Motivos de éxito y fracaso de los directivos empresariales

Por experiencia, uno llega a la convicción de que tiene cierto peligro el éxito, cuando aparece demasiado pronto; por repetido, sabemos asimismo que se ha de aprender de los fracasos, aunque no siempre se hace; por inferencia, cuanto antes fracasemos, antes alcanzaremos el éxito: lo dice David Kelley, y a la idea se suma Tom Peters; por así reconocido, se sabe igualmente que la intuición está detrás de no pocos éxitos espectaculares… Quizá nos movemos habitualmente en una zona gris, pero seguro que todos hemos saboreado éxitos y fracasos, aunque hablemos más de aquéllos que de éstos.

Se diría que el éxito consiste en la consecución de resultados incuestionablemente favorables, que se reciben con satisfacción y aun euforia; de modo que, si están de acuerdo, se produce cuando alcanzamos algo, grande o pequeño, en lo que habíamos puesto la cabeza y el corazón, si no algo más. O sea, el éxito supone que habíamos asumido un reto y nos habíamos comprometido (ante nosotros mismos o ante otros) a vencer las dificultades. Para hablar de éxito, ponemos un revestimiento emocional a la eficacia. No obstante, también es posible que alguna iniciativa para la que nuestras expectativas eran discretas, acabe resultando un éxito: un éxito inesperado. De modo que se podría hablar de éxitos grandes y pequeños, pero también de éxitos esperados (o perseguidos) e inesperados (o sorprendentes), sin excluir otras divisiones.

Por otra parte, podemos admitir que hay “intentos fallidos” de éxito, y hasta utilizar la expresión como eufemismo del fracaso; pero hay que empezar por reconocerlos: los fracasos existen como tales, y pueden tener su origen en algún error de cálculo. Una vez digeridos y analizados, no vale la pena detenerse mucho en ellos, pero conviene que tengan un lugar en nuestro archivo. A su vez, el éxito, siempre bienvenido por los protagonistas, puede pillarnos con muchas ganas de alcanzarlo, y eso podría desdibujar su dimensión y dificultar la digestión; deberíamos saborearlo en la medida en que nos sintamos responsables o contribuyentes, pero sin llegar a la complacencia, es decir, con suficiente madurez. Una cosa es estar contento por un éxito, colectivo o individual, y otra sentirse orgulloso del mismo hasta extremos desatinados (jactancia, petulancia, arrogancia, exceso indecoroso de autoestima, etc.). Pero, para calificar el resultado obtenido, hay también que compararlo con el esperado.

Naturalmente, proponerse metas de cierta dimensión exige cierto poder, y éste resulta un elemento clave. Si, por ejemplo, se deseara impedir que alguna persona alcanzara éxitos, desautorizarla sería un medio; si, por el contrario, se deseara propiciar los éxitos de un directivo, podría situársele por encima de trabajadores eficaces que carecieran de poder. Si uno carece de poder, ha de trabajar mucho para obtener algún reconocimiento; si, por el contrario, tiene poder, puede elegir entre perseguir el éxito contribuyendo decisivamente al mismo, o estar preparado para atribuirse oportunamente el colectivo. Hay personas que no tienen sed de poder sino afán de realización; pero también hay grandes insaciables, ansiosos, sedientos de poder.

Unos directivos —quizá mayoría— lo persiguen para hacer cosas grandes, aunque no todos las consiguen; pero tal vez algunos otros, metidos en el politiqueo de las grandes organizaciones, persigan el poder simplemente para tenerlo, o sea, para su beneficio. Aquí nos vamos a referir, sobre todo, al encaramiento y consecución (o no) de metas profesionalmente atractivas, de carácter colectivo. Sin hablar de grandes propósitos, o temas vitales más o menos negentrópicos (que conviene tenerlos, para contar con algo importante que perseguir en la vida), aquí podemos referirnos a la consecución de resultados en un proyecto, una iniciativa, un ejercicio anual, un negocio…; en suma, a retos profesionales estimulantes, de corto/medio plazo. A lo más cotidiano.

