Por favor siéntese que ya le traigo un café, fueron las primeras palabras con las que me recibió un funcionario de una importante empresa.
Era el día en el que nos conocíamos. En la reunión que mantendríamos yo representaba a un cliente que le alquilaba un local a la empresa.
Hablamos de bueyes perdidos hasta que nos metimos en la cuestión. Había que negociar el monto del alquiler mensual, ya que la empresa quería renovar, utilizando una opción contractual, el contrato por cinco años más.
El funcionario insistía en conocer el valor pretendido por mi cliente. Una vez esto, él podría iniciar su trabajo para lograr bajar las pretensiones de la otra parte.
Yo no estaba frente al Sr. Empresa. Quien estaba reunido conmigo era un funcionario que reporta a una cadena de posiciones jerárquicas. Mediando la reunión expresé la cifra pretendida por mi cliente provocando una reacción (exagerada) de espanto de mi interlocutor. A esta altura se había sumado un nuevo funcionario, jefe del que estaba reunido conmigo.
Ambos se mostraban preocupados por la distancia que había entre el valor solicitado y el canon actual y también con el valor de mercado que habían obtenido a través de una inmobiliaria especializada. El valor actual del alquiler es tres veces inferior a dicho valor de mercado. La cifra solicitada por mi cliente es cuatro veces superior al valor actual.
Entre bromas, que nunca son sólo bromas, opiné que creía que no había resultado «prudente» la posición de la empresa de mantener un valor tan bajo sabiendo que el valor de mercado era mucho más alto. Estamos para bajar el valor de mercado, si no lo logramos, no justificamos nuestro trabajo, expresó uno de los funcionarios con una amplia sonrisa de orgullo.
Nos volvimos a reunir a la semana. Comenzamos con los mismos bueyes perdidos de la vez anterior y cuando comenzamos a tratar el tema del alquiler, me comentó que el jefe a cargo de las sucursales le expresó su posición de no pagar más que el doble de lo que estaban pagando. La sucursal no es rentable, me dijo con cara de dolor.
Tomé este comentario como una imposibilidad de continuar nuestra reunión, por lo que les dije: «si no les conviene continuar con el local, no hay nada para negociar». Con tanto manoseo de valores y la opinión del jefe de sucursales tan alejada de la posición de mi cliente yo creía, sinceramente, que no había nada para negociar.
Se dedicaron a lo largo de dos horas a enaltecer a la empresa como inquilina. Enumeraron las ventajas (solvencia, garantías, mantenimiento, etc.) que representaba para mi cliente. Yo escuché en silencio lo que resultó un monólogo proselitista a favor de la empresa como locataria.
Cuando se dio por terminada la reunión, les expresé que sentía que se estaba tratando de poner afuera de la empresa algo que era de la empresa: la decisión de continuar, o no, con la locación. Además, percibía que no estaban considerando al «otro» y justamente ese «otro» era, nada más y nada menos, que el dueño del local. También me sorprendió que se desentendieran, justamente, de la historia que los unía a mi cliente.
Concluimos en que deberían evaluar la voluntad de la empresa. Una vez esto, recién, volveríamos a reunirnos. Sin esto, sólo caeríamos en reuniones inconducentes.
Mi cliente es un cliente herido. Prueba de ello es que me ha contratado para negociar con la misma empresa que de manera coercitiva (justificada por la situación del país) lo instó a aceptar una baja (cinco veces menos) del monto del alquiler en el año 2002, con la promesa de revisarlo una vez que se estabilizara la situación del país. A pesar de haber enviado dos cartas documento solicitando dicha revisión nunca tuvo respuesta. Al efectuar una visita, le comentaron que no era el momento adecuado.
El riesgo de mi cliente es que la empresa deje el local. El riesgo de la empresa es que deban dejar el local por resultar una operación no rentable. El riesgo forma parte del negocio de cada parte.
Si ambas partes asumen su propio riesgo, es posible que se logre acordar, de lo contrario, el acuerdo es imposible, hasta tal punto que ya la empresa, a través del funcionario, amenazó con quedarse y seguir pagando lo que están pagando hasta tanto se logre un acuerdo judicial. Incluso, llegó a expresar: «puedo bloquearle los fondos» (ya la cosa no era de la empresa, sino propia).
