Orientación al cliente o al presidente de la firma

De mis tiempos de juventud en gran empresa, recuerdo el dilema entre satisfacer al jefe o al cliente (interno o externo), porque me pareció advertir que las expectativas o prioridades no resultaban siempre coincidentes. No cabe generalizar, pero, más de 20 años después, creo que alguno de mis jefes valoraba más la sumisión que la profesionalidad. Por entonces no se hablaba todavía del liderazgo en la empresa, pero ahora que se habla tanto, temo que todavía quepa preguntarse si, para mejor gestionar su atención, los profesionales han de orientarse a sus clientes (internos o externos), o han de hacerlo a sus líderes.

No creo que quepa defender hoy que el auténtico cliente es nuestro jefe-líder, porque estamos pensando en personas físicas diferentes. Además, yo mismo me he visto años atrás obligado por mi jefe a hacer chapuzas, y he tenido que dedicar muchas horas añadidas (sin poder cargarlas al proyecto) para hacer algo más presentable, por aquello del prurito profesional. El lector habrá de considerar la realidad de su entorno y su propia experiencia, pero yo querría vincular aquí la orientación al cliente con la profesionalidad, y relacionar el liderazgo —tal como a veces se nos está definiendo— con el mero seguidismo; en definitiva, querría alentar la reflexión al respecto.

Creo que fue al final de los años 90 cuando, proclamándose en mi empresa la orientación al cliente como consigna corporativa, yo —ya por entonces declarado pensador crítico— opinaba que en realidad nos estábamos todos orientando al presidente más que al cliente, y así se lo dije a él (al presidente de mi empresa, ya desaparecida). Me pareció que asentía, que no me lo negaba, pero entonces quizá me di por satisfecho con eso y no profundicé en las causas ni las consecuencias. Yo estaba ya sensibilizado porque, a lo largo de aquella década y dentro de una multinacional de las Telecomunicaciones, había estado escuchando mucho tiempo a los directivos repetir: «El presidente ha dicho…», «Como dice el presidente…”, «Esto es lo que quiere nuestro presidente».

Con alguna ironía, por entonces un querido colega y yo sosteníamos en privado que «el líder es un señor que dice cosas» (ahora se define al líder de muy diferentes modos, pero entonces me quedé con aquello). Pronto me pareció que los altos líderes y los líderes intermedios estaban atrayendo, mediante la orquestación de doctrina y liturgias, buena parte de la atención de los trabajadores. Como la atención es un recurso limitado, lógicamente para prestársela a los líderes y a su doctrina, había que restarla del trabajo técnico cotidiano. Así debía ser y nadie se resistía, pero, con el paso del tiempo, podría aquí añadir que aquella multinacional de la Telecomunicación quedó reducida en España a una expresión mínima, comparada con su pasado glorioso.

Dejando a un lado los recuerdos y avanzada la primera década del siglo XXI, temo que, a fuerza de predicar el liderazgo en las empresas, a fuerza de valorar el poder mucho más que el saber, a fuerza de nutrir el ego de los directivos, a fuerza de ver en ocasiones al primer ejecutivo como sumo pontífice formulador de consignas, mandamientos y homilías…, estemos predicando sobre todo el seguidismo por parte de los trabajadores y no tanto su inexcusable profesionalidad, su atención al mercado y a las expectativas de los clientes.

Creo también que, mimando tanto al directivo —adulación, poder, estatus, sueldos elevados— podamos estar olvidando que las cotas de productividad y competitividad pasan por el rendimiento de los trabajadores, y que tal vez este rendimiento no se impulse reduciéndolos a meros seguidores de supuestos líderes, sino reconociendo su dignidad y facilitando su expresión y desarrollo profesional. Las empresas del saber pueden contratar, si lo desean, empleados sumisos, pero quizá al hacerlo estén renunciando a muchas de las facultades y fortalezas de los seres humanos. Podría estar resultando negativo que, en grandes empresas y superada la etapa júnior, el trabajador titulado persiga, por más rentable, el acceso a puestos de poder porque no haya puestos de saber idóneamente valorados.

También habría que ver mejor qué entendemos por liderazgo en la empresa, porque hay modelos que en teoría postulan la autoridad moral, pero que en la práctica incrementan el poder formal de los directivos, mediante elementos doctrinales y litúrgicos. No está claro, por otra parte, si lo interpretamos —el liderazgo— como posición o como relación. Si como posición, entonces quizá no harían falta cursos de liderazgo de esos que los directivos confiesan haber hecho ya 10 ó 15: en cuanto te pusieran despacho, ya serías líder; si como relación, quienes te harían líder serían, en su caso, los seguidores, y tampoco harían falta tantos cursos de liderazgo.

