Teoría del delito en Derecho. Culpabilidad y Coerción estatal

La necesidad de reconocer el dato de realidad del proceso de criminalización impone un cambio principal en lo que respecta a la concepción de la culpabilidad, donde los conceptos de reproche, motivación y merecimiento deben ser dejados de lado, atento el principio de racionalidad que rige en la materia, y el respeto por la concepción de persona dentro de un marco de derecho penal con limitaciones.

La individualización y personalización de la pena como consecuencia de la comisión de un delito, ha sido siempre una cuestión polémica, aunque menos discutida doctrinariamente con relación a las categorías que integran la teoría del delito. La dificultad de encontrar criterios para ello se debe, entre otras razones, a lo difícil que resulta racionalizar discursivamente algo que se haya ligado más a la materialidad del poder que a un instrumento producto del consenso social., que por demás se desconoce a profundidad.

En este pensamiento, tomaremos como punto de partida de este trabajo la postura sostenida por el Zaffaroni, en cuanto postula  una posición agnóstica respecto de la pena, a la que no se le asigna ningún contenido conocido, o al menos ninguno legítimo en un Estado de Derecho, y por tanto no susceptible de validación teórica por la doctrina jurídica. Desde esta óptica, el derecho penal (que es una rama del saber jurídico y por tanto se diferencia del conjunto de las normas) tiene por función  brindar un discurso racional dirigido a los operadores de las agencias judiciales que sirva para contener y reducir la violencia del poder punitivo, que es siempre irracional y selectivo.

Sostenemos, entonces, que no es posible encontrar una pena justa, ya que la imposición de sufrimiento a una persona por parte del Estado puede concebirse solo como una manifestación política, es decir, un mero hecho de poder. Es por ello que desde el derecho penal sólo es viable brindar elementos para reducir los efectos nocivos del ejercicio de poder irracional, al que no es posible eliminar completamente debido al escaso poder de las agencias jurídicas.

Con esta base, intentaremos abordar el polémico campo de la determinación de la pena, centrándonos en la culpabilidad como elemento principal en esta tarea. Es así que buscaremos discutir los parámetros para graduar la pena a imponer en cada caso concreto como un último filtro, cuando el poder punitivo ya ha atravesado todos los impuestos por la teoría del delito, mencionando sucintamente algunas opiniones existentes en la doctrina actual en materia de teoría de la pena.

Desde este punto de vista deslegitimante de la función asignada a la pena, a partir del trabajo de autores que adoptan una función imperativista de las normas, intentaremos relevar la incidencia que se brindó sobre la culpabilidad, por parte de la doctrina mayoritaria, a conceptos tales como motivación, merecimiento y reproche.

Del estudio de la doctrina alemana en la actualidad, puede determinarse con precisión que la adopción de un criterio en torno al último de los estamentos de análisis de la teoría del delito, guarda una estrecha relación con la finalidad que se le asigne a la aplicación de la pena en los diversos esquemas.

Así Roxin adhiere a una teoría de la pena que él mismo define como «unificadora». Concibe que a la hora de la determinación de aquella, debe darse preeminencia a ideas  de la prevención general, mientras que en oportunidad de su imposición al caso en concreto, relevantes resultan los argumentos propios de la prevención especial, razones estas que lo llevan a concluir en la necesidad de trabajar con dos ideas distintas de culpabilidad.

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Por su parte, expone que el estrato de la teoría del delito bajo estudio, en el marco de ideas que propugna, se relacionará directamente con la realización de un injusto jurídico-penal por parte de un sujeto, aun cuando a aquel, en el caso en concreto, le podía alcanzar el efecto de llamada de la norma, distinguiendo este instituto del de la responsabilidad, que queda definida a partir de la necesidad preventiva de sanción penal, la que se deducirá del contenido de la ley, concluyendo, de esta forma, que el último de los conceptos mencionados es el resultado de la suma de la culpabilidad y la necesidad de prevención existente en el caso.