A menudo, nuestras expectativas son demasiado ambiciosas, y luego la realidad se muestra simplemente discreta, y aun algo frustrante: entonces no cabe hablar propiamente de éxito ni de fracaso. No obstante, a veces se produce la consecución de inequívocos buenos resultados, quizá mejores de lo previsto, y estamos ante un sólido éxito a saborear: enhorabuena. Lo que sigue es digerirlo, y prepararse para otros. También ocurre que podemos quedarnos sensiblemente por debajo de expectativas, y entonces lo más frecuente es buscar una causa externa; porque, si difícil es digerir el éxito, no lo es menos asumir y digerir el fracaso. Pero, de momento, digamos que el fracaso se produce cuando los resultados son claramente adversos y ponen, por cierto, a prueba nuestra resistencia a la adversidad, o nos invitan a modificar nuestra estrategia o táctica.

Estamos hablando de sentimientos o emociones, ya que el éxito o fracaso es “sentido” por personas y está relacionado con el reto que encaraban; pero el hecho es que en la empresa parecen percibirse éxitos que no lo son tanto, y se dejan de acusar fracasos que parecen evidentes. Soy, en suma y en general, partidario de una concepción sistémica o extrapersonal, más que intrapersonal, cuando hablamos de estos conceptos en el ámbito de la empresa (a menos que los retos o desafíos sean íntimos), porque también lo soy en lo referido a la eficacia profesional. Empero, ya sabe el lector que puede, y debe, disentir: mis reflexiones intentan alentar las suyas sobre este tema.

Éxitos inesperados

Antes de que los inesperados se me olviden, quiero decir algo al respecto. Un directivo persigue éxitos determinados y los alcanza (o no); pero también hace, por ejemplo, ensayos. No me refiero a escribir ensayos o artículos para revistas (aunque también), sino a probar nuevos métodos, poner a prueba a algún colaborador, introducir cambios en los productos o servicios, etc. En estos casos, los resultados pueden ser poco significativos, algo alentadores, o muy favorables; quizá favorables muy por encima de expectativas, o sea, todo un éxito: un éxito inesperado. El Walkman de Sony lo fue, al parecer tras un golpe de intuición de Masaru Ibuka, ya prácticamente retirado y contra el criterio de sus ingenieros. Ibuka, y quizá su socio, el también legendario Akio Morita, esperaban que se vendería, pero no hasta el extremo de multiplicación de ventas que se produjo. Éste parece un ejemplo clásico relacionado con el papel de la intuición en la innovación, pero no querría salirme de este artículo.

Sólo quería recordar que a veces nos encontramos con un éxito que no buscábamos, como si fuera un regalo del destino. No pensemos únicamente en cosas grandes: pensemos también en pequeñas cosas cotidianas, y saboreémoslas. Si un esfuerzo poco pretencioso genera felices resultados, cabría inicialmente pensar que, con esfuerzos más orientados podemos alcanzar logros más importantes (siempre dentro de nuestras posibilidades, es decir, sin perder conciencia de nuestras limitaciones).

Asunción de retos

Lo mejor es proponernos algo que, además de estimulante, sea posible en condiciones normales, con los recursos necesarios, y un esfuerzo medido; pero ya se sabe que a veces tenemos que asumir compromisos un poco a ciegas, confiando en que iremos contando con los recursos y en que las cosas avanzarán favorablemente. También podemos ser algo pesimistas, desde el principio; del optimismo y el pesimismo habremos de hablar, pero, en lo referido a los desafíos, digamos ya que los hay “propios” y también los hay “recibidos”. Al respecto, recordemos la formulación anual de objetivos, o directamente las tareas que, al final, nos pasa el jefe. En teoría, los objetivos anuales deben ser tan ambiciosos como alcanzables, pero, en tiempos difíciles, uno se suele sentir presionado en la formulación. No obstante, uno puede “recibir” un desafío y asumirlo como propio.