O sea que, en la piel del abogado del diablo, ¿para qué diablos están sirviendo los cursos de liderazgo? Sí que hacen falta, desde luego, cursos sobre las nuevas realidades de la economía del saber y el innovar, y sobre cómo dirigir en ella a los trabajadores expertos; pero, si estamos fallando al etiquetar los cursos, quizá estemos igualmente fallando en su contenido. El lector sancionará si vale la pena reflexionar sobre todo esto, pero someto a consideración el hecho de que, siendo necesaria la formación continua de los directivos, quizá no estemos acertando siempre con la predicación del liderazgo.

En el panorama neosecular y en nuestro país, algunos de los más reputados expertos nos dibujan ciertamente al directivo ideal como líder, y sostienen que un buen líder es aquel que logra que sus seguidores obedezcan, y que lo hagan satisfechos y convencidos. Otras veces se formula la idea diciendo que un buen líder es aquel que sabe obtener lo mejor de sus colaboradores, y yo siempre pienso que puede haber más de un trabajador que esté dando lo mejor de sí mismo not because of his boss, but in spite of him. Eso: a pesar de su jefe. En definitiva, quiero decir que si reducimos al trabajador experto a la condición de seguidor, quizá se acabe orientando a su jefe-líder; y si, en cambio, le viéramos como profesional, quizá no tendría dudas en orientarse al cliente (interno o externo).

Decimos estar en la sociedad y la economía del conocimiento, y éste —el conocimiento— viene del aprendizaje permanente y no tanto del código de indumentaria, de la dimensión del despacho o de la púrpura del liderazgo. Por supuesto que el papel del directivo es ahora distinto sin dejar de ser determinante; pero también es diferente el papel del trabajador, del new knowledge worker, y temo que éste no encaje bien en el dibujo de seguidor de un líder no elegido. Aunque cada organización decida en conformidad con sus realidades específicas, la economía del saber y el innovar parece demandar, por un lado, profesionales de la gestión empresarial (directivos), y por otro, profesionales técnicos en los respectivos campos, que actúen con proactividad y responsabilidad. La profesionalidad supone saber qué hay que hacer y cómo, y hacerlo con esmero y disciplina, sin necesidad de que nadie nos esté dando instrucciones: ¿no es a esto a lo que llamamos profesionalidad? Impulsémosla más, y no tanto el liderazgo. Apostemos por el autoliderazgo de todos tras metas compartidas. Desarrollemos el perfil del nuevo trabajador del conocimiento.

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En la sacramental evaluación periódica de los trabajadores, ¿evaluaremos sus resultados profesionales, o evaluaremos su seguidismo de las doctrinas, liturgias y oficiantes correspondientes? ¿Queremos profesionales, o queremos seguidores? ¿Pagamos por la sumisión (como decía Pío Baroja), o por el trabajo realizado? ¿Vamos cada día a la empresa a generar resultados, o a fijarnos en nuestros jefes (como ejemplo) para ser más prudentes, justos, alegres, pacientes y generosos, tal como apuntan algunos modelos de liderazgo?

Hace ya casi 400 años, Galileo y Kepler contribuían a defender el copernicano modelo heliocéntrico del mundo, pero se diría que por entonces la ciencia debía someterse a la religión; aun hoy surgen enfrentamientos entre ambas. En nuestros días, lo espiritual —sin duda esencial en la concepción del ser humano— parece seguir siendo útil al poder, y surgen, en efecto, en la gestión empresarial doctrinas y liturgias que podrían acabar situando la profesionalidad en un segundo plano. Así como la Iglesia nos ve como “fieles”, algunas empresas, mediante la predicación de modelos particulares de liderazgo, parecen estar viendo a los trabajadores, a los más expertos y a los menos, como meros “seguidores” (o subordinados, empleados, colaboradores, recursos, coachees, etc.).