Roxin indica que «El concepto de culpabilidad ha de configurarse funcionalmente, como concepto que rinde un fruto de regulación, conforme a determinados principios de regulación (de acuerdo con los requisitos del fin de la pena), para una sociedad de estructura determinada. El fin de la pena es de tipo preventivo-general; se trata de mantener el reconocimiento general de la norma«3, poniendo de resalto el profesor alemán que la relación entre los insitutos bajo análisis, ha de tenerse en cuenta, también, a la hora de determinar, por ejemplo, la evitabilidad del error, concepto dependiente del fin de la pena.

De acuerdo a lo sostenido por los autores antes mencionados, la noción del reproche normativo ha de vincularse con la finalidad que se le otorgue a la pena, pero la problemática se complejiza en ocasión en que a la misma se la considera un mero acto de poder, razón por la cual se dejan de lado las posiciones clásicas tanto de las teorías absolutas como relativas, siendo este el pensamiento de Zaffaroni. Como ya lo adelantáramos, para esta teoría la pena no tiene una finalidad en sí misma (o al menos, esta no es conocida ni legítima en el marco de un Estado de Derecho). Por ende, la culpabilidad resultará el principal filtro reductor de la violencia que lleva insita la aplicación de la pena en el caso concreto.

Desde este punto de vista, no puede dejarse de lado la operatividad real del sistema penal como punto de partida para la construcción de las categorías de análisis dogmático, motivo por el cual la selectividad del aparato de control en los procesos de criminalización, la incapacidad para resolver los conflictos, el efecto deteriorante sobre las víctimas, como también la enorme  dimensión de la red del poder punitivo -en todas sus manifestaciones-,  deberán necesariamente tomarse en cuenta.  Ante este cuadro de situación, la teoría agnóstica de la pena adopta una noción de culpabilidad que incorpora el dato fáctico de selectividad del sistema penal, que no era alcanzado por las concepciones tradicionales sobre el punto (desde el psicologismo hasta el reproche normativo), de lo que se extracta, evidentemente, que este es el elemento más novedoso e interesante que este conjunto de ideas inscribe en la discusión dogmática actual.

Desde esta óptica, se toma de la criminología la idea de que todo sistema punitivo no puede llevar adelante la criminalización secundaria en la misma medida que la criminalización primaria. Es decir, las agencias ejecutivas, quienes son las encargadas de poner en marcha esta segunda etapa de la criminalización, no hacen entrar al sistema penal a todas las personas que realizan conductas que están descriptas normativamente como delitos, ya que ello resulta materialmente imposible (es más, de poder concretarse, la mayoría de la población se encontraría sometida al sistema penal).

La criminalización secundaria, entonces, es intrínsecamente selectiva, y esta selección no se hace conforme a criterios jurídicos, sino según estereotipos criminales que se van formando en el imaginario de quienes integran dichas agencias. Así, los que son seleccionados no lo son por el hecho delictivo que han cometido, sino por responder al estereotipo criminal, el cual se asienta en rasgos físicos, culturales y económico-sociales, formando parte de dicho estereotipo las personas con menores recursos de la población, y por ende, más vulnerables al sistema penal. A consecuencia de la mentada selectividad, surge imperiosa la necesidad del Derecho Penal acotante del poder punitivo a fin de efectuar una contraselectividad, para limitar a través de su sistema de filtros reductores el efecto pernicioso de los procesos de criminalización, principalmente, de la secundaria, que no escoge actos, sino personas.

Dicha contra selectividad debe construirse a partir del reconocimiento en el tratamiento dogmático de la cuestión de los datos de realidad antes referidos, a través del estudio de las categorías que hacen a la vulnerabilidad de los sujetos en cuestión al ejercicio de la potentia puniendi; es decir, del a) estado de vulnerabilidad (que se corresponde con el estereotipo criminal, resultando alto o bajo con relación directa con el grado de la misma) y de b) la situación de vulnerabilidad (que es la concreta posición de riesgo criminalizante en que el individuo se ubica), resultando directamente proporcional el grado de esfuerzo que el sujeto efectuó para colocarse en la constelación situacional mencionada con relación al estereotipo que al mismo le haya sido impuesto, nociones estas que Zaffaroni ha desarrollado a lo largo de su obra4.