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Tengo, como ustedes, experiencias diversas, y he visto adulterar repetidamente el sistema de dirección por objetivos: por ejemplo, la imposición de algunos que no dependían de los individuos, para luego hacer desproporcionada referencia a su no consecución en la evaluación anual. Insisto en someter al lector que todos podemos atribuirnos éxitos o fracasos en la medida en que hayamos asumido los retos como propios, y contando con los medios necesarios. También, para quienes están pensando en algo de más volumen que la escueta consecución de objetivos anuales, puedo hablarles, por ejemplo, de una muy ambiciosa expectativa de crecimiento para una empresa a dos años vista, de modo que luego las ventas reales se quedaron en una modesta quinta parte (20%) de lo esperado y audazmente anunciado a los medios de comunicación. (Se trata del caso de la consultora FYCSA, presidida por Miguel Canalejo, asimismo presidente, por cierto, de otras empresas de brillante trayectoria, como Cosecheros Abastecedores, y en cuyo haber figura el desvanecimiento de Standard Eléctrica, en el sector de Telecomunicación). En tales casos, cabría hablar de clamoroso pinchazo, tanto en los resultados como en la propia definición del reto; atención, por consiguiente, a lo que nos proponemos: habría de ser tan estimulante como alcanzable, tan optimista como realista, y no es preciso que lo anunciemos mediante notas de prensa, ni lo celebremos anticipadamente.

Si uno tiene que responder de los fracasos —o de los éxitos—, el reto u objetivo debería estar definido convenientemente, lo que incluye el reparto, en su caso, de responsabilidades y contribuciones. Cuando hablamos de un trabajo colectivo, el compromiso debería serlo también, pero esto depende, por lo menos, de la organización funcional de la empresa y del estilo de dirección. Sin embargo, no todo el mundo vive sus retos con la misma intensidad —a veces, la propia atención a la tarea, resta intensidad al sentimiento de desafío—, y eso no deja de convertir en éxitos los buenos resultados, y en fracasos los malos, unos y otros objeto de análisis. Quizá ustedes tengan otras experiencias, pero yo he visto frecuentemente en directivos la asunción de responsabilidad por los éxitos, y su elusión por los fracasos. De éstos se viene haciendo responsable al mercado, a la crisis económica, a personas concretas, a los clientes, a los políticos, a la organización, a los cambios en curso… Parecería, pienso a veces, que un directivo, por definición, es infalible, y no puede ser responsable de fracasos; pero no es así.

Sonará digresivo, pero tengo en la cabeza a los directivos de grandes empresas porque es lo que conozco mejor. En la gran empresa y junto a directores comerciales, de producción o de ingeniería, hay espacio para directivos que nos cuesta imaginar en empresas de pequeño tamaño: director de calidad, director de relaciones exteriores, director de organización, director de recursos humanos, director de formación (o desarrollo), director de comunicaciones internas, director de mantenimiento, director de servicios generales, director de compras, director de planificación, etc. Lo que quiero decir es que, a veces, los éxitos de estos directivos (los de funciones de soporte, o como se denominen en cada caso) son difíciles de entender para el resto de la organización (ya sea porque no se expliquen bien, o sea porque alguno, en algún caso, sea difícil de explicar). Se trata de funciones incuestionablemente necesarias (incluso desarrolladas con gran profesionalidad), pero cuya dignidad jerárquica puede sorprender al personal más directo, y cuyos objetivos son vistos o vividos, a veces, como inútiles u obstructores.

Para ilustrar lo anterior, podría ponerles ejemplos relacionados con la reducción de costes o con el cambio cultural. En lo tocante a reducción de costes asignada a un director de compras, creo que el éxito puede estar fácilmente asegurado sacrificando calidad; pero temo que otras áreas de la organización se verían seriamente afectadas. Yo he oído relatar historias inauditas, pero quizá el lector también y no hace falta recrearnos recreándolas.

