico, para mostrarle al mundo su concepción, gran cantidad de innovaciones se habían introducido en la primera mitad del s. XIX en su país. Para esa fecha había cien mil trilladoras en Estados Unidos, pero la mecanización de las granjas sólo tomó intensidad en pleno fragor de la Guerra de Secesión (1861-1865).
La conflagración absorbió gran parte de la fuerza laboral obligando a los granjeros a sustituir la mano de obra por las recién estrenadas máquinas, puesto que requerían de pocos operarios y podían ser manejados por una mujer o un muchacho. Además, la guerra hizo que los productos agrícolas subieran de precio y parte del incremento del capital fuese invertido en las nacientes tecnologías. Después de acallarse los cañones el auge de las innovaciones despegó aceleradamente. Sólo hasta 1900 se otorgaron doce mil patentes de arado y se introdujeron uno tras otro el arado múltiple, la segadora, la sembradora, la atadora, la desgranadora, la descascaradora, la aventadora de abono, el arado múltiple, la secadora de heno, la sembradora de papas, la incubadora, la descremadora y muchas otras maquinarias que aumentaron la eficiencia de las labores agrícolas. Desde la revolución del Neolítico no se había asistido a cambios tan drásticos en los procesos del campo. Para tener una idea del incremento de la productividad, basta pensar que en 1850 se necesitaban 24 horas para segar una tonelada de heno, pero un siglo después apenas cuatro. Esto se tradujo en el incremento exponencial de la producción agropecuaria y en sustanciales rebajas de los precios de los alimentos.
Pero el maquinismo agroalimentario trajo consigo la rápida multiplicación de tierras cultivadas y el consecuente impacto ambiental, aquello que nosotros hemos llamado la burbuja del clima, afectando cantidad de hábitats constituidos lentamente desde milenios, borrados del mapa en poco tiempo. En las tres décadas que siguieron a 1860 se utilizaron para el cultivo más tierras que en toda la historia de los Estado Unidos hasta ese momento. El número de granjas se incrementó de dos a seis millones, la superficie sembrada se duplicó, la producción de trigo subió de 173 a 635 millones de búshels y las cosechas de maíz y algodón se triplicaron. Desde la primera mitad del s. XX algunos autores, como Samuel Elliot Morison y Henry Steeler Commager (Historia de los Estados Unidos de Norteamérica, Fondo de Cultura Económica, 1951), de quienes hemos tomado la mayoría de estos datos, alertaron sobre los daños causados a los ecosistemas. La extracción excesiva de los productos del subsuelo, el cultivo esquilmador y la destrucción de los bosques –dicen estos autores– ocasionaban erosiones, sequías e inundaciones. Cerca de cuarenta millones de hectáreas, una sexta parte de la superficie total del sur de los Estados Unidos se había perdido o dañado por las erosiones. Hacia 1930, en algunas partes, el piedemonte había desaparecido la mitad de la tierra cultivable.
Entrado el s. XX, cuando ya Estados Unidos tomaba de lleno el testigo de la revolución industrial de manos del British Empire, la producción a escala adquirió nuevas dimensiones, al igual que la burbuja del clima. Algunos la han denominado “segunda revolución industrial”, caracterizada por los grandes cambios en los patrones energéticos. La máquina a vapor dio paso al motor de gasolina, diesel y eléctricos. Para 1930 ya funcionaban en los Estados Unidos un millón de tractores de nuevas tecnologías. También se introdujeron masivamente cosechadoras y trilladoras mecánicas, camiones y grandes máquinas combinadas motorizados por los recién estrenados combustibles. Se asistía a un segundo gran cambio en el modo de producción del campo. Los agigantados pasos con que avanzaban la ciencia y tecnología, aunados a los grandes capitales, marcaron el fin de la variedad de cultivos y a la agricultura de sustentación. La pequeña granja familiar ya no resultaba eficiente y cedió paso a las grandes haciendas especializadas, dedicadas al monocultivo. Ello produjo un gran éxodo del campo a la ciudad. Entre 1870 y 1930 la población rural estadounidense disminuyó del 80% a menos del 40% y luego la migración siguió a un ritmo más acelerado.