A esta teoría limitante y contentora del poder punitivo, las críticas que pueden formularle las teorías legitimantes de aquel, no son susceptibles de causarle cuestionamientos esenciales, ya que se produce, a partir de los lineamientos de aquella, un quiebre estructural con las concepciones  propias del prevencionismo, tanto desde el punto de vista normativo, como desde el relacionado con la admisión del dato de realidad que la operatoria penal debe -necesariamente- reconocer y admitir. Es más, si bien -desde esta óptica- la lógica intrasistemática sigue vigente, las categorías que conforman la teoría del delito, han dejado de ser concebidas como presupuestos de la determinación de la existencia de un ilícito, para convertirse en filtros al ejercicio de la potentia puniendi, la que de todas maneras se ejerce sin lógica, y de manera irracional.

En esta visión de la teoría del delito, la culpabilidad es concebida como «…el juicio necesario para vincular en forma personalizada el injusto a su autor y, en su caso, operar como principal indicador del máximo de la magnitud de poder punitivo que puede ejercerse sobre este. Este juicio resulta de la síntesis de un juicio de reproche basado en el ámbito de autodeterminación de la persona en el momento del hecho (formulado conforme a elementos formales proporcionados por la ética tradicional) con el juicio de reproche por el esfuerzo del agente para alcanzar la situación de vulnerabilidad en que el sistema penal ha concretado su peligrosidad, descontando del mismo el correspondiente a su mero estado de vulnerabilidad»5.

Para Zaffaroni, el reproche ético previo al del esfuerzo del agente por colocarse en la situación concreta de vulnerabilidad, sigue siendo imprescindible, a fines de garantizar  el respeto de la persona como tal, a partir de su concepción en razón de lo dispuesto en el art. 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por lo que resulta inherente a la persona, el reconocimiento de la posibilidad de autodeterminación, que no debe confundirse con la idea del libre albedrío.

Es más, la vigencia del principio de racionalidad como corolario del principio de culpabilidad en este estrato de análisis de la teoría del delito, hace que se reconozca la preeminencia de un reproche de carácter ético respecto del de la vulnerabilidad, puesto que de lo contrario, se caería en una incoherencia profunda, ya que se impediría medir el esfuerzo por la vulnerabilidad de esas personas que por definición han actuado en tal situación extrema de vulnerabilidad que no puede medirse por ser parte de su esencia situacional, como así también porque se les exigiría abstenerse de situaciones riesgosas a quienes están más expuestos a ellas.

Ahora bien, el reproche realizado en la culpabilidad, no puede comprenderse, bajo ningún punto de vista, como legitimador del poder punitivo que se habilita en su función, sino que, por lo contrario, ha de oponerse al mismo, como valla infranqueable o límite a su irracionalidad selectiva y su correspondiente defecto ético. De ello se desprende, asimismo, que el concepto de ética con que se trabaje en esta concepción del fenómeno del reproche, se diferencia el sostenido por los clásicos (desde Aristóteles hasta Hegel, pasando por Santo Tomás de Aquino y Emmanuel Kant)6, puesto que del mismo no puede extraerse ningún criterio acotante, toda vez que la exigencia descripta párrafos arriba en cuanto a la autodeterminación del sujeto al que se le reprochará el injusto luego, no puede negar el dato real de que la criminalización sólo recae sobre algunos individuos previamente seleccionados en razón de su mayor vulnerabilidad.

En este esquema, atento concebir a la culpabilidad como la vinculación personalizada del injusto con el autor que se proyecta desde la teoría del delito como indicador del máximo caudal de poder punitivo que puede tolerarse en el caso concreto, sostiene Zaffaroni, la misma debe impedir que aquel se ejerza en una magnitud que supere el grado del esfuerzo que el sujeto haya realizado para colocarse en la situación concreta de vulnerabilidad, convirtiéndose el esfuerzo mentado en la esencia misma de una culpabilidad reductora, que conserva en su síntesis al reproche ético, traduciéndose así a la culpabilidad normativa como «…el esfuerzo (ético y legítimo) del saber jurídico penal por reducir (hasta donde su poder alcance) el resultado de la culpabilidad formalmente ética».