Ahora me referiré a un libro que leí. Directivos de formación hablaban del éxito del e-learning, tras introducir esta modalidad de aprendizaje en sus empresas, quizá para sustitución parcial de los tradicionales cursos en aula de la denominada formación continua. La palabra “éxito” era tan frecuente en aquel libro (año 2003), que se utilizaban (o eso me pareció a mí) también sinónimos (“triunfo”), para no abusar. Pero resulta que un posterior estudio venía a decir que la mayoría de usuarios del e-learning creía que este método estaba aportando poco, o nada, a la mejora del desempeño profesional. ¿A qué éxito se referían entonces los directivos de formación? De hecho, ya se empieza (2004) a hablar del fracaso del e-learning, y algunos proveedores responsabilizan de los mismos a sus propios clientes.
En definitiva, parece triste que, después de hacer el esfuerzo para alcanzar un éxito, resulte que sólo hace felices a quienes lo proclaman, dejando indiferentes o indignados a los demás. O sea que asumamos retos que valgan la pena, y que contribuyan a la prosperidad de la organización…, o esperemos a estar seguros de la victoria antes de entonar el epinicio. Y entonemos la palinodia, si es el caso.

Optimismo en las metas

No es bueno el pesimismo dentro de la empresa, como no lo es ninguna otra emoción negativa; pero también hemos de ser cuidadosos con el optimismo. Parece que los optimistas son más felices y viven más tiempo, pero, siendo esto muy importante, ahora nos referimos al establecimiento de metas y la asunción de retos profesionales. No sirve el optimismo sin el realismo, y la verdad es que los pesimistas, por impopulares que sean, a menudo parecen ser más realistas. Oportuno reproducir aquí un párrafo de La auténtica felicidad, de Martin Seligman, padre del Positive Psychology Movement:

“Los individuos felices (lean Uds. el libro, pero, por el contexto, creo que se refiere a las personas optimistas, ya que Seligman relaciona muy estrechamente el optimismo y la felicidad) son desequilibrados en sus creencias sobre el éxito y el fracaso: si obtuvieron un éxito, consideran que el mérito es suyo, que será duradero y que son buenos en todo; si tuvieron un fracaso, atribuyen la culpa a los demás, y estiman que fue fugaz e intrascendente. Las personas depresivas (aquí parece que se refiere a las personas tristes o pesimistas), por el contrario, son ecuánimes en la valoración del éxito y el fracaso”.

En definitiva, parece que el optimismo nos puede cegar un poco; pero tiene muchas cosas buenas, como también nos recuerda Daniel Goleman: perseverancia, resistencia a los obstáculos y actuación edificante desde la perspectiva de éxito, y no desde el miedo al fracaso. Claro, ustedes pensarán que nos dejemos de gaitas, y que seamos simplemente realistas, en nuestro camino hacia el éxito. Sí, pero no; no es nada fácil ser realista. La realidad plena nos resulta inalcanzable; nuestra visión de la misma es siempre parcial, e incluso la parte que vemos queda desdibujada por nuestros modelos mentales. Uno se deja llevar típicamente por una de dos corrientes: la favorable y la desfavorable. Aunque los argumentos que acompañen a una previsión parezcan sólidos y desinteresados, nos puede estar moviendo nuestro optimismo o pesimismo. Por otra parte, al encarar un proyecto o un negocio, nos puede guiar asimismo la intuición: también hablaremos de ella, si el lector nos sigue.

Estamos hablando ahora del optimismo, porque el éxito o fracaso depende de muchas cosas, pero también de la magnitud del propio desafío. El optimista tiende a pensar en logros que a veces parecen más bien sueños, y el pesimista no. ¿Por qué, sin embargo, apostamos en la empresa por el optimismo? Quizá porque confiamos en que el compromiso, la responsabilidad, la experiencia o la misma organización, aporten la necesaria dosis de realismo. Y sobre todo porque el pesimismo nos inmoviliza un poco.

El pesimismo

Si caben grados de optimismo, también caben de pesimismo. Quizá el peor pesimismo es el de los downers o negativos. En su empeño por ver, siempre y únicamente, el lado oscuro de las cosas, los negativos o downers, con su habitual catastrofismo, podrían socavar los sentimientos edificantes de los demás. Bueno es analizar siempre los pros y los contras, pero los negativos sólo parecen ver inconvenientes y consecuencias no deseables. Puede que haya que buscar la raíz de su pesimismo en alguna frustración, pero se puede reducir esta actitud, quizá mediante paciente diálogo socrático. No obstante, en una combinación idónea, yo pondría a veces un downer —aunque preferiría un abogado del diablo— por cada grupo de optimistas, cuidando de que aquél no sea marginado.