Supongo que esta amenaza es una trabucada de los funcionarios y no de la empresa. Las amenazas son un claro síntoma de impotencia. Un inequívoco síntoma de que Narciso está embelesado con su imagen y que en cualquier momento se arroja al lago en el que, indefectiblemente, se terminará ahogando.
Nos llenamos la boca hablando de técnicas de negociación y nos olvidamos de lo fundamental: negociamos con otro y si no lo tenemos en cuenta, corremos el riesgo de quedarnos solos, siguiendo al pié de la letra un prolijo manual.
Saquemos jugo a la situación:
Este es un caso real. Sin pretender abarcar la temática se me ocurre que puede ser útil (para mí y para los circunstanciales lectores) utilizarlo como lámina didáctica.
Las empresas, muchas veces prefieren que sus funcionarios utilicen, para desarrollar sus funciones, manuales de procedimientos. En ellos, se establece lo que se debe hacer ante determinadas circunstancias. Esto es utilizado para la atención de clientes, para la venta de productos, recepción de reclamos, negociaciones con proveedores, etc.
Ir cumpliendo los pasos predeterminados nos facilita el tránsito por «ciertos supuestos caminos», pero no para todos. La vida, gracias a Dios, nos enfrenta a incertidumbres que nos recuerdan nuestra capacidad para crear posibilidades sobre la marcha. Claro está que la capacitación para aceptar a la incertidumbre no es tan simple como la orientada a enseñar a leer, y aprender de memoria, manuales.
Se encuentran dos amigos. José le cuenta a Juan que estaba estudiando lógica. Juan, le pidió que le explicara en qué consistía. José le pregunta: ¿a ti te gustan los peces?, Juan contesta que sí. Luego José le pregunta: ¿a ti te gustan las flores?, Juan vuelve a contestar que sí. José le sigue preguntando diferentes cosas y concluye en que a Juan le gustaban las mujeres.
Ese mismo día Juan, se encuentra con Pedro al que le cuenta que está aprendiendo lógica. Cuando Pedro le pide que le explique en qué consistía, Juan le pregunta: ¿a ti te gustan los peces? Pedro, le contesta que no. Juan, inmediatamente le dijo: entonces tú eres homosexual.
En el caso de la empresa de la historia, es extraño que no utilicen, al menos, un par de manuales diferentes. Uno para nuevos contratos y otro para las renovaciones, en el que podrían incluir diferentes casos posibles: dueños contentos, dueños descontentos, alquileres cercanos a los valores de mercado, alquileres muy inferiores a los valores de mercado, dueños representados por terceros, etc.
Cuando negociamos hay en juego mucho más que una simple negociación por un tema puntual. Se despierta el espíritu combativo. Es tanta la carga emotiva que le ponemos al encuentro que lo convertimos en una tragedia en la que matamos o morimos. En el caso expuesto, nunca se avivaron, ni los negociadores de turno ni los que están por encima de ellos, que ya habían matado a la otra parte. No es posible «negociar» con un muerto. Si hubieran tenido en cuenta la existencia de mi cliente, habrían considerado que era muy posible que «este» dueño no fuera el mismo que «aquel» al que habían matado en el 2002.
Si negociamos a destajo tenemos que hacerlo ante circunstancias que no ofrezcan una vuelta y mucho menos que en esa vuelta estén en juego nuestros intereses.
Los procederes de ciertos guerreros, disfrazados de negociadores, se suelen convertir en bumerangs. Negociar no es matar, negociar no es dejar heridos. Es un arte que no puede aprenderse solo con manuales. Es un arte que exige un alto conocimiento de nosotros, para poder reconocer al que tenemos enfrente.
Negociar sin considerar al otro es relativamente sencillo hasta tanto el otro no se sienta molesto y accione en consecuencia. Podemos llegar a sentirnos con un poder ilimitado que nos impulsa a sentirnos dueños de lo ajeno (prójimo). Ante la reacción del otro, podremos justificar nuestra conducta aduciendo que el otro no entiende razones. ¿Cuáles razones? Esas que sostenemos nosotros y que pretendemos imponer a los demás.
Cuando negociamos tenemos que tener claro que no todo es negociable. El producto de la negociación debe componerse de razones compartidas, de conveniencias mutuas, de consensos, inclusive, manteniendo (respetando) los disensos. Una negociación no debe significar la búsqueda del sometimiento del otro a una razón propia. Una negociación nos abre las puertas a nuevas razones, las nuestras y las de los otros.