Sostenemos que toda concepción preventivista en torno a la teoría de la pena, guarda una relación intrínseca con los imperativos en materia  de teoría de las normas, razón por la cual, las críticas que se centran sobre las primeras, afectan en igual modo a la última, cuestionándose así criterios tales como merecimiento, motivación y reproche, por ejemplo.

Desde el punto de vista de una teoría agnóstica de la pena, la existencia real de la norma, o considerar que la misma determina un injusto, no puede sostenerse, ya que de lo contrario se estaría habilitando la posibilidad de concebir a partir de una norma defraudada real, el fundamento necesario para la legitimación de la pena, desde un ángulo preventivista. La parte de la doctrina que denomina a la legislación existente en materia penal como norma, suele distinguir entre primarias (las destinadas por el soberano a los súbditos) y las secundarias (dirigidas a los órganos del Estado encargados de la imposición de la pena en caso de transgresión de las mencionadas con anterioridad).

Sobre las normas primarias mentadas, se construyó la teoría de los imperativos, que proviene de Austin y fue corregida por Thon. El primero de los autores, ponía el acento en la necesidad de la coacción asociada a la idea de imperativo, en tanto que al segundo no le interesaba tanto la referencia a la coacción, sino que más bien daba énfasis a la función motivadora de aquella. Para Thon, debido a que sólo existen mandatos y prohibiciones (versión monista de la teoría), no habría en su esquema lugar para los permisos, con lo cual se reconoce la indiferencia entre tipicidad y antijuridicidad, con la consecuente admisión de la teoría de los elementos negativos del tipo.

Para Binding, a diferencia de los dos autores anteriores,  las normas no forman parte del derecho penal, sino que apuntó a encontrarlas en el resto del ordenamiento jurídico, base en la que halla el carácter fragmentario y sancionador de la ley penal. Otros autores, por su parte, intentaron ubicarlas como normas de cultura (Mayer), mientras que algunos buscan hoy su esencia en la violación de deberes derivados de roles sociales (Jakobs). Siguiendo con las ideas que el autor mentado propugna, es preciso manifestar que La adecuación social de la conducta, nunca dejó de ser un instituto muy criticado  (desde su primigenia exposición por Welzel, hasta la actual, a través de Jakobs), debido a que no se puede evitar hacer una distinción entre los individuos que participen de la definición de qué es lo adecuado socialmente, y quienes no pueden hacerlo. En este sentido, una teoría acotante, sólo debe establecer su línea divisoria entre la cantidad de irracionalidad tolerable desde el punto de vista de vulneración de derechos de personas, y no con la contradicción del obrar humano con la noción de la razón de Estado. Entonces, entender a una conducta como una infracción a una norma de determinación es un presupuesto falso, por dos cuestiones centrales.

Por un lado, la equivocidad de los discursos preventivistas, demostrable empíricamente, que ante el fracaso fáctico se sigue sosteniendo desde un punto de vista simbólico al decir de Cobo del Rosal, no hallando otro sustento ello que el mero ejercicio del poder irracional por parte del Estado. Por otro lado, encontramos la selectividad del sistema penal. Este dato de la realidad es otro de los argumentos centrales que pone en crisis la racionalidad de las teorías preventivistas, ya que el paradigma que sostiene que la sanción penal es un instrumento que se impone en forma indefectible frente a la conducta contraria al deber, y así motiva la abstención (de ese individuo en el futuro, o del resto de la comunidad) de tales acciones, no permite explicar la dinámica real del sistema, que solo descarga su furia criminalizante sobre determinadas personas en determinadas situaciones, con independencia de la conducta que realicen y de la «norma imperativa» que su actuar vulnere.

Más allá de este cuadro de situación, válido es sostener que todas estas posturas son susceptibles de recibir la misma crítica. Es decir, todas ellas poseen una perspectiva ideal sobre las normas, debido a que asignan un carácter real a un mero recurso metodológico, confundiéndose, de esta manera, la forma del conocimiento con el objeto por conocer.