Observen en qué consiste la denominada Dirección por Hábitos, según aparece en un libro reciente editado por la consultora española Élogos: “Los retos de la DpH son dos: definir cuáles son los hábitos que convienen a las personas, y mostrar los senderos para lograrlos. En este sentido estricto, el trabajo consiste en que la persona conquiste la verdad de sí misma en sus acciones, y, paralelamente, el bien pleno para sí misma, con su conducta: vivir la verdad sobre el bien realizado en cada acto, y la realización del bien subordinado a la verdad sobre su propio ser”. Ya he reproducido este párrafo otras veces; lo hago porque me parece muy significativo. Puede verse como un sublime ejercicio de abstracción, pero también habrá quien lo vea como un delirio del pensamiento.

Naturalmente, en esta economía del conocimiento y la innovación, son muchas las grandes y pequeñas organizaciones en que se cataliza la profesionalidad de todos, directivos y trabajadores, se cultiva el aprendizaje permanente y la creatividad, y se persiguen resultados profesionales; pero estemos atentos, sí, a posibles delirios. Aunque el Papa dijera todavía en el siglo XVII que el Sol giraba alrededor de la Tierra, los mejores profesionales sabían ya que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol; aunque haya pensadores españoles (entre los autodenominados Top Ten) que prediquen la obediencia (“que obedezcan contentos”) de los trabajadores, quizá éstos también deban pensar y sostener sus criterios técnicos ante sus líderes, en busca de mejores soluciones. El saber y el poder habrán de conciliarse (en busca de lo mejor, o de lo menos malo), pero el primero no debería someterse ciegamente al segundo, ni el segundo exigirlo, en esta economía que vivimos. Creo que no debe pedirse a los trabajadores el aprendizaje permanente, el compromiso, la responsabilidad, y a la vez obligarles a obedecer contentos, sin condiciones, a supuestos líderes cuyos conocimiento técnicos podrían ser inferiores.

La nueva y recta economía del saber y el innovar contempla nuevos perfiles en directivos y trabajadores; pero se trata de perfiles alineados (no alienados) con el creciente peso específico del conocimiento y la innovación. Dudo que nuestro país alcance las deseadas cotas de productividad y competitividad mediante la paciencia y la alegría de sus trabajadores y directivos, y más bien creo que lo haría mediante el aprendizaje permanente y el desarrollo de facultades y fortalezas mejor sintonizadas con la profesionalidad y la innovación. Si me dejan repetirlo, este concepto —la profesionalidad— contempla el saber lo que hay que hacer y el cómo hacerlo, y el llevarlo a la práctica con esmero, disciplina y voluntad. Quizá —si el lector asintiera— resultara más práctico para nuestra economía reducir la predicación del liderazgo, e impulsar el perfil que para los nuevos trabajadores del conocimiento nos dibujara Peter Drucker.

El lector llegará a sus conclusiones, pero quizá convenga en que, allá donde se formulen, las doctrinas y liturgias organizacionales no deberían distraer ni condicionar, sino asegurar y alentar la profesionalidad de los profesionales, como tampoco debió la Iglesia bloquear el desarrollo de la astronomía, simplemente porque podía hacerlo. El trabajador-tipo que parece demandar la economía del saber es, como destacaba Peter Drucker, leal a su profesión; por eso le gusta hacer las cosas bien y mejor cada día, aprender continuamente e innovar, y por eso constituye, como se viene diciendo, un auténtico activo para las empresas. Quizá, si fuera sobre todo obediente o sumiso, fiel o seguidor, más que un activo parecería un pasivo, y además podría acabar inhibiendo sus facultades y fortalezas profesionales. Para concluir esta provocadora invitación a la reflexión, ¿debe el trabajador experto orientarse al presidente o líder (alto o intermedio), o debe, quizá mejor, hacerlo a sus clientes internos y externos?

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Enebral Fernández José. (2007, junio 29). Orientación al cliente o al presidente de la firma. Recuperado de https://www.gestiopolis.com/orientacion-cliente-o-presidente-firma/
Enebral Fernández José. "Orientación al cliente o al presidente de la firma". gestiopolis. 29 junio 2007. Web. <https://www.gestiopolis.com/orientacion-cliente-o-presidente-firma/>.
Enebral Fernández José. "Orientación al cliente o al presidente de la firma". gestiopolis. junio 29, 2007. Consultado el . https://www.gestiopolis.com/orientacion-cliente-o-presidente-firma/.
Enebral Fernández José. Orientación al cliente o al presidente de la firma [en línea]. <https://www.gestiopolis.com/orientacion-cliente-o-presidente-firma/> [Citado el ].
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