Parecería que la mejor reacción posible sería desoír a los downers, o sea, que sus mensajes nos entraran por un oído y nos salieran por el otro; pero, mientras nos quede paciencia, deberíamos evaluar sus argumentos. No hay que descartar que acierten alguna vez en sus malos augurios. Lo deseable es que todas las personas sean constructivas y positivas, sin dejar de ver las dificultades y los inconvenientes. Parece probado que se es más eficaz desde la expectativa de éxito que desde la obsesión por el fracaso, pero la precaución —la conciencia de que puede existir algo aunque no lo veamos— no está de más, y muchas iniciativas desafortunadas se gestaron en ausencia de alguien que fuera más sensible a los problemas que podían aparecer, y contribuyera a prevenirlos.

La intuición

Hemos citado, de pasada, a la intuición, porque está detrás de no pocos éxitos y fracasos. Si genuina ella, y con reservas yo, sostendría que nos lleva al éxito; si falsa, porque no es intuición todo lo que reluce, nos llevaría típicamente al fracaso. Cuidado con los directivos supuestamente visionarios, como nos recuerda algún autor. En una época en que siempre nos faltan datos por analizar, parece inevitable que tomemos decisiones, estratégicas o tácticas, movidos por impulsos interiores; en realidad y olvidando los casos de intereses espurios, lo que hacemos, y así se nos aconseja, es conciliar, en lo posible, la intuición y la razón. Grandes innovaciones exitosas se produjeron con la importantísima ayuda de la intuición, en alguna de sus diversas manifestaciones. Desde luego, creyendo relativamente fácil identificar como intuiciones algunas que lo son, y como no intuiciones otras señales que claramente no lo son, a mí me queda todavía una zona intermedia en que resulta complicado estar seguro; pero incluso ante una intuición genuina, queda la asignatura de interpretarla bien.

(Tuve el atrevimiento, si no insolencia, de escribir un artículo sobre la intuición hace algo más de un año, y lo envié a antiguos colegas por si creían oportuno abordar el tema en algún workshop para directivos; no tuve respuesta hasta meses después, cuando me felicitaron al ver publicado el trabajo en la revista Dirección y Progreso, de la Asociación para el Progreso de la Dirección, y en Training & Development Digest. El artículo interesó luego igualmente a algunos prestigiosos portales de la Red, y el feedback que empecé entonces a recibir me produjo satisfacción y cierta compunción. Obviamente, me superaba la expectación que el tema suscitaba, y creí que los lectores merecían más: todavía me siento algo obligado moralmente a profundizar en el tema y poder recomendar algunos libros. Llegué a intercambiar un mail con la prestigiosa doctora Francis Vaughan, para localizar su libro Awakening intuition en castellano; no lo tengo todavía, pero seguiré avanzando en la intuición, seguramente relacionándola con la toma de decisiones. El hecho es que parece haber alto interés por esta especie de joya de la corona de la inteligencia).

Mi impresión es que la intuición merece ser seriamente abordada en la formación de directivos, y sé que, más allá de workshops combinados con turismo de incentivos, alguna escuela de negocios está ya en ello. Les estoy diciendo todo esto porque, como anticipaba, creo que la intuición genuina apunta al éxito, y que la falsa intuición está generando no pocos fracasos. Yo, cuanto más avanzo en el tema, más lejos veo el final, pero sueño con diseñar un workshop al respecto porque nuestra vida, tanto la personal como la profesional, se nutre de la intuición genuina en mayor grado de lo que parece, y también se despista por la intuición falsa en mayor grado de lo que parece.

Análisis de resultados

Entre la asunción de cada desafío profesional y la consecución de resultados, hay mucho trabajo, muchas emociones y muchos sentimientos; nos los saltamos y vamos a resultados. Cuidado con los éxitos pírricos, éxitos a toda costa, éxitos falsos o éxitos con grandes deudas contraídas… En general, cuidado con los éxitos.