Esto es, del contenido de las normas no puede concluirse que las mismas contengan imperativos en forma de prohibiciones o mandatos, que hagan que las personas se abstengan o se obliguen a realizar determinados comportamientos, sino que, en realidad, y como se sostuvo párrafos anteriores, la simple labor del legislador -cuya racionalidad no puede afirmarse- seleccionando conductas que luego podrán -o no- ser criminalizadas por el resto de las agencias que laboran en el sistema penal, es la esencia misma del complejo normativo en cuestión. Por ello, uno de los principales presupuestos de la teoría de los imperativos (el fin preventivo de la pena, y el consiguiente efecto motivante de la norma) cede ante las oposiciones que un Derecho Penal contentor del ejercicio del poder punitivo le realiza, a partir del reconocimiento del dato mismo de selectividad criminalizante. Por otra parte, negamos la existencia de una norma antepuesta al tipo, ni en la ley ni en la cultura, sino que esa es una simple deducción que se realiza a partir de los mismos tipos penales.

Todas las discusiones existentes en materia del último estamento de la teoría del delito, tales como su relación directa con la determinación de la pena en el caso concreto, la necesidad de trabajar con una culpabilidad distinta -o no- en este campo del saber, han sido cuestiones problemáticas que la dogmática aun no ha podido solucionar en forma definitiva, sino que resulta un nudo central a dilucidar. En la obra de Zaffaroni se intenta brindar un hilo conductor para la respuesta adecuada, que aquí intentaremos desarrollar, indicando, en primer lugar, que la culpabilidad por el acto ha de ser el límite máximo de la pena, mientras que la medida de la misma ha de quedar determinada a partir del esfuerzo personal del sujeto por alcanzar la situación concreta de vulnerabilidad, haciendo hincapié en que la síntesis de ambas expresiones es la culpabilidad normativa que se analiza como categoría de la teoría del delito -y no una distinta-.

Partiendo de este esquema, surge claramente que en ocasión de cuantificar la pena, el delito dejará de ser concebido como un ente estático (casi una fotografía del evento en cuestión detenida en la tipicidad), para ser concebido como dinámico, lo que importa el reconocimiento de  su naturaleza social. Entonces, la teoría de la responsabilidad punitiva se encargará de retomar esa dinámica para reducir la irracionalidad de la potentia puniendi  hasta el mínimo indispensable. Es en este esquema donde el delito se proyecta desde lo dinámico, como un verdadero conflicto social.

Habida cuenta que la diferencia entre la teoría del delito y de la responsabilidad punitiva, en tanto conciben al hecho como estático o dinámico -respectivamente-, es sólo de perspectiva, ello indica, sobre todo, que los reductores que han de operar en el ámbito de acción de una o de otro deben ser los mismos. Con todo, se desprende de esto que la medida de la pena es la culpabilidad (la misma del delito, aunque en perspectiva dinámica), mientras que la culpabilidad por el acto señalará el máximo del reproche posible, al que, obviamente, ha de descontarse el estado de vulnerabilidad del individuo en cuestión, a efectos de evitar, al menos, una contradicción tan frontal con la ética.

Zaffaroni sigue en este sentido una estructura similar a los autores preventivistas, en cuanto a que diferencia la medida de la pena y el límite de la misma, aunque con un contenido diametralmente distinto al que aquellos utilizan. Quienes asignan a la pena una función de disuasión entienden que si bien la medida de la pena está dada por esta función preventiva, esta no puede ejercerse ilimitadamente, sino que debe regirse por la idea de retribución. De esta manera, entran en una contradicción insalvable: si la retribución no alcanza a disuadir, la pena no cumple esa función; para cumplirla en todos los casos debe superar ese límite, o bien, debe distinguir entre la parte sana de la población (que se intimida con la pena retributiva) y los malvados que requieren una prevención especial limitada, terminando en algún sistema pluralista con penas limitadas para los primeros, y penas ilimitadas para los segundos (rebautizadas como medidas). Agregamos a ello, la precisa referencia que efectúa Mir Puig sobre el punto, quien sostiene que «el intento por continuar manteniendo una separación entre la culpabilidad y prevención, por medio de la «responsabilidad», genera sólo confusión, y deja sin solución la cuestión de cual debe ser el contenido de cada una de las categorías y de cómo limitar el ingreso de cualquier tipo de finalidad que pudiera atribuírsele a la pena»