Con el tiempo, las súper-máquinas llegaron a muchas partes del mundo y la historia fue similar a la estadounidense: cantidad de bosques desaparecieron y las ciudades se nutrieron de oleadas de gentes que llegaban del campo en busca de mejores oportunidades. La creciente cantidad de maquinaria agrícola, transportes de cargas, automóviles y aviones que utilizaban combustibles fósiles fueron incrementando la emisión de gases de CO2 a la atmosfera. Las alarmas no tardaron en dispararse, y de pronto la acumulación de gases de dióxido de carbono empezó a relacionarse con el calentamiento global por causas antropogénicas. Después de la década de 1950 comenzaron a levantarse voces por el futuro de la sustentabilidad de la vida en la Tierra. En las últimas décadas del s. XX se hablaba cada vez más de los patrones energéticos alternos, y entre los más populares se destacaban los biocombustibles. El problema con los combustibles biológicos es que requieren de enormes superficies de tierras para su cultivo. Si su uso se masificara, además de competir con la producción de alimentos, se incrementarían los sembradíos, agravando el problema, ya que invadiríamos mayor cantidad de biotopos en bosques, selvas, llanuras, ciénagas y regiones semidesérticas en todo el mundo, habitados por cientos de miles de especies de plantas y animales que ocupaban estos espacios desde milenios.
En cuanto a los ríos, lagos y océanos, además de los daños que sus aguas sufren por efectos de la contaminación y del cambio climático, van perdiendo su fauna natural en beneficio de la alimentación de cada vez más miles de millones de seres humanos que habitan el planeta. En estos días leíamos que España había agotado en tan sólo cuatro meses el 100% de su cupo de pesca para 2011. Las ballenas están mermando su población por constituir un importante alimento en Japón, Noruega y en otros países. Es indudable que la burbuja poblacional, mediante las crecientes necesidades de consumo y transportación de la gente, tendrá un impacto cada vez mayor sobre el equilibrio de la diversidad biológica, con consecuencias impredecibles.
Llegado a este punto, consideramos oportuno recordar a Thomas Malthus y su clásico enunciado: “mientras la población crece en progresión geométrica, los medios de subsistencia lo hacen de forma aritmética”, tesis incluida en su polémico Ensayo sobre el principio de la población, publicado en 1798, en la que afirmó que llegaría el momento en que la población no podría obtener recursos suficientes para subsistir, debido a una gran escasez de alimentos. Nos preguntamos: en qué se equivocó Malthus y si en verdad erró en todo. En primer lugar, su desacierto fue que no vislumbró la revolución agroalimentaria que echó por tierra su enunciado, y mucho menos el espectacular crecimiento poblacional que vino después de su muerte. Sin embargo, consideramos que Malthus no se equivocó del todo, ya que la escasez de alimentos por él preconizada y la cantidad de hábitats naturales destruidos para satisfacer las ingentes necesidades nutricionales de las enormes poblaciones, son dos caras de la misma moneda. El desastre por él vaticinado no se materializaría por insuficiencia de alimentos, que también pudiera agravarse en un futuro próximo, como ya ocurre en algunos países, sino por su exceso de producción, que contribuye de manera importante a la generación de la burbuja del clima. En un escenario en el que la catástrofe ambiental tomase características apocalípticas, al punto que se produjera la extinción del homo sapiens sapiens que equivaldría, con creces, al corolario de la tesis de Malthus.
En conclusión, no caben dudas de la interacción mutua de las cuatro burbujas del apocalipsis. El crecimiento de la burbuja poblacional continuará presionando a la burbuja de los commodities y ésta, principalmente la de los alimentarios y energéticos, a la burbuja del clima o burbuja ecológica. Si la burbuja del dinero estallara, probablemente comprometería los acuerdos y protocolos sobre el cambio climático y retrasaría la entrada de las energías alternas.
Luego de concluir nuestros análisis, las preguntas que caben son: ¿Cuál de las cuatro burbujas estallará primero? ¿Cómo nos imaginamos el estallido de la burbuja poblacional? ¿La de los commodities? ¿La del clima? ¿Podremos impedir estos estallidos? ¿Tendremos la capacidad de evitar el apocalipsis? Las respuestas se las dejamos a ustedes, nuestros lectores.
Este artículo formó parte de la serie “Las cuatro burbujas del apocalipsis: dinero, población, commodities y clima”, que estuvo conformada por cinco piezas publicadas en el año 2011.