El atractivo del éxito puede llevarnos a maniobras desesperadas que no podremos ocultar por mucho tiempo. Si, en una organización, nuestros posibles éxitos no contribuyeran a la comunidad, no harían ninguna falta, pero siempre hay, ciertamente, quien subordina el bien colectivo al suyo propio. Este fenómeno ha estado propiciándose con la dirección por objetivos, cuya frecuente adulteración ya hemos comentado, pero se da con DPO o sin ella.

Aun cuando el éxito sea incuestionable y responda al esfuerzo dedicado por las personas, puede haber conjunción de factores benignos, o bene-factores. Aquí el éxito puede legítimamente aliarse con la buena suerte, y esto nos recuerda el famoso libro —La Buena Suerte— de Rovira y Trías de Bes. Aunque nos estemos refiriendo en este artículo a proyectos concretos, no está de más algo de proactividad en el impulso y aprovechamiento de vientos y voluntades favorables; la desatención a estos elementos podría convertir éxitos probables en fracasos visibles. Este libro, sin ser un libro de peso en la literatura del management, ha sido un éxito incuestionable, que se explica precisamente por los principios que postula.

Catalizadores del éxito

Diría que hay proyectos condenados al éxito (y otros al fracaso); pero, como hemos sugerido, en la mayoría de los casos el resultado favorable depende, en general, de esfuerzos sabiamente aplicados y, a menudo, de elementos propicios que también hemos sabido aprovechar. ¿Quiere esto decir que el éxito es predecible? Pues pienso que lo es para un buen observador; creo que podemos decir de un sujeto, o de un equipo, que verá recompensados sus esfuerzos, y de otro, sujeto o equipo, que no verá materializado el éxito. En este último caso, lo habitual es que guardemos silencio y, protocolariamente, deseemos suerte: habitualmente, empero, no se recibe el mensaje escondido.

¿Y a quiénes cabe predecir el éxito? Pues esto ya lo han dicho muchos expertos, por ejemplo, al hablar del talento o de las competencias. Se sabe y se admite (aunque parece que no se hace gran cosa al respecto) que, además de algunas competencias cognitivas de importancia (pensamiento analítico, conceptual, sistémico…), la inteligencia emocional tiene mucho que ver con el éxito de los directivos. Seguramente, dentro de las dimensiones de la inteligencia emocional, destacaríamos el autoconocimiento, la confianza en sí mismo, el afán de logro, la iniciativa, la responsabilidad, la resistencia a la adversidad, la empatía, la conciencia organizacional, el espíritu de equipo… Pero atención: estamos dando por supuesto el conocimiento, la maestría, la pericia y experiencia profesional.

No obstante, yo querría aquí, hablando de la catálisis del éxito, llevar la atención sobre la propia esencia y trascendencia del resultado que nos proponemos conseguir. Por ejemplo, creo que, cuantas más personas se beneficien de los resultados perseguidos, más fácil será alcanzarlos, y no me refiero sólo, por muy evidente, a las personas que trabajen en el proyecto. Incluyo, desde luego, lo del principio ganar-ganar en las relaciones con clientes, proveedores, socios, etc., pero apunto a mayor trascendencia: a una sociedad mejor. Sospecho que una iniciativa que se oriente a un entorno mejor, tiene más probabilidades de éxito que otra que priorice el bien particular sobre el común, nutra las injusticias, apueste por la corrupción…, pero no sé si podré explicar por qué. Quizá porque, si acudimos a Loevinger, Kohlberg y otros psicólogos del desarrollo, luego vinculamos éste con los mejores logros, y también hacemos algunas piruetas deductivas, llegamos a la conclusión. Más convincentemente, sugeriría que el éxito ha de acompañar, en principio, a los más desarrollados, y que éstos están ya en la etapa del bien común, en el desarrollo de los demás y en lo más amplio del ganar-ganar. No debe ser casualidad la reciente inquietud por lo que se está llamando “responsabilidad social corporativa”…