En el marco de un derecho penal de límites, que entiende como esencia de la pena a la vulnerabilidad del sujeto criminalizado, es este dato de selectividad el que constituye la medida la pena, no obstante lo cual, se reconoce como límite  la pura culpabilidad por el acto, tal cual lo explicamos antes. Toda vez que el fin de la pena, desde una óptica agnóstica, es ilegítimo, y el ejercicio del poder punitivo es irracional, la graduación de aquella en el caso en particular no puede sustentarse en la idea de merecimiento, puesto que la misma se da de bruces con los procesos de selección conforme a estereotipos. De esto se desprenden dos consecuencias principales: en primer lugar, los individuos que tienen la culpa de lo que hicieron, no «deberían» rendirle cuentas al Estado, sino a las víctimas de sus obrares -no se puede dejar pasar por alto que la idea de Culpabilidad denota la noción de deuda -, pero como el derecho penal prescinde de esta, ya que se apodera del conflicto, y no persigue un fin reparador ni restitutivo, esto no sucede; y en segundo lugar, debido a que cierto grupo de la población, en principio, nunca será criminalizado (excepto que extrañamente pierda su cobertura), el grado del injusto -lo que habilitaría al «merecimiento» de sanción penal- nada tiene que ver con el proceso de selección que se operó en la realidad. De la misma manera, tampoco sería adecuado hablar de reproche, ya que -como lo advierte Zaffaroni- tampoco se trata de que la agencia judicial reproche nada, sino que encuentre un criterio racional que no resulte éticamente descalificado, desde el que pueda pautar sus decisiones.

De esta manera, se considera al delito como acción sujeta a pena, siendo está característica la que diferencia al delito de otras acciones. Es importante lo dicho por Kelsen, en cuanto refuta que no puede decirse que una conducta es la condición de la sanción por ser concebida como un hecho ilícito, sino que, por el contrario, es mucho más justo decir que es un hecho ilícito porque este es la condición de una sanción18. En este sentido, atento las críticas efectuadas renglones arriba, no podemos seguir la idea de las normas como imperativos, o hallar la conducta prohibida de acuerdo a la norma que subyace en la que impone la sanción (lo que en la actualidad se intenta hacer con la noción de riesgo -Roxin-).

Se colige de ello, que la culpabilidad -desde una teoría de los límites al ejercicio del poder punitivo- sólo puede ser un filtro que se guíe por el criterio de racionalidad. Entonces, no puede creerse que en este estrato de la teoría del delito se practique un juicio de reproche al sujeto, ya que de entenderlo así, se daría a las normas un poder motivante y una efectividad real, no sólo para el sujeto al que se le aplique la sanción sino para toda las otras personas que han realizado idéntica conducta, que ya ha sido catalogado como falaz. Por eso, desde nuestra óptica, es posible eludir la carga que ponen todas las teorías legitimantes sobre este  problemática estrato de la teoría del delito, que siempre se refiere a discutir sobre hasta qué punto el sistema penal tolera un hecho contra una norma de deber. El derecho penal ya no tiene una función configuradora de las conductas como conformes a deber, debido a que no tiene ninguna función -al menos legítima- desde la teoría agnóstica, la que no le asigna función positiva alguna a la pena.