¿Ustedes creen —todavía en lo de la predicción y quizá también en la predicación— que un directivo narcisista es un directivo de éxito? Quizá tuvo un éxito, luego se volvió narcisista, y ya no conoció nuevos éxitos ni reconoció fracasos. ¿Acaso no creen ustedes que un directivo de los de éxito propio a toda costa y huida hacia adelante, agotado su crédito y falto de otros recursos, ha de abandonar la organización, le inviten o no a hacerlo? ¿No creen ustedes que la persecución del bien común nos revitaliza casi milagrosamente? ¿No creen ustedes que un empresario que persigue el crecimiento de todos sus colaboradores y la satisfacción de todos sus clientes, encontrará vientos favorables? ¿Acaso no encontrará frecuentes obstáculos si persigue su único bien? Sí: estaba yo ensayando como predicador… Quién sabe.

De entrada y hablando de aportaciones a la sociedad, se podría discutir lo del bien y el mal, pero dejémoslo en un principio universal, ubicuo, eterno: no hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti; creo que de aquí ya se obtiene una suficiente idea del bien y el mal, y de lo del entorno mejor. Pero es que a menudo pienso que lo mejor del éxito es poder saborearlo, como lo mejor del sexo es poder saborearlo, como lo mejor de un buen vino es poder saborearlo, como lo mejor de viajar es poder saborearlo, como lo mejor del saber es poder saborearlo y como lo mejor de la gastronomía es poder saborearla; y aquí tengo que añadir que el mejor saboreo se produce acompañado… ¿o no? ¿No es más gratificante un resultado que haga felices a los demás, y que se recuerde como ejemplar? Insisto: no confundir el savoring motivador con la complacencia paralizante, y esto nos llevaría a la digestión de éxitos.

Digestión del éxito

Hay digestiones tan malas que uno preferiría no haberse dado el banquete; pero, para el propio sujeto, la vanidad o el narcisismo no son tan perceptibles como la pesadez de estómago o el dolor de cabeza. La mala digestión de un éxito puede llevar a trastornos menores (engreimiento, complacencia, jactancia, desmesura…), o mayores como la creencia de que todo está a nuestro alcance, o el fatal narcisismo. Como ya tengo que agradecer la publicación, en más de un portal de Internet, de un artículo mío sobre directivos narcisistas, no insistiré aquí en este grave trastorno de la persona, más difícil de curar que la anorexia (aunque encuentro similitudes en el tratamiento: conciencia del trastorno, reeducación…). Por aleccionador, y siempre dentro del mundo de la gran empresa, hablaría también de la digestión del éxito ajeno: si un individuo tuviera un éxito que hubiera correspondido alcanzar a niveles jerárquicos superiores, o a colegas de otro departamento, podría granjearse algunos enemigos no declarados. Ya se sabe que, en la empresa, las virtudes cardinales no suelen brillar más que los pecados capitales.

Vayamos a lo de la buena digestión del éxito: a una saludable reflexión que nos prepare para nuevos logros. Éste es mi sinónimo para la digestión del éxito (o del fracaso): la reflexión. Para algo después, dejaría el análisis más detenido, sin olvidar la síntesis posterior. Yo creo que nos falta pensamiento reflexivo, pensamiento analítico y pensamiento sintético; creo, ya puestos, que nos falta igualmente pensamiento sistémico, para comprender mejor lo que pasa. De modo que son varias las habilidades cognitivas que deberíamos poner en funcionamiento con más frecuencia, y especialmente al estudiar, en frío, los éxitos y los fracasos.