Por esto, la pena que ha de aplicarse al caso en concreto, está dada por el límite máximo de irracionalidad que el derecho penal acotante puede permitirle al ejercicio del poder punitivo. Dicho marco, tendrá su definición a partir de la noción de culpabilidad que hemos venido delineando; es decir, desde la culpabilidad por la vulnerabilidad. Los criterios de determinación de la pena han de ser, necesariamente, dos: a) racionalidad limitante y b) forma ética de conducción del Estado, ante el goce de los derechos individuales. Para ello, habremos de valorar la vulneración efectiva de bienes jurídicos de otros sujetos -entiéndase, un injusto-, que nada tiene que ver con la vulneración de una norma ficticia de deber, sino que va a estar definida por la no preeminencia en el fáctico en cuestión del permiso constitucional; como así también, el dato de selectividad que el sistema penal ejerce en el momento en que es aplicado.

Deducimos de la esencia del Hombre como tal -en razón de lo normado por el artículo 1ro. de la Declaración Universal de los Derechos Humanos- y de la existencia de un horizonte de proyección del saber penal que lo reconozca como tal, que la libertad mínima que este debe reconocer, no puede admitir la posibilidad de la existencia real de normas en calidad de imperativos, que lo obliguen a hacer o dejar de hacer determinas acciones, o que lo definan como la pieza de un sistema social, sino  todo lo contrario. Es decir, a partir de ello, el hecho ilícito pasa a ser definido como tal por estar conminado con pena, y no -como podría sostenerse desde ideas preventivistas legitimantes- a partir de la infracción a un deber que debe encontrarse más allá de la norma lata que describe una acción y le adjudica una pena.

A lo largo de este escueto trabajo, ha quedado en claro que la necesidad de reconocer el dato de realidad brindado por los procesos de criminalización y el cuestionamiento esencial realizado en el ámbito de la teoría de las normas, impone un cambio principal en lo que respecta a la concepción de la culpabilidad como estrato propio de la teoría del delito, donde los conceptos de reproche, motivación y merecimiento deben ser dejados de lado, atento el principio de racionalidad que rige en la materia, y el respeto por la concepción de persona en el marco de un derecho penal de límites.

Por esto, dado que la finalidad de la pena en el marco de las ideas del agnosticismo no reconoce legitimidad, y que la misma es un mero acto de poder al que hay que limitar hasta el mínimo posible, en lo que concierne a la determinación de aquella en el caso en concreto, no se va a trabajar con dos ideas distintas de culpabilidad, sino que serán las mismas, y su diferencia sólo de perspectiva, que radica en que en el supuesto de la teoría de la responsabilidad punitiva, esa se analizará en un sentido dinámico, reconociéndose así su naturaleza de conflicto social.

Entonces, la medida de la pena será la culpabilidad por la vulnerabilidad, mientras el límite máximo de aquella será la propia culpabilidad por el acto. En razón de todo lo expuesto, ya no se tratará más de la «crueldad estatal en su justa medida», sino que -por el contrario-, será el máximo caudal de poder punitivo que en el fáctico concreto ha sido capaz de superar el esquema de filtros contentores que impone la teoría del delito, cuya existencia no es legitima, sino admitida por su consideración como simple acto de poder.

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Zaffaroni, Eugenio Raúl. Manual de Derecho Penal Parte general. Tomo ll. 5 Edición. Editora. Ediciones Jurídicas. Lima. 1986.

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Prieto Hechavarria Manuel. (2012, agosto 2). Teoría del delito en Derecho. Culpabilidad y Coerción estatal. Recuperado de https://www.gestiopolis.com/teoria-del-delito-en-derecho-culpabilidad-coercion-estatal/
Prieto Hechavarria Manuel. "Teoría del delito en Derecho. Culpabilidad y Coerción estatal". gestiopolis. 2 agosto 2012. Web. <https://www.gestiopolis.com/teoria-del-delito-en-derecho-culpabilidad-coercion-estatal/>.
Prieto Hechavarria Manuel. "Teoría del delito en Derecho. Culpabilidad y Coerción estatal". gestiopolis. agosto 2, 2012. Consultado el . https://www.gestiopolis.com/teoria-del-delito-en-derecho-culpabilidad-coercion-estatal/.
Prieto Hechavarria Manuel. Teoría del delito en Derecho. Culpabilidad y Coerción estatal [en línea]. <https://www.gestiopolis.com/teoria-del-delito-en-derecho-culpabilidad-coercion-estatal/> [Citado el ].
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