Si tiene un éxito, y todavía en caliente, saboréelo; en templado, reflexione; en frío, ponga en marcha su pensamiento sistémico y analítico; y acabe formulando conclusiones, tras la síntesis correspondiente. Al final, debe Ud. tener claro a qué se ha debido el éxito (o, en su caso, el fracaso). Si se ha debido al esfuerzo —quizá un esfuerzo extra— aplicado, puede sentirse satisfecho, pero también cabría preguntarse por qué se ha necesitado, en su caso, un esfuerzo extraordinario. Si se ha debido a favores de la Providencia, asegúrese de poder conseguirlo la próxima vez, aun sin favores de la misma. Si se ha debido al esfuerzo imprevisto de otra persona, reconózcalo. Si se ha producido a pesar de inesperadas condiciones adversas, procure esperarlas —prevenirlas— la próxima vez… No hace falta decirles esto, pero sean indulgentes conmigo: uno se pone a escribir y se desboca… (La verdad es que estoy pensando que ningún lector llegará hasta aquí: esto está resultando muy plano y muy extenso…).

En definitiva, hay que materializar el aprendizaje que se deriva del éxito (o del fracaso), y ser conscientes de que un éxito puede predecir, pero no garantiza, similares resultados en el siguiente intento. Y, desde luego, aunque seamos buenos en algo, quizá porque tengamos “talento”, podemos estar seguros, absolutamente seguros, de que no somos buenos en todo. Parece otra perogrullada, pero hay que decirlo. El lector será inocente, pero hay, lo sabemos, culpables de atribuirse capacidades no contrastadas.

No me apetecía hablar de la digestión del fracaso porque lo mejor es que no haya que hacerla; pero si fracasan en algo miren a ver si se trataba de un proyecto-trampa en que les hubieran metido. No es que sea frecuente, pero ustedes sospechen si, durante un proyecto, les van dejando solos ante el peligro, y hay apresuramiento en hacerles, al final, culpables de todos los males. Sí: hay mucha maldad impune en las organizaciones. Y si el fracaso fuera suyo —de usted—, no se deprima, pero asuma su responsabilidad en un tono más próximo a la compunción que a la altivez, sin esperar mucho tiempo: parece que eso da buenos resultados. Bueno…, ustedes verán.

Termino

Básicamente, yo ya les he preparado el debate, y van unas 5.000 palabras; pero, para acabar, yo diría que esto del éxito y el fracaso tiene forzosamente que recordarnos lo del acierto y el error, porque detrás de aquéllos suele haber decisiones acertadas o erradas. No sé si también al revés, pero barrunto que quien no reconoce los errores, no reconoce los fracasos; pero observen que me refiero a no reconocerlos uno mismo. Se admitan o no se admitan públicamente, debemos ser conscientes de errores y fracasos, para no repetirlos. Por esto me ponía yo tan pesado con lo del ejercicio reflexivo, analítico y sintético, una vez alcanzados resultados. Normalmente, y tengo que repetirlo, no reflexionamos bien, porque aceleramos las inferencias y poseemos modelos mentales desfasados.

Enhorabuena a todos por sus aciertos y sus éxitos. Respecto al error, no es siempre condenable, pero lo es cuando no se reconoce y además causa perjuicios a los demás. Por otra parte y quizá, más vale cometer un error y darse cuenta, que cometer un acierto y no saber por qué. Y, en una referencia final al éxito, yo casi lo mediría en función del número de personas a que satisface y el grado en que lo hace… Bueno, ya ven que, en realidad, se podría seguir hablando de todo esto. Les agradezco que, asintiendo o no, hayan llegado hasta aquí: ¿de verdad están ahí?

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Enebral Fernández José. (2004, noviembre 14). Motivos de éxito y fracaso de los directivos empresariales. Recuperado de https://www.gestiopolis.com/motivos-exito-fracaso-directivos-empresariales/
Enebral Fernández José. "Motivos de éxito y fracaso de los directivos empresariales". gestiopolis. 14 noviembre 2004. Web. <https://www.gestiopolis.com/motivos-exito-fracaso-directivos-empresariales/>.
Enebral Fernández José. "Motivos de éxito y fracaso de los directivos empresariales". gestiopolis. noviembre 14, 2004. Consultado el . https://www.gestiopolis.com/motivos-exito-fracaso-directivos-empresariales/.
Enebral Fernández José. Motivos de éxito y fracaso de los directivos empresariales [en línea]. <https://www.gestiopolis.com/motivos-exito-fracaso-directivos-empresariales/> [Citado el